viernes, 18 de marzo de 2011

Al principio

Al principio era la estrella de tres puntas,
única sonrisa de luz a través de la cara vacía;
única rama de hueso a través del aire enraizado
la sustancia partida que fue la médula del sol primero;
y ardientes cifras en el curvo espacio
iban mezclando el cielo y el infierno en su ronda.

Al principio era la firma pálida,
trisílaba y estrellada como la sonrisa;
y vinieron después las huellas sobre el agua,
el sello de la cara acuñada en la luna;
la sangre que tocaba el árbol de la cruz y el cáliz
tocó la primera nube y en ella dejó un signo.

Al principio era el fuego ascendente
que encendía con una chispa las atmósferas,
chispa de ojos rojizos, chispa de triplicados ojos,
brusca como una flor;
se irguió la vida a chorros de los mares rodantes,
estalló en las raíces, arrancó de la tierra y la roca
los aceites secretos que impulsan la hierba.

Al principio era la palabra, la palabra
que de las sólidas bases de la luz
le sustrajo todas las letras al vacío;
y de las bases nubladas del aliento
la palabra fluyó, y al corazón tradujo
los primeros indicios de nacimiento y muerte.

Al principio era la mente secreta,
la mente estaba encarcelada y soldada al pensamiento
antes que la pendiente se bifurcara rumbo a un sol;
antes que las venas se sacudieran en sus cedazos
se disparó la sangre y esparció hacia los vientos de la luz
la costilla original del amor.
  
