miércoles, 29 de diciembre de 2010

¡Oh capitán, mi capitán!...

¡Oh Capitán, mi Capitán!
Terminó nuestro espantoso viaje,
El navío ha salvado todos los escollos,
Hemos ganado el codiciado premio,
Ya llegamos a puerto, ya oigo las campanas, ya el
pueblo acude gozoso,
Los ojos siguen la firme quilla del navío resuelto y audaz,
Mas ¡oh corazón, corazón, corazón!
¡Oh rojas gotas sangrantes!
Mirad, mi Capitán en la cubierta
Yace muerto y frío.
¡Oh Capitán, mi Capitán!
Levántate y escucha las campanas,
Levántate, para ti flamea la bandera,
para ti suena el clarín,
Para ti los ramilletes y guirnaldas engalanadas,
para tí la multitud se agolpa en la playa,
A tí llama la gente del pueblo,
a tí vuelven sus rostros anhelantes,
¡Oh Capitán, padre querido!
¡Que tu cabeza descanse en mi brazo!
Esto es sólo un sueño: en la cubierta
Yaces muerto y frío.
Mi Capitán no responde,
sus labios están pálidos e inmóviles,
Mi padre no siente mi brazo, no tiene pulso, ni voluntad,
El navío ha anclado sano y salvo;
Nuestro viaje, acabado y concluido,
Del horrible viaje el navío victorioso llega con su trofeo,
¡Exultad, Oh playas, y sonad, Oh campanas!
Más yo con pasos fúnebres,
Recorreré la cubierta donde mi Capitán
Yace muerto y frío.

Walt Whitman

martes, 28 de diciembre de 2010

Yonqui (capítulo dos)

Durante el mes siguiente utilicé las ocho ampollas que no había vendido. El miedo que había experimentado tras la utilización de la primera ampolla no se reprodujo a partir de la tercera; sin embargo, de vez en cuando, y tras una inyección, despertaba con un comienzo de miedo. Seis semanas después telefoneé a Roy, aunque no confiaba que hubiera regresado de su viaje. Pero oí su voz al teléfono.
Le dije:
—Oye, ¿tienes algo para vender? De aquello que yo te vendí a ti antes.
Hubo una pausa.
—Sí —dijo—, puedo pasarte seis, pero el precio es de tres dólares cada una. Es que no tengo muchas. Ya sabes.
—De acuerdo —dije—. Ya sabes el camino. Acércamelas hasta aquí.
Se trataba de doce tabletas de un cuarto de grano metidas en un tubo estrecho de cristal. Le
pagué los dieciocho dólares y volvió a lamentarse del precio.
Al día siguiente volvió a comprarme dos granos de lo que me había vendido.
—Resulta difícil conseguirlas al precio que sea —dijo, buscándose una vena en la pierna. Por fin, encontró la deseada y se inyectó el líquido con una burbuja de aire—. Si las burbujas de aire mataran, no habría ningún yonqui vivo.
Ese mismo día Roy me indicó una botica donde vendían agujas hipodérmicas sin hacer preguntas (hay muy pocas boticas que las vendan sin receta). Me enseñó cómo hacer un anillo de papel para unir la aguja a un cuentagotas. Un cuentagotas resulta más fácil de usar que una jeringuilla, especialmente para inyectarse uno mismo en la vena.
Unos días después Roy me mandó a visitar a un médico con un cuento sobre piedras en el riñón, para conseguir una receta de morfina. La mujer del médico me dio con la puerta en las narices, pero Roy consiguió convencerla y el médico extendió una receta de diez granos.
La consulta del médico estaba situada en plena zona de drogadictos, en la calle 102 junto a
Broadway. Era un viejo chocho incapaz de oponer resistencia a los yonquis que acudían a su consulta y que, de hecho, eran sus únicos pacientes. Debía sentirse importante viendo su sala de espera llena de gente. Supongo que había llegado a un punto en el que era capaz de modificar la apariencia de las cosas según sus deseos y cuando miraba su sala de espera debía de ver una clientela distinguida, probablemente bien vestida al estilo de 1910, en lugar de aquel montón de yonquis con pinta de ratas en busca de una receta de morfina.
Roy solía embarcarse cada dos o tres semanas. Sus viajes eran de transporte de tropas y generalmente cortos. Cuando estaba en la ciudad solía agenciarse unas cuantas recetas. El viejo médico gruñón de la 102 terminó por enloquecer del todo y en ninguna farmacia querían despachar sus recetas, pero Roy localizó a un médico italiano del Bronx que recetaba con facilidad.
Yo me picaba de vez en cuando, pero estaba muy lejos de adquirir el hábito. En esta época, me trasladé a un apartamento de la parte baja de la zona norte. Se trataba de una casa cuya puerta daba directamente a la cocina.
Empecé a parar en el bar Angle todas las noches y solía ver a Hermán. Conseguí eliminar la
primera mala impresión que le había causado, y pronto empecé a pagarle bebida y comida, y él me pedía dinero prestado con cierta regularidad. Entonces Hermán todavía no tenía el hábito. De hecho, raramente tenía droga, a no ser que otro se la comprase. Pero siempre estaba alto con algo —yerba, bencedrina, barbitúricos—. Solía aparecer por el Angle todas las noches con un tipo asqueroso llamado Whitey. En el Angle había cuatro Whities, lo que creaba cierta confusión. Este Whitey reunía la sensibilidad de un neurótico y la inclinación a la violencia de un psicópata. Estaba convencido de que desagradaba a todo el mundo, y eso era algo que le hacía sufrir cantidad.
Un martes por la noche estábamos Roy y yo en la barra del Angle. Estaba Mike el Metros y
también Frankie Dolan. Dolan era un irlandés con un defecto en la vista, especialista en borrachos indefensos; les robaba y cargaba con el mochuelo a sus camaradas.
—Carezco de honor. Soy una rata —solía decir. Luego se reía.
Mike el Metros era un tipo de cara ancha, pálida y grandes dientes. Parecía una especie de animal de alcantarilla que ataca a los animales de superficie. Trabajaba con habilidad a los borrachos, pero era muy cobarde. Cualquier policía le echaba el ojo encima con sólo verle, y era muy conocido por la brigadilla del metro. Por eso, Mike solía pasarse la mitad del tiempo en la cárcel por vago y maleante. Era un taleguero consumado.
Esa noche Hermán estaba con nembutal encima y la cabeza se le caía pesadamente sobre la
barra. Whitey andaba arriba y abajo intentando que alguien le invitara a un trago. Los tipos de la barra se mantenían tensos y rígidos, agarrados a sus bebidas y guardándose apresuradamente las vueltas. Oí que Whitey le decía al barman:
—¿Quieres guardarme esto un momento? —mientras le pasaba su enorme navaja automática por encima de la barra.
Los clientes estaban sentados silenciosos y lúgubres bajo las luces fluorescentes. Todos tenían miedo de Whitey. Todos excepto yo. Roy bebía su cerveza con calma. Los ojos le brillaban con aquella fosforescencia especial suya. Su largo cuerpo asimétrico se apoyaba en la barra. No miraba a Whitey, sino a la pared de enfrente donde estaban colocadas las botellas. En una ocasión, me dijo:
—No está más borracho que yo. Todavía puede beber más.
Whitey estaba en mitad de la barra con los puños apretados y las lágrimas rodándole por la cara:
—No soy bueno —decía—. No soy bueno. ¿Alguien es capaz de comprender que ni siquiera sé lo que hago?
La gente se apartaba de él a toda prisa tratando de no atraer su atención.
Slim el Metros, un compinche ocasional de Mike, entró y pidió una cerveza. Era alto y huesudo y su fea cara tenía aspecto inanimado, como si fuera de madera. Whitey le dio un golpecito en la espalda y oí que Slim decía:
—Por el amor de Dios, Whitey.
Hablaron algo más que yo no oí. Whitey tenía su navaja en la mano. El barman debía de habérsela devuelto. Atacó a Slim por detrás y le clavó la hoja en la espalda. Slim cayó hacia adelante aullando. Vi que Whitey se guardaba la navaja en el bolsillo.
—Vámonos —dijo Roy.
Whitey había desaparecido y la barra estaba vacía, exceptuando a Mike, que había agarrado a Slim por un brazo. Frankie Dolan le cogía por el otro.
Al día siguiente oí a Frank contar que Slim estaba bien.
—El tipo que le atendió en el hospital dijo que la navaja no le había alcanzado el riñón por muy poco —decía.
Roy dijo:
—El muy asqueroso. Yo puedo entendérmelas con un tío musculoso, pero no con una rata como ésa, que se dedica a distraer las monedas de la barra.

