miércoles, 16 de marzo de 2011

La tarjeta postal de Sócrates a Freud y más allá - 6 de junio de 1977

Entonces te perdí de vista. Y tú ¿dónde me “ves” cuando me hablas, cuando me tienes, como dices, del otro lado de la línea telefónica? ¿A tu izquierda, a tu derecha, a un lado o enfrente, delante, detrás, de pie, sentado? Por mi parte acecho los ruidos que te rodean