Dylan Thomas

miércoles, 16 de marzo de 2011

La tarjeta postal de Sócrates a Freud y más allá - 6 de junio de 1977

Entonces te perdí de vista. Y tú ¿dónde me “ves” cuando me hablas, cuando me tienes, como dices, del otro lado de la línea telefónica? ¿A tu izquierda, a tu derecha, a un lado o enfrente, delante, detrás, de pie, sentado? Por mi parte acecho los ruidos que te rodean en la habitación, intento sorprender lo que miras o lo que te mira, como si alguien rondara por allí donde estás, tal vez yo llegado el caso, y con frecuencia dejo de poner atención a lo que dices para que el timbre resuene solo, como en un idioma cercano de tan extranjero y del que no entiendo nada (esta situación podría perfectamente ser la que me tiene junto a ti, atado de tu hilo), y entonces estoy acostado de espaldas, directamente sobre el suelo como en los grandes momentos que tú ya conoces, y aceptaría la muerte sin el menor murmullo, desearía su llegada y lo imagino incapaz de volverse hacia Plato. Le hubiera sido prohibido. Él está en análisis y debe firmar, en silencio, puesto que Platón habrá conservado la palabra; ¿firmar qué? pues bien, un cheque, si quieres, a la orden del otro, ya que debió pagar caro, o bien su propia sentencia de muerte. Y para empezar, de paso, la orden de comparecer que se expide él mismo obedeciendo al otro, su hijo o su discípulo, ése que tiene a sus espaldas y que la habrá hecho de abogado del diablo. Pues finalmente Platón lo dice él mismo, ese signo de muerte se lo envió él mismo, se lo buscó, se precipitó en él sin mirar hacia atrás.
Y en la fase homosexual posterior a la muerte de Eurídice (y que entonces según yo le es anterior) Orfeo ya no canta, escribe y vuelve a lo mismo con Platón.
Dese Ud. cuenta, todo en nuestra cultura bildopédica, en nuestra política de lo enciclopédico, en nuestras telecomunicaciones de todo tipo, en nuestro archivo telematicometafísico, en nuestra biblioteca, por ejemplo la maravillosa Bodleian, todo se halla construido sobre la carta protocolaria de un axioma que podría ser demostrado, expuesto sobre una enorme carta, una tarjeta postal, claro, de tan simple, elemental, breve estereotipia acobardada (sobre todo no decir ni pensar nada que desvíe, que entorpezca la telecom.). La carta establece en contrato lo siguiente, así de tonto, tal parece: Sócrates viene antes de Platón, hay entre ellos –y en general– un orden de generación, una irreversible secuencia hereditaria. Sócrates está antes, no delante sino antes de Platón, y por ende detrás de él, y la carta nos ata a ese orden: he aquí cómo orientarse en el pensamiento, aquí está la derecha y aquí está la izquierda, camina. Sócrates, el que no escribe, como decía Nietzsche (¿cuántas veces te repetí que ése a mí me parecía también, a veces o incluso siempre, un poco ingenuo visto así a la ligera, sur les bords?; ¿recuerdas esa fotografía suya, con ese aire de “gordo amable”, al principio en todo caso, antes del “mal”, antes del desastre?). Nietzsche no entendió nada de la catástrofe inicial, al menos de ésta porque de las demás sí sabía. Creyó como todo el mundo que Sócrates no escribía, que venía antes de Platón, quien escribía más o menos lo que él dictaba y por ende lo dejaba escribir solo, como dijo en alguna parte. Desde ese punto de vista, N. le creyó a Platón y no trastocó nada. Todo el “trastocamiento” permaneció incluido en el programa de semejante credulidad. Es cierto a fortiori, según un a fortiori cada vez diferente y listo para irse al diablo de otra manera, en lo que a Freud y Heidegger respecta. Ahora bien, mi tarjeta postal, mientras la desvarío o mientras la envío, en medio de estos celos que siempre me han espantado a mí mismo, mi tarjeta postal lo trastoca todo, ingenuamente. Alegoriza, en todo caso, lo catastróficamente no sabido de la orden. Por fin se empieza a no entender qué quiere decir venir, venir antes, venir después, prevenir, volver a venir - y la diferencia de generaciones, y luego heredar, escribir su testamento, dictar, hablar, escribir bajo dictado, etc. Por fin podremos amarnos. Todo ello implica, y no es a Ud. a quien tendré que hacérselo saber, consecuencias políticas. Resultan todavía difíciles de calcular.
“Iremos un día a Minos”.
Agrego unas cuantas postales, como de costumbre. ¿Por qué prefiero escribir sobre las tarjetas? Primero, por el soporte, quizá, es más rígido, el cartón resiste mejor, conserva, aguanta las manipulaciones; además, delimita y justifica, desde fuera, por sus orillas, la indigencia de lo dicho, la insignificancia o los azares de la anécdoque [sic]
Tengo tanto que decirte y todo tendrá que ajustarse a instantáneas de tarjeta postal - y dividirse allí enseguida.
Cartas por pedacitos, rotas de antemano, recortadas, vueltas a cortar y cotejar. Tanto que decirte, pero todo y nada, más que todo, menos que nada - decirte es todo, y una tarjeta postal lo soporta perfectamente, no debe ser sino un soporte desnudo, decirte a ti, a ti sola, desnuda. Lo que mi imagen Vas a pensar que venero esa escena catastrófica (mis nuevos fetiches, el “hit” del verano): Plato de maestro en erección tras el alumno Sócrates, por ejemplo, y al decir “catastrófico”, pienso, claro, en el trastocamiento y en las relaciones invertidas, pero también, repentinamente, en el apótrope y en lo apostrófico: p. un padre más pequeño que su hijo o que su discípulo, llega a ocurrir, p., a menos que se trate de S. al que se parece tanto, endemoniadamente, p., pues, lo enseña, a S., lo enseña (a terceros) y al mismo tiempo le enseña la vía por seguir, lo envía, y al mismo tiempo lo increpa, y eso siempre equivale a decir “vete” o “ven”, fort, da. Fort/da de S. y p., allí está, toda esta ontología de tarjeta postal. Lo que deja extrañamente sin explicación, es el hecho de que se dirige, él mismo, a S. o a otros más allá de S., pero cómo saber plato/Sócrates, a o/o a. Fíjate bien en sus caras como carretes, el casco de Platón plano como un plato y la a de Sócrates que imita con el nombre por encima de la cabeza la forma misma de su capucha. Todo lo anterior me parece muy profiláctico, preservativo, hasta el punto sobre la pequeña p. Pero ¿quiénes son? S es p, mi ecuación tiene dos incógnitas. (...) 