Poco después el Angle fue cerrado y cuando abrió de nuevo había cambiado de nombre y se
llamaba Kent Grill.
Una noche fui a la calle Henry en busca de Jack. Una chica alta y pelirroja me abrió la puerta.
—Soy Mary —dijo—, entra.
Al parecer, Jack estaba de negocios en Washington.
—Pasa a la habitación por delante —dijo la chica, apartando la cortina de terciopelo—. Recibo a los caseros y a los cobradores en la cocina. Vivimos aquí dentro.
Miré alrededor. La habitación parecía un chop-suey. Había mesas rojas y negras lacadas
esparcidas por todas partes, unas cortinas negras tapaban la ventana. En el techo estaba pintada una rueda con pequeños cuadrados y triángulos de diferentes colores, produciendo el efecto de un mosaico.
—La hizo Jack —dijo Mary señalando la rueda—. Tenías que haberle visto. Extendió una tabla entre dos escaleras y se tumbó encima de ella. La pintura le caía en la cara. A veces le gusta hacer cosas de ésas. Nos tiramos unos enrolles tremendos con esa rueda cuando estamos altos. Nos tumbamos mirando a la rueda y enseguida se pone a dar vueltas. Cuanto más se la mira, más de prisa va.
La rueda tenía esa vulgaridad de pesadilla de los mosaicos aztecas, la sangrienta, vulgar pesadilla, ¿el corazón latiendo bajo el sol de la mañana, los deslumbrantes rosas y azules de los ceniceros, tarjetas postales y calendarios de recuerdo de algún sitio. Las paredes estaban pintadas de negro y había un carácter chino lacado en rojo sobre una de ellas.
—No sabemos lo que significa —dijo.
—Camisas a treinta y un centavos —sugerí.
Se volvió hacia mí sonriendo con frialdad. Empezó a hablar de Jack.
—Soy el ligue de Jack —dijo—. Trabaja para ser un buen ladrón. Es un trabajo como otro
cualquiera. A veces por la noche llega a casa con una pistola y me dice que la esconda. También le gusta trabajar en la casa pintando y haciendo muebles.
Mientras hablaba se movía por el cuarto, saltando de una silla a otra, cruzando y descruzando las piernas, ajustándose las bragas como para que viera su anatomía por etapas.
Me contó que sus días estaban contados a causa de una extraña enfermedad.                       —Sólo se conocen otros veintiséis casos. Dentro de unos pocos años ya no seré capaz de ponerme de pie. Mi organismo no puede asimilar el calcio y los huesos se van disolviendo lentamente. Tendrán que amputarme las piernas y después los brazos.
Era, en realidad, como si no tuviera huesos, como si fuera una criatura de las profundidades
marinas. Sus ojos tenían la frialdad de los de un pez y parecían mirar a través de un medio
viscoso. Podía imaginarse a aquellos ojos en una forma protoplásmica ondulando en las oscuras profundidades.
—La bencedrina es un buen rollo —dijo—. Tres tiras de papel o unas diez tabletas es bastante. O dos tiras y un par de cápsulas de seconal. Se juntan adentro y pelean. Un buen golpe.
Tres jóvenes maleantes de Brooklyn entraron. Caras de palo, manos en los bolsillos, estilizados como un ballet. Buscaban a Jack. Les había estafado en un trapicheo. Por lo menos eso parecía. Se expresaban menos con palabras que con movimientos de la cabeza y de sus cuerpos a través del apartamento y apoyándose en las paredes. Por fin, uno de ellos se dirigió a la puerta. Hizo un gesto con la cabeza y los otros le siguieron.

