martes, 15 de marzo de 2011

Las cavas del Vaticano (fragmento)

Galopín de doce o trece años, cubierto de harapos, sin familia, sin casa, lo había encontrado Anthime pocos días después de su llegada a Roma. Ante el hotel donde el matrimonio había parado primeramente, en la calle de Bocea di Leone, Beppo llamaba la atención de los viandantes por medio de un saltamontes acurrucado bajo un puñado de hierba en una pequeña nasa de juncos. Anthime le había dado seis monedas por el insecto y después, con el poco italiano que sabía, bien que mal había hecho comprender al muchacho que, en su casa, a la que debía trasladarse al día siguiente, en la calle de Lucina, tendría pronto necesidad de algunas ratas. Todo lo que rampaba, nadaba, corría o volaba servía para sus experiencias. Trabajaba sobre carne viva.
Beppo, proveedor nato, hubiera proporcionado el águila o la loba del Capitolio. Este oficio le agradaba, porque satisfacía sus gustos de pillaje. Le daban dos reales diarios; ayudaba además en la casa. Verónica le miró al principio con malos ojos, pero en cuanto le vio persignarse al pasar ante la Virgen que había en el ángulo norte de la casa, le perdonó sus andrajos y le permitió llevar a la cocina agua, carbón, madera, sarmientos; llevaba la cesta cuando acompañaba a Verónica al mercado el martes y el viernes, días en que Carolina, la criada que habían traído de París, tenía mucho trabajo en la casa.
    Beppo no sentía simpatía por Verónica, pero estaba entusiasmado con el sabio, que pronto, en lugar de bajar penosamente al patio para procurarse víctimas, permitió al chico subir al laboratorio. Se entraba directamente por la terraza, que una escalera de servicio unía al patio. En su dura soledad, el corazón de Anthime palpitaba un poco más de prisa cuando se acercaba el débil ruido de los piececillos desnudos sobre las losas. No dejaba traslucir nada, ni nada le apartaba de su trabajo.
El niño no llamaba a la puerta vidriera, arañaba, y como Anthime permanecía encorvado ante su mesa sin responder, avanzaba en cuatro patas y lanzaba con su voz fresca un "permesso?" que llenaba de azul la estancia. Se hubiera creído la voz de un ángel y era un ayudante del verdugo. En el saco que ponía sobre la mesa de los suplicios, ¿qué nueva víctima llevaría? Frecuentemente, absorto Anthime, no abría el saco; echaba una rápida ojeada; puesto que la tela temblaba, estaba bien: ratas, ratones, gorriones, ranas; todo era bueno para aquel Moloch. Algunas veces Beppo no llevaba nada; sin embargo, entraba lo mismo; sabía que Armand-Dubois le esperaba aunque fuese con las manos vacías, y mientras el niño, silencioso al lado del sabio, se inclinaba para ver cualquier abominable experiencia, se podría asegurar que el sabio no experimentaba el vanidoso placer de un falso dios al sentir la mirada atónita del pequeño posarse alternativamente, llena de espanto sobre el animal, llena de admiración sobre él.
En espera de atacar al hombre, Anthime Armand-Dubois pretendía sencillamente reducir a "tropismos" toda la actividad de los animales que observaba. ¡Tropismos! La palabra, apenas inventada, se comprendía ya mejor que cualquiera otra; toda una categoría de psicólogos no reconocían más que los "tropismos". ¡Tropismos! ¡Qué luz repentina emanaba de estas sílabas! Evidentemente, el organismo cedía a las mismas incitaciones que el heliotropo, cuando la planta involuntaria vuelve su flor hacia el sol (lo que es fácilmente reducible a unas simples leyes de física y de termoquímica). El cosmos, en fin, se presentaba con una benignidad tranquilizadora. En los más sorprendentes movimientos del ser, sólo podía verse una perfecta obediencia al agente.
Para servir a sus fines, para obtener del animal domesticado la confesión de su sencillez, Anthime Armand-Dubois acababa de inventar un complicado sistema de botes de colores, de trampas, de laberintos, de compartimientos, conteniendo unos el alimento, otros nada, o algún polvo estornutatorio, de puertas de colores o de formas diferentes: instrumentos diabólicos que poco después hicieron furor en Alemania y que, bajo el nombre de "Vexierkasten", sirvieron a la nueva escuela psico-fisiológica para dar un paso más en la incredulidad. Y para actuar distintamente sobre uno u otro sentido del animal, sobre una u otra parte del cerebro, dejaba ciego a éste, sordo a aquél, castraba, despojaba de tal o cual órgano que se hubiese jurado indispensable y del que el animal, para enseñanza de Anthime, prescindía.
Su estudio sobre los "reflejos condicionados" habían revuelto a la Universidad de Upsala; se habían suscitado violentas discusiones en las que habían tomado parte los más destacados sabios extranjeros. En el espíritu de Anthime, sin embargo, bullían nuevas preguntas; dejaría, pues, discutir a sus colegas y llevaría sus investigaciones por otros derroteros, pretendiendo forzar a Dios en sus más secretos atrincheramientos. No le bastaba admitir "grosso modo" que toda actividad entraña un desgaste, ni que el animal, por el solo ejercicio de sus músculos o de sus sentidos, gasta. Después de cada desgaste preguntaba: ¿Cuánto? Y al paciente extenuado que buscaba reponerse, Anthime, en lugar de alimentarlo, lo pesaba. La aportación de nuevos elementos complicaron demasiado la experiencia siguiente: seis ratas, sin haber tomado alimento ninguno y ligadas, eran pesadas diariamente; dos ciegas, dos tuertas y dos normales; a estas dos últimas un pequeño molino mecánico les fatigaba sin cesar la vista. Después de cinco días de ayuno, ¿en qué relaciones estaban las pérdidas respectivas? Sobre pizarras "ad hoc", Armand-Dubois, diariamente, a mediodía, añadía nuevas cifras triunfales.

André Gide