Jacques Derrida

martes, 15 de marzo de 2011

Las cavas del Vaticano (fragmento)

Galopín de doce o trece años, cubierto de harapos, sin familia, sin casa, lo había encontrado Anthime pocos días después de su llegada a Roma. Ante el hotel donde el matrimonio había parado primeramente, en la calle de Bocea di Leone, Beppo llamaba la atención de los viandantes por medio de un saltamontes acurrucado bajo un puñado de hierba en una pequeña nasa de juncos. Anthime le había dado seis monedas por el insecto y después, con el poco italiano que sabía, bien que mal había hecho comprender al muchacho que, en su casa, a la que debía trasladarse al día siguiente, en la calle de Lucina, tendría pronto necesidad de algunas ratas. Todo lo que rampaba, nadaba, corría o volaba servía para sus experiencias. Trabajaba sobre carne viva.
Beppo, proveedor nato, hubiera proporcionado el águila o la loba del Capitolio. Este oficio le agradaba, porque satisfacía sus gustos de pillaje. Le daban dos reales diarios; ayudaba además en la casa. Verónica le miró al principio con malos ojos, pero en cuanto le vio persignarse al pasar ante la Virgen que había en el ángulo norte de la casa, le perdonó sus andrajos y le permitió llevar a la cocina agua, carbón, madera, sarmientos; llevaba la cesta cuando acompañaba a Verónica al mercado el martes y el viernes, días en que Carolina, la criada que habían traído de París, tenía mucho trabajo en la casa.
    Beppo no sentía simpatía por Verónica, pero estaba entusiasmado con el sabio, que pronto, en lugar de bajar penosamente al patio para procurarse víctimas, permitió al chico subir al laboratorio. Se entraba directamente por la terraza, que una escalera de servicio unía al patio. En su dura soledad, el corazón de Anthime palpitaba un poco más de prisa cuando se acercaba el débil ruido de los piececillos desnudos sobre las losas. No dejaba traslucir nada, ni nada le apartaba de su trabajo.
El niño no llamaba a la puerta vidriera, arañaba, y como Anthime permanecía encorvado ante su mesa sin responder, avanzaba en cuatro patas y lanzaba con su voz fresca un "permesso?" que llenaba de azul la estancia. Se hubiera creído la voz de un ángel y era un ayudante del verdugo. En el saco que ponía sobre la mesa de los suplicios, ¿qué nueva víctima llevaría? Frecuentemente, absorto Anthime, no abría el saco; echaba una rápida ojeada; puesto que la tela temblaba, estaba bien: ratas, ratones, gorriones, ranas; todo era bueno para aquel Moloch. Algunas veces Beppo no llevaba nada; sin embargo, entraba lo mismo; sabía que Armand-Dubois le esperaba aunque fuese con las manos vacías, y mientras el niño, silencioso al lado del sabio, se inclinaba para ver cualquier abominable experiencia, se podría asegurar que el sabio no experimentaba el vanidoso placer de un falso dios al sentir la mirada atónita del pequeño posarse alternativamente, llena de espanto sobre el animal, llena de admiración sobre él.
En espera de atacar al hombre, Anthime Armand-Dubois pretendía sencillamente reducir a "tropismos" toda la actividad de los animales que observaba. ¡Tropismos! La palabra, apenas inventada, se comprendía ya mejor que cualquiera otra; toda una categoría de psicólogos no reconocían más que los "tropismos". ¡Tropismos! ¡Qué luz repentina emanaba de estas sílabas! Evidentemente, el organismo cedía a las mismas incitaciones que el heliotropo, cuando la planta involuntaria vuelve su flor hacia el sol (lo que es fácilmente reducible a unas simples leyes de física y de termoquímica). El cosmos, en fin, se presentaba con una benignidad tranquilizadora. En los más sorprendentes movimientos del ser, sólo podía verse una perfecta obediencia al agente.
Para servir a sus fines, para obtener del animal domesticado la confesión de su sencillez, Anthime Armand-Dubois acababa de inventar un complicado sistema de botes de colores, de trampas, de laberintos, de compartimientos, conteniendo unos el alimento, otros nada, o algún polvo estornutatorio, de puertas de colores o de formas diferentes: instrumentos diabólicos que poco después hicieron furor en Alemania y que, bajo el nombre de "Vexierkasten", sirvieron a la nueva escuela psico-fisiológica para dar un paso más en la incredulidad. Y para actuar distintamente sobre uno u otro sentido del animal, sobre una u otra parte del cerebro, dejaba ciego a éste, sordo a aquél, castraba, despojaba de tal o cual órgano que se hubiese jurado indispensable y del que el animal, para enseñanza de Anthime, prescindía.
Su estudio sobre los "reflejos condicionados" habían revuelto a la Universidad de Upsala; se habían suscitado violentas discusiones en las que habían tomado parte los más destacados sabios extranjeros. En el espíritu de Anthime, sin embargo, bullían nuevas preguntas; dejaría, pues, discutir a sus colegas y llevaría sus investigaciones por otros derroteros, pretendiendo forzar a Dios en sus más secretos atrincheramientos. No le bastaba admitir "grosso modo" que toda actividad entraña un desgaste, ni que el animal, por el solo ejercicio de sus músculos o de sus sentidos, gasta. Después de cada desgaste preguntaba: ¿Cuánto? Y al paciente extenuado que buscaba reponerse, Anthime, en lugar de alimentarlo, lo pesaba. La aportación de nuevos elementos complicaron demasiado la experiencia siguiente: seis ratas, sin haber tomado alimento ninguno y ligadas, eran pesadas diariamente; dos ciegas, dos tuertas y dos normales; a estas dos últimas un pequeño molino mecánico les fatigaba sin cesar la vista. Después de cinco días de ayuno, ¿en qué relaciones estaban las pérdidas respectivas? Sobre pizarras "ad hoc", Armand-Dubois, diariamente, a mediodía, añadía nuevas cifras triunfales.