—¿Te gustaría colocarte un poco? —preguntó Mary—. Debe de haber alguna colilla por algún sitio. —Empezó a rebuscar en cajones y ceniceros—. Me parece que no queda nada. ¿Por qué no salimos? Conozco a buenos contactos y probablemente consigamos algo.
Una joven entró dando tumbos con un objeto envuelto en un papel pardo bajo el brazo.
—Deshazte de esto al salir —dijo, poniendo el paquete sobre la mesa. Entró tambaleándose en la habitación del otro lado de la cocina. Cuando salíamos levantó el papel y vi una caja de cabina pública forzada con palanqueta.
En Times Square subimos a un taxi y empezamos a recorrer diversas calles. Mary daba las direcciones y de vez en cuando chillaba: «¡Pare!», y saltaba fuera, con la cabellera pelirroja al viento, para ver a alguien.
En seguida volvía diciendo:
—El contacto estaba aquí hace diez minutos, pero se acaba de marchar. Este tío tiene, pero no hay forma de que suelte nada.
Otras veces decía:
—El contacto no volverá en toda la noche. Vive en el Bronx. Pero vamos a parar aquí un
momento. Quizá podamos encontrar a alguien en Rich's.
Finalmente:
—Parece que no está nadie en ningún sitio. Ya es un poco tarde para conseguir nada. Vamos a comprar tubos de bencedrina y después a Denny's. Podemos tomar café y colocarnos con la bencedrina.
Denny's era un sitio cerca de la calle 52 y la Sexta Avenida, donde solía haber músicos tomando pollo frito y café a partir de la una de la madrugada. Mary abrió un tubo, sacó el papel doblado y me pasó algunas tabletas:
—Tómalas con el café.
El papel soltó un mareante olor a mentol. Algunos de los de alrededor olfatearon y sonrieron. Me dieron vómitos al tragar, pero logré pasarla. Mary puso unos cuantos discos viejos en la máquina y llevaba el ritmo con la mano, golpeando sobre la mesa poniendo cara de mongólico masturbándose.
Empecé a hablar muy de prisa. Tenía la boca seca y la saliva espesa y pegajosa, formando bolas blancas —escupir algodón se llama eso—. Estábamos caminando por Times Square. Mary quería localizar a alguien con un «piccolo» (victrola). Me sentía lleno de buenos sentimientos y muy expansivo, quería llamar a gente a la que no había visto hacía meses e incluso años, gente que no me gustaba y a quien yo no gustaba. Hicimos algunos infructuosos intentos tratando de localizar al dueño del piccolo ideal que Mary buscaba. En algún lugar durante nuestra búsqueda encontramos a Peter y finalmente decidimos volver al apartamento de la calle Henry, donde por lo menos había una radio.
Peter y Mary y yo pasamos las siguientes trece horas en el apartamento. De vez en cuando hacíamos café y tragábamos más bencedrina. Mary describía las técnicas que usaba para obtener dinero de los «cabritos», lo que constituía su principal fuente de ingresos.
—Siempre hay cabritos. Son diferentes de los puteros. Cuando te acuestas con un putero hay que estar alerta todo el tiempo. No tienes que darle nada. Sólo hay que quitarle cosas. Pero un donjuán es diferente. Le tienes que dar lo justo por su precio. Cuando te acuestas con él te lo pasas bien y quieres que él también se divierta.
»Si lo que quieres es hundir a un tío, basta con encender un pitillo en mitad de la folladera. Claro que a mí los hombres no me gustan sexualmente. Lo que de verdad me gustan son las tías. Me enrolla mucho ligarme a una tía orgullosa y hundirla, hacerle ver que sólo es un animal. Una tía ya nunca es guapa una vez que la has hundido. Mira, eso es como el rollo del fuego —dijo señalando a la radio, que era la única luz encendida en la habitación. Su cara se contraía en una expresión de rabia simiesca cuando hablaba de los tíos que la molestaban por la calle—. Hijos de puta —gruñó—. No saben ni enterarse de cuándo una mujer está de ligue. Yo solía pasearme con un puño de metal debajo del guante esperando a que uno de esos paletos se acercase a mí.
Un día Hermán me habló de un kilo de yerba de primera calidad de Nueva Orleans, que podía conseguir por setenta dólares. Trapichear con yerba parece fácil sobre el papel, algo así como cultivar pieles o criar ranas. A setenta y cinco centavos el porro y setenta porros hacen una onza, eso sonaba a dinero. Estaba convencido y compré la yerba.
Hermán y yo nos asociamos para colocar la yerba. Él conocía a una lesbiana llamada Marian que vivía en el Village y decía que era poetisa. Guardamos la yerba en el apartamento de Marian, a condición de que la dejásemos fumar lo que quisiera y le diéramos el cincuenta por ciento de comisión en las ventas. Otra lesbiana se instaló con ella, y siempre que iba al apartamento de Marían me encontraba con aquella pelirroja llamada Lizzie que me miraba con sus ojos de pez llenos de estúpido odio.
Un día, la pelirroja Lizzie abrió la puerta y me impidió el paso. Su cara estaba pálida de muerte e hinchada del nembutal. Me tiró el paquete de yerba diciendo:
—Toma esto y llévatelo.
Nos miró con ojos de odio y dijo:
—¡Cabrones!
Cerró la puerta de un portazo. El ruido debió despertarla. Abrió la puerta de nuevo y empezó a gritar con una rabia histérica. Desde la calle todavía podíamos oírla.
Hermán contactó a otros fumetas. Todos ellos nos ponían los nervios de punta.
En la práctica, traficar con yerba sólo trae quebraderos de cabeza. Para empezar, la yerba ocupa mucho sitio. Se necesita una maleta llena para conseguir algo de dinero. Si la pasma llama a la puerta, es lo mismo que tener una bala de alfalfa.
Los fumetas no son como los yonquis. Un yonqui suelta el dinero, coge la droga y se las pira. Pero los fumetas no hacen eso. Esperan que el traficante les invite a unos porros y se sientan sin querer largarse antes de media hora o así. Y tienes que aguantar todo eso para vender dos dólares. Si vas directamente al asunto dicen que eres un siniestro de la mierda. De hecho, un tipo que trapichea con yerba nunca dice que es un traficante. No, él sólo coloca algo de yerba entre unos cuantos tíos y tías porque se mueve bien y sabe hacerse las cosas y conoce a mucha gente. Todo el mundo sabe que él es el vendedor, pero está mal decirlo. Dios sabe por qué. A mi juicio, los fumetas son inescrutables.
Hay muchos secretos profesionales en el negocio de la yerba, y los fumetas mantienen esos supuestos secretos con una astucia estúpida. Por ejemplo, la yerba tiene que estar curada porque si está verde raspa la garganta. Pero pregunta a un fumeta cómo hay que curar la yerba y te dará una respuesta ambigua mirándote estúpidamente. Quizá la yerba afecta al cerebro o puede ser que los fumetas sean estúpidos por naturaleza.
La yerba que yo tenía estaba verde y la puse en la tetera. Metí la tetera en el horno hasta que la yerba tuvo ese color pardusco que debe tener. Este es el secreto de curar la yerba, o al menos un modo de curarla.
Los fumetas son gregarios, son sensibles y paranoicos. Si te consideran un cenizo o un pelmazo no lograrás hacer negocios con ellos. Pronto me di cuenta que no podía tratar con ese tipo de gente y me alegraba de que cualquiera me quitara la yerba de las manos sin mirar el precio. A partir de entonces decidí no traficar nunca más con yerba.
En 1937, la yerba quedó incluida en la Ley Harrison de Narcóticos. Las autoridades afirman que la yerba es una droga adictiva, que su uso es perjudicial para mente y cuerpo, y que hace cometer delitos a quien la usa. Estos son los hechos: la yerba no es adictiva. Uno puede fumar yerba durante años y no experimentará ninguna molestia si de pronto deja de hacerlo. He visto fumetas en la cárcel y ninguno de ellos mostraba síntomas de carencia. Yo mismo he fumado yerba durante quince años y nunca sentí molestias cuando dejaba de hacerlo una temporada. La yerba es menos adictiva que el tabaco. La yerba no daña la salud. De hecho, muchos de los que la fuman aseguran que aumenta el apetito y tonifica el organismo. No conozco ningún otro producto similar que incremente el apetito.
En una ocasión suprimí un hábito de droga con yerba. El segundo día después de dejar de pincharme fui capaz de comer. Por lo general, después de dejar de pincharme soy incapaz de comer durante unos ocho días. La yerba no empuja a nadie a cometer delitos. Jamás he visto que nadie se pusiera agresivo bajo la influencia de la yerba. Las fumetas son muy sociables. Demasiado sociables para mi gusto. No puedo entender por qué la gente que asegura que la yerba induce al crimen no exige que se prohiba también el alcohol. Todos los días se producen crímenes cometidos por borrachos que no obrarían así estando sobrios.
Se ha hablado mucho de los efectos afrodisíacos de la yerba. Por alguna razón, los científicos se niegan a admitir que la yerba sea afrodisíaca, y muchos farmacólogos dicen que «no hay pruebas para mantener la creencia popular de que la yerba posee propiedades afrodisíacas». Yo puedo asegurar que la yerba es un afrodisíaco y que el sexo es más agradable bajo la influencia de la yerba que sin ella. Cualquiera que haya usado yerba verificará esta afirmación.
Se oye decir que la gente se vuelve loca por usar yerba. Hay, es cierto, una forma de locura causada por el excesivo uso de yerba. Este estado se caracteriza por ideas de referencia. La yerba que se puede obtener en los Estados Unidos no es lo bastante fuerte como para enloquecer a uno, y las psicosis producidas por yerba son muy raras en este país. La psicosis inducida por yerba se corresponde más o menos con el delirium tremens y desaparece en cuanto la droga se suprime. El que fuma unos cuantos cigarrillos al día no tiene más posibilidades de volverse loco que un hombre que tome unos cuantos cocktails antes de las comidas.
Algo más acerca de la yerba. Un hombre bajo la influencia de la yerba no está capacitado para conducir un coche. La yerba disturba el sentido del tiempo y en consecuencia el sentido de las relaciones espaciales. Una vez, en Nueva Orleans, tuve que aparcar en la cuneta y esperar hasta que se disiparan los efectos de la yerba. Era incapaz de determinar a qué distancia estaba algo o cuándo debía girar o frenar en un cruce.
  