André Gide

lunes, 14 de marzo de 2011

Vigilias: Diario de un soñador (Fragmento)

El milagro poético, la única creación del hombre, la única operación que, en verdad, lo libera, tiene su equivalente colectivo en el mito. Sólo que aquí no se trata de una transmutación, sino de dos órdenes vitales distintos. Las cosas tienen un doble origen, igualmente válido: el histórico y el ideal. El género humano tiene, así, una doble raíz: Adán y Eva, que simbolizan la comunidad eterna del hombre y la mujer (el principio, pero también el ideal de la especie), y el origen real, a través de la evolución de las especies o de cualquier teoría. Y quizá Adán y Eva, sin haber existido nunca, representan más fiel y duraderamente la esencia de la vida y del hombre, que cualquier hipótesis. El mito, presente en todas las sociedades, no sólo explica el origen, sino que, en una cifra mágica, muestra lo ideal, la más simple y perfecta sociedad humana. Es algo más que una verdad científica: es un ideal. Un ideal vivo, carnal, íntimo, que no muestra lo que fue, ni lo que es, ni lo que será; que, en realidad, no enseña nada, ni arroja ninguna luz, sino que es un desprendimiento de nuestra naturaleza sedienta, una exigencia de nuestra voluntad. Adán y Eva son la pareja, todas las parejas, el amor que se sueña eterno y en el que siempre comienza la especie; el amor, no como quisiéramos que fuera, no como lo soñamos, sino como es, en estado de pura existencia, desnudo de toda acechanza mortal. El mito es una verdad mucho más pura y verdadera que toda verdad empírica o racional, porque es el fruto de los sentidos y de la imaginación, de las más hondas exigencias y las mas atroces necesidades del hombre: Adán y Eva son, en verdad, la pareja original, porque toda pareja es el principio y el manantial del río de las generaciones y en cada pareja de enamorados se vive, con renovado frescor, la caída y el destierro, la soledad y el sueño compartido. Y para los amantes cada mañana es la “primera mañana del mundo” y cada noche la última del planeta. Para ellos el mundo siempre está solo y desierto, como al otro día del destierro, y hay que poblarlo, no sólo con la descendencia carnal sino con el sueño y el trabajo. El género humano entero solloza en las entrañas de cada enamorada y, en la soledad, en la noche espesa y fatigada de cada joven, de su costilla dormida, se desprende, con “sabroso dolor”, lenta, de carne, soñando aún, Eva.