William Burroughs

lunes, 27 de diciembre de 2010

Los pequeños justos


I
En la casa de la risa
Un pájaro ríe en sus alas
El mundo es tan leve
Que ya no está en su sitio
Y tan alegre
Que no le falta nada

II
¿Por qué soy tan hermosa?
Porque mi maestro me lava

III
Con tus ojos yo cambio las lunas
Y soy a veces plomo y a veces pluma,
Un agua misteriosa y negra que te encierra
O bien en tus cabellos tu victoria ligera

IV
Un color señora, un color señor,
Uno en los senos, otro en los cabellos,
La boca de las pasiones
Y si veis rojo
La más hermosa está en vuestras rodillas

V
Hacer reír a la segura de sí,
¿Era de piedra?
Se desplomó

VI
El monstruo de la huida respira incluso las plumas
De este pájaro chamuscado por el fuego del fusil
Su lamento vibra a lo largo de un muro de lágrimas
Y los cinceles de sus ojos cortan la melodía
Que ya brotaba en el corazón del cazador

VII
La naturaleza está presa en los hilos de tu vida
El árbol, tu sombra, muestra su carne desnuda: el cielo
Tiene la voz de arena y los gestos de viento
Y todo lo que dices corre tras de ti

VIII
Ella se niega siempre a comprender, a oír,
Ríe para esconder su temor de sí misma
Anduvo siempre bajo los arcos de la noche
Y por donde pasó
Ha dejado
La huella de cosas destruidas

IX
En este cielo destrozado, en estos cristales de agua dulce,
Qué rostro aparecerá, caracol sonoro,
A anunciar que la noche del amor toca el día,
Boca abierta ligada a boca cerrada

X
Desconocida, ella era mi forma predilecta,
La que me quitaba el pesar de ser hombre,
Y la veo y la pierdo y sufro
Mi dolor, como un poco de sol en el agua fría

XI
Los hombres que cambian y se parecen
Tienen, durante toda su vida, siempre cerrados los ojos
Para disipar la bruma de burla,
Etc...
  
Paul Éluard de Capital del dolor

domingo, 26 de diciembre de 2010

A permanecer

Sería la una de la madrugada,
o la una y media.
En un rincón de la taberna:
detrás del tabique de madera.
Fuera de nosotros dos, el negocio totalmente vacío.
Una lámpara de petróleo lo alumbraba apenas.
En la puerta, dormitaba el sirviente trasnochado.
No nos veía nadie. Pero ya
nos habíamos inflamado tanto,
que fuimos incapaces de precauciones.
Las ropas se entreabrieron -muchas no eran
porque ardía un divino mes de julio.
Goce de la carne entre
las ropas semiabiertas:
desnudez fugaz del cuerpo -cuya imagen
veintiséis años ha atravesado: y ahora vino
a permanecer en este poema.

Constantin Kavafis

sábado, 25 de diciembre de 2010

La mesa del lado

Apenas tendría veintidós años.
Y sin embargo estoy seguro, que, hace casi esos
años, este mismo cuerpo lo gocé.
No es en absoluto una exaltación del erotismo.
Y sólo poco rato antes entré al casino:
no he tenido tiempo para beber mucho.

El mismo cuerpo yo lo gocé.
Y si no recuerdo dónde -un olvido mío no importa.
Ah mira, ahora que se sentó en la mesa del lado,
conozco cada movimiento que hace -y por debajo de la ropa
desnudos los miembros amados vuelvo a ver.

Constantin Kavafis

martes, 23 de noviembre de 2010

Las olas (fragmento)

«Me he puesto a correr», dijo Jinny, «después de desayunar. He visto que las hojas se agitaban en un orificio del seto. He pensado: "Es un pájaro en su nido." Las hojas han seguido moviéndose. He tenido miedo. Corriendo, he pasado ante Susan, ante Rhoda, Neville y Bernard, que hablaban junto a la caseta de las herramientas. Lloraba mientras corría más y más aprisa. ¿Qué ha movido las hojas? ¿Qué mueve mi corazón, mis piernas? Y he entrado bruscamente aquí, viéndote verde como un arbusto, como una rama, muy quieto, Louis, con la mirada fija. “¿Está muerto?”, he pensado, y te he besado, saltándome el corazón, bajo el vestido de color de rosa, como las hojas, que siguen moviéndose aunque nada hay que las mueva. Ahora huelo a geranios, huelo al mantillo de la tierra. Bailo. Ondulo. Me encuentro arrojada sobre ti, como una red de luz. Yacente tiemblo, sobre ti arrojada.»
«Por entre el claro en el seto», dijo Susan, «vi cómo Jinny le besaba. Alcé la cabeza inclinada sobre la maceta, y miré por el claro en el seto. Vi cómo Jinny le besaba. Los vi, a Jinny y a Louis, besándose. Ahora envolveré mi angustia en el pañuelo que siempre llevo en el bolsillo. Y la angustia quedará prietamente apretujada, en una pelota. Sola iré al bosque de hayas, antes de clase. No me sentaré a la mesa para hacer sumas. No me sentaré al lado de Jinny, no me sentaré al lado de Louis. Cogeré mi angustia, y la dejaré sobre las raíces, bajo las copas de las hayas. La examinaré y la cogeré con las puntas de los dedos. No me descubrirán. Comeré nueces y buscaré huevos entre las zarzas, se me amazacotará el cabello, dormiré bajo un arbusto, beberé agua de charca y allí moriré.»
«Susan ha pasado junto a nosotros», dijo Bernard. «Ha pasado ante la puerta de la caseta de las herramientas, con el pañuelo prietamente apelotonado.No lloraba, pero sus ojos, tan hermosos, se habían achicado, como se achican los de los gatos antes de saltar. La seguiré, Neville. Iré despacio tras ella, para estar presto, con mi curiosidad, a fin de confortarla cuando estalle y en su rabia piense: “Estoy sola.”
»Ahora cruza el campo, contoneándose indiferente, para engañarnos. Llega a la depresión; cree que nadie la ve; echa a correr con los puños crispados ante sí. Se le hunden las uñas en el pañuelo apelotonado. Se dirige hacia el bosque de hayas, fuera de la luz. Abre los brazos al llegar a las pavas y se zambulle en las sombras como una nadadora. Pero se ha quedado ciega tras la luz y tropieza y se arroja sobre las raíces, bajo las copas de los árboles, donde la luz parece jadear, naciendo y extinguiéndose, naciendo y extinguiéndose. Las ramas respiran fuerte, arriba y abajo. Hay angustia ahí. Las raíces forman un esqueleto en la tierra, con hojas muertas amontonadas en los rincones. Susan ha derramado su angustia.
El pañuelo yace en las raíces de las hayas, y Susan solloza, ovillada donde ha caído.»
«He visto cómo Jinny le besaba», dijo Susan.«He mirado por entre las hojas y la he visto. Entró bailando, moteada de diamantes, leves como el polvo. Y yo soy chaparra, Bernard, chaparra y baja. Tengo ojos que miran muy de cerca el suelo y ven insectos en la hierba. La amarilla calidez de mi costado se tornó piedra, cuando vi que Jinny besaba a Louis. Comeré hierba y moriré en cualquier charca de agua parda, con podridas hojas muertas.»
«Te he visto ir hacia allá», dijo Bernard. «Al pasar junto a la puerta de la caseta, te he oído gritar: "Soy desdichada." He dejado el cuchillo. Con Neville tallaba barquitos en un leño. Y voy despeinado porque, cuando la señora Constable me ha dicho que me peinara, había una mosca en una telaraña, y he preguntado: “¿Devuelvo la libertad a la mosca? ¿Dejo que la araña la devore?” Por esto siempre llego tarde. Voy despeinado, con astillas de madera en el pelo. Al oír que llorabas te he seguido, y he visto cómo dejabas en el suelo el pañuelo apelotonado, con tu rabia y tu odio en él. Pero esto pronto cesará. Nuestros cuerpos están cerca el uno del otro ahora. Oyes mi respiración. También veo el escarabajo que lleva una hoja sobre el dorso.
Avanza en una dirección y luego en otra, de manera que incluso tu deseo, mientras contemplas el escarabajo, de poseer algo único (ahora es Louis) se ve obligado a vacilar, como la luz que va y viene por entre las hojas del haya. Y entonces las palabras que se mueven tenebrosas en las profundidades de tu mente romperán este nudo de dureza, contenido en tu pañuelo.»
«Amo», dijo Susan, «y odio. Sólo una cosa deseo. Mi mirada es dura. La mirada de Jinny se quiebra en cien mil luces. Los ojos de Rhoda son como esas pálidas flores a las que acuden las polillas al atardecer. Los tuyos crecen y rebosan, pero nunca se quiebran. Sin embargo estoy ya empeñada en mi búsqueda y mi propósito. Veo insectos en la hierba. Pese a que mi madre todavía me hace blancos calcetines de punto y me cose dobladillos en los delantales, y pese a que aún soy una niña, amo y odio.»
«Pero cuando estamos sentados cerca», dijo Bernard, «tú y yo nos fundimos el uno en el otro gracias a las frases. Quedamos ribeteados de niebla. Formamos un territorio sin sustancia.»
«Veo el escarabajo», dijo Susan. «Veo que es negro, veo que es verde. Estoy limitada a palabras sueltas. Pero tú puedes alejarte, te escapas, te elevas más alto, con las palabras y palabras en frases.»