                                                                  *****************

De todos modos yo me persuado de la bondad del diario. Con él quiero justificar a mi voluntad y a mi apetito, expresados en la poesía, mediante este otro apetito de la razón que siempre intenta descifrar y, vanidosamente, prever y autorizar a la voluntad y al deseo, a la parte afectiva del hombre. Esta justificación no es más que una exigencia de la moral de la razón, la única que conocemos los hombres modernos, la única que fingimos; frente a su “moralidad”  ¡que inmoral mi propio deseo, que acude ahora a la complicidad de la razón, como para mejor absolverse! Sé que esta justificación es injusta e interesada, porque no está regida por una desinteresada razón, sino por una necesidad, que llamaríamos de “razón” (la verdadera palabra es de “moral”), de la naturaleza. Mi razón, la razón, a pesar de su orgullosa objetividad, de su grandioso interés, existe sólo para eso: para satisfacer la necesidad de la razón, la hipócrita necesidad de desinterés, de la naturaleza. [ ... ]*

Octavio Paz                       
Del libro: Primeras letras

domingo, 13 de marzo de 2011

La gata

La gata
             se lame una pata y
      se recuesta
  en el hueco de la biblioteca
         yace allí
                     largas horas
                imperturbable como una esfinge
                          luego gira su cabeza
                          hacia mí
                se incorpora
                            estira su cuerpo
                       me da la espalda
                nuevamente lame su pata
             como si el tiempo real
                           no hubiera pasado
      Y no lo ha hecho
                       y ella es una esfinge
   que posee los tiempos del mundo
           en el desierto de su tiempo
Ella
              sabe dónde mueren las moscas
           puede ver fantasmas
                  en las partículas del aire
             percibir sombras
                                  en un rayo de sol
        Ella oye
la música de las esferas
      los sonidos que transmiten
                  los cables
                                     en las casas
        y también el zumbido
                        del universo
          en el espacio interestelar
                  pero siempre
        prefiere los rincones hogareños
                         y el ronroneo de la estufa.

Lawrence Ferlinghetti

viernes, 11 de marzo de 2011

Prosa del transiberiano y de la pequeña Jeanne de Francia (fragmento)


         “Dime, Blaise, ¿estamos muy lejos de Montmartre?”
           Otra vez... déjame en paz... déjame tranquilo
Tienes las caderas angulosas
Tu vientre es agrio y padeces de sífilis
Eso es todo cuanto París ha puesto bajo tus faldas
También ha puesto un poco de espíritu... por eso eres desgraciada
Te compadezco te compadezco ven a mí ven a mi corazón
Las ruedas son los molinos de viento del país de Jauja
Y los molinos de viento son las muletas que un mendigo hace girar
Somos aquellos a quienes han amputado el espacio
Caminamos sobre nuestras cuatro heridas
Nos han cortado las alas
Las alas de nuestros siete pecados
Y todos los trenes son los juguetes del demonio
Un corral
El mundo moderno
La velocidad no puede remediarlo
El mundo moderno
Los horizontes están demasiado lejos
Y al cabo del viaje es terrible ser un hombre con una mujer...

“Blaise, dime, ¿estamos muy lejos de Montmartre?”

Te compadezco te compadezco ven a mí voy a contarte una historia
Ven a mi cama
Ven a mi corazón
Voy a contarte una historia...
¡Ven! ¡Ven!

Blaise Cendrars