Virginia Woolf

lunes, 22 de noviembre de 2010

El aventurero húngaro

Hubo una vez un aventurero húngaro de sorprendente apostura, infalible encanto y gracia, dotes de consumado actor, culto, conocedor de muchos idiomas y aristocrático de aspecto. En realidad, era un genio de la intriga, del arte de librarse de las dificultades, de la ciencia de entrar y salir discretamente de todos los países.
Viajaba como un gran señor, con quince baúles que contenían la ropa más distinguida, y con dos grandes perros daneses. La autoridad que de él irradiaba le había valido el sobrenombre del Barón. Al Barón se le veía en los hoteles más lujosos, en los balnearios y en las carreras de caballos, en viajes alrededor del mundo, en excursiones a Egipto y en expediciones al desierto y Africa.
En todas partes se convertía en el centro de atracción de las mujeres. Al igual que los actores más versátiles, pasaba de un papel a otro a fin de complacer el gusto de cada una de aquéllas. Era el bailarín más elegante, el compañero de mesa más vivaz y el más decadente de los conversadores en los téte-á-tétes; sabía tripular una embarcación, montar a caballo y conducir automóviles. Conocía todas las ciudades como si hubiera vivido en ellas toda su vida. Conocía también a todo el mundo en sociedad. Era indispensable.
Cuando necesitaba dinero, se casaba con una mujer rica, la saqueaba y se marchaba a otro país. Las más de las veces, las mujeres no se rebelaban ni daban parte a la policía. Las pocas semanas o meses que habían gozado de él como marido les dejaban una sensación que pesaba más en su ánimo que el golpe de la pérdida de su dinero. Por un momento, habían sabido lo que era vivir por todo lo alto, lo que era volar por encima de las cabezas de los mediocres.
Las levantaba tan alto, las sumía de tal manera en el vertiginoso torbellino de sus encantos, que su partida tenía algo de vuelo. Parecía casi natural: ninguna compañera podía seguir su elevado vuelo de águila.
El libre e inasible aventurero, brincando así de rama en rama dorada, a punto estuvo de caer en una trampa, una trampa de amor humano, cuando, una noche, conoció a la danzarina brasileña Anita en un teatro peruano. Sus ojos rasgados no se cerraban como los ojos de otras mujeres, sino que, al igual que en los de los tigres, pumas y leopardos, los párpados se encontraban perezosa y lentamente. Parecían cosidos ligeramente el uno al otro por la parte de la nariz, porque eran estrechos y dejaban caer una mirada lasciva y oblicua, de mujer que no quiere ver lo que le hacen a su cuerpo. Todo esto le confería un aspecto de estar hecha para el amor que excitó al Barón en cuanto la conoció.
Cuando se metió entre bastidores para verla, ella estaba vistiéndose, rodeada de gran profusión de flores, y, para deleite de sus admiradores, que se sentaban a su alrededor, se daba carmín en el sexo con su lápiz labial, sin permitir que ningún hombre hiciera el menor gesto en dirección a ella.
Cuando el Barón entró, la bailarina se limitó a levantar la cabeza y sonreírle. Tenía un pie sobre una mesita, su complicado vestido brasileño estaba subido, y con sus enjoyadas manos se dedicaba de nuevo a aplicar carmín a su sexo, riéndose a carcajadas de la excitación de los hombres en su derredor.
Su sexo era como una gigantesca flor de invernadero, más ancho que ninguno de cuantos había visto el Barón; con el vello abundante y rizado, negro y lustroso. Estaba pintándose aquellos labios como si fueran los de una boca, tan minuciosamente que acabaron pareciendo camelias de color rojo sangre, abiertas a la fuerza y mostrando el cerrado capullo interior, el núcleo más pálido y de piel más suave de la flor.
El Barón no logró convencerla para que cenaran juntos. La aparición de la bailarina en el escenario no era más que el preludio de su actuación en el teatro. Seguía luego la representación que le había valido fama en toda Sudamérica: los palcos, profundos, obscuros y con la cortina medio corrida se llenaban de hombres de la alta sociedad de todo el mundo. A las mujeres no se las llevaba a presenciar aquel espectáculo
Se había vestido de nuevo, con el traje de complicado can-can que llevaba en escena para sus canciones brasileñas, pero sin chal. El traje carecía de tirantes, y sus turgentes y abundantes senos, comprimidos por la estrechez del entallado, emergían ofreciéndose a la vista casi por entero.
Así ataviada, mientras el resto de la representación continuaba, hacía su ronda por los palcos. Allí, a petición, se arrodillaba ante un hombre, le desabrochaba los pantalones, tomaba su pene entre sus enjoyadas manos y, con una limpieza en el tacto, una pericia y una sutileza que pocas mujeres habían conseguido desarrollar, succionaba hasta que el hombre quedaba satisfecho. Sus dos manos se mostraban tan activas como su boca.
La excitación casi privaba de sentido a los hombres. La elasticidad de sus manos; la variedad de ritmos; del cambio de presión sobre el pene en toda su longitud, al contacto más ligero en el extremo; de las más firmes caricias en todas sus partes al más sutil enmarañamiento del vello, y todo ello a cargo de una mujer excepcionalmente bella y voluptuosa, mientras la atención del público se dirigía al escenario. La visión del miembro introduciéndose en su magnífica boca, entre sus dientes relampagueantes, mientras sus senos se levantaban, proporcionaba a los hombres un placer por el que pagaban con generosidad.
La presencia de Anita en el escenario les preparaba para su aparición en los palcos. Les provocaba con la boca, los ojos y los pechos. Y para satisfacerlos junto a la música, las luces y el canto en la obscuridad, en el palco de cortina semicorrida por encima del público, se daba esta forma de entretenimiento excepcional.
El Barón estuvo a punto de enamorarse de Anita, y permaneció junto a ella más tiempo que con ninguna otra mujer. Ella se enamoró de él y le dio dos hijos.
Pero a los pocos años él se marchó. La costumbre estaba demasiado arraigada; la costumbre de la libertad y del cambio.
Viajó a Roma y tomó una suite en el Grand Hotel. Resultó que esa suite era contigua a la del embajador español, que se alojaba allí con su esposa y sus dos hijas. El Barón les encantó. La embajadora lo admiraba. Se hicieron tan amigos y se mostraba tan cariñoso con las niñas, que no sabían cómo entretenerse en aquel hotel, que pronto las dos adquirieron la costumbre de acudir, en cuanto se levantaban por la mañana, a visitar al Barón y despertarlo entre risas y bromas que no les estaban permitidas con sus padres, más severos.
Una de las niñas tenía alrededor de diez años, y la otra doce. Ambas eran hermosas, con grandes ojos negros aterciopelados, largas cabelleras sedosas y piel dorada. Llevaban vestidos cortos y calcetines blancos también cortos. Profiriendo chillidos, corrían al dormitorio del Barón y se echaban en la gran cama. El quería jugar con ellas, acariciarlas.
Como muchos hombres, el Barón se despertaba siempre con el pene particularmente sensible. En efecto, se hallaba muy vulnerable. No tuvo tiempo de levantarse y calmar su estado orinando. Antes de que pudiera hacerlo, las dos niñas echaron a correr por el brillante pavimento y se le lanzaron encima, encima de su prominente pene, oculto en cierta medida por la gran colcha azul.
Las chiquillas no se dieron cuenta de que se les habían subido las faldas, ni de que sus delgadas piernas de bailarinas se habían enredado entre sí y habían caído sobre el miembro del Barón, tieso bajo la colcha. Riéndose, se le subieron encima, se sentaron a horcajadas como si fuera un caballo, presionando hacia abajo, urgiéndole, con sus cuerpos, a que imprimiera movimientos a la cama. En medio de todo ello, quisieron besarle, tirarle del pelo y mantener con él conversaciones infantiles. La delicia del Barón al ser tratado así creció hasta convertirse en un agudísimo suspense.
Una de las chicas yacía boca abajo, y todo lo que el Barón tenía que hacer para procurarse placer era moverse un poco contra ella. Lo hizo como jugando, como si pretendiera empujarla fuera de la cama.
–Seguro que te caes si te empujo así. –No me caeré –replicó la niña, agarrándose a él a través de las cobijas, mientras él se movía como si fuera a hacerla rodar.
Riendo, la impulsó hacia arriba, pero ella permanecía apretada, frotando contra él sus piernecitas, sus braguitas y todo lo demás, en su esfuerzo por no deslizarse fuera. El seguía con sus movimientos mientras se reían. Entonces, la segunda niña, deseando culminar el juego, se sentó a horcajadas frente a su hermana, y el Barón pudo moverse con más fuerza, pretextando que tenía que soportar el peso de ambas. Su miembro, oculto bajo la gruesa colcha, se levantó más y más entre las piernecitas, y así fue como alcanzó el orgasmo, de una intensidad que raras veces había conocido, rindiéndose en la batalla que las chicas acababan de ganar de una forma que jamás sospecharían.
En otra ocasión, cuando acudieron a jugar con él, ocultó las manos bajo la colcha. Después, levantó la ropa con el dedo índice y las desafió a que se lo agarraran. Con gran entusiasmo, empezaron la caza del dedo, que desaparecía y reaparecía en distintas partes de la cama, cogiéndolo firmemente. Al cabo de un momento, no era el dedo, sino el pene lo que tomaban una y otra vez; tratando de liberarlo, el Barón lograba que lo agarraran cada vez con más fuerza. Desaparecía por entero bajo la cobijas, lo cogía con la mano y lo impulsaba hacia arriba para que se lo volvieran a coger.
Fingió ser un animal que pretendía agarrarlas y morderlas, y en ocasiones lo lograba muy cerca de donde se proponía hacerlo, con gran placer por parte de las chicas. También jugaron al escondite. El "animal" tenía que saltar sobre ellas desde algún rincón oculto. Se escondió en el armario y se cubrió con ropa. Una de las niñas abrió, y él pudo mirarla por debajo de su vestido. La agarró y la mordió, jugueteando, en los muslos.
Tan acalorados eran los juegos, tanta la confusión de la batalla y el abandono de las chiquillas, que muy a menudo la mano del Barón iba a parar a los lugares que él quería.
Con el tiempo, el Barón se mudó, una vez más, pero sus elevados saltos de trapecio de fortuna en fortuna se deterioraron cuando sus demandas sexuales se hicieron más poderosas que las de dinero y poder. Parecía como si la fuerza de su deseo de mujeres ya no estuviera bajo su control. Estaba ansioso por desembarazarse de sus esposas, a fin de proseguir su búsqueda de sensaciones a través del mundo.
Un día se enteró de que la bailarina brasileña a la que amó había muerto a causa de una sobredosis de opio. Sus dos hijas, que tenían quince y dieciséis años respectivamente, deseaban que su padre se hiciera cargo de ellas. El Barón envió en su busca. Por entonces vivía en Nueva York, con una esposa de la que había tenido un hijo. La mujer no era feliz ante la idea de la llegada de las hijas de su rival. Sentía celos por su hijo, que sólo contaba catorce años. Después de todas sus expediciones, el Barón aspiraba ahora a un hogar y a un descanso de sus apuros y de. sus ostentaciones. Tenía una mujer que más bien le gustaba y tres hijos. La idea de reunirse con sus niñas le seducía. Las recibió con grandes demostraciones de afecto. Una era hermosa; la otra menos, pero también atractiva. Habían sido testigos de la vida de su madre, y no tenían nada de reprimidas ni de mojigatas.
La apostura de su padre las impresionó. El, por su parte, recordó sus juegos con las dos chiquillas en Roma; sólo que sus hijas eran un poco mayores, lo que añadía gran atractivo a la situación.
Les asignaron una ancha cama, y más tarde, cuando aún estaban hablando del viaje y del reencuentro con su padre, él entró en la habitación para darles las buenas noches. Se tendió a su lado y las besó. Ellas le devolvieron sus besos. Pero cuando volvió a besarlas, deslizó las manos a lo largo de sus cuerpos, que pudo sentir a través de los camisones.
Las caricias les gustaron.
–Qué guapas sois las dos –dijo–. Estoy muy orgulloso de vosotras. No puedo dejaros dormir solas; ¡hacía tanto tiempo que no os veía!
Sujetándolas paternalmente, con sus cabezas sobre el pecho, acariciándolas con gesto protector, dejó que se durmieran, una a cada lado. Sus jóvenes cuerpos, con sus pechitos apenas formados, le turbaron tanto que no pudo conciliar el sueño. Las acarició alternativamente, con movimientos gatunos para no molestarlas, pero al cabo de un momento su deseo se hizo tan violento, que despertó a una y empezó a forcejear con ella. La otra tampoco escapó. Resistieron y se lamentaron un poco, pero habían visto muchas cosas a lo largo de su vida junto a su madre, así que no se rebelaron.
Ahora bien, aquél no fue un caso vulgar de incesto, pues la furia sexual del Barón aumentó paulatinamente hasta convertirse en una obsesión. La satisfacción no le liberaba ni le calmaba. Era como un prurito. Después de acostarse con sus hijas poseía a su mujer.
Temía que las niñas le abandonaran y huyeran, de modo que las espiaba y, prácticamente, las tenía presas.
Su esposa lo descubrió y organizó violentas escenas, pero el Barón estaba como loco. Ya no cuidaba su forma de vestir, su elegancia, sus aventuras ni su fortuna. Permanecía en casa y sólo pensaba en el momento en que podría tomar juntas a sus hijas. Les había enseñado todas las caricias imaginables. Aprendieron a besarse en presencia de su padre, hasta que se excitaba lo bastante y las poseía.
Pero su obsesión y sus excesos empezaron a pesar sobre él, y su esposa le abandonó.
Una noche, después de haberse despedido de sus hijas, erraba por el apartamento, presa aún del deseo, de fiebres eróticas y de fantasías. Había dejado a las chicas exhaustas, por lo que cayeron dormidas. Y ahora el deseo lo atormentaba de nuevo.
Cegado por él, abrió la puerta de la habitación de su hijo, que dormía tranquilamente boca arriba, con los labios entreabiertos. El Barón lo miró, fascinado. Su endurecido miembro continuaba atormentándolo. Tomó un taburete y lo colocó cerca del lecho. Se arrodilló en él e introdujo el pene en la boca de su hijo. Este despertó, sofocado, y golpeó al Barón. También las muchachas despertaron.
La rebelión contra la insensatez paterna estalló, y abandonaron al ahora frenético y envejecido Barón.

Anaïs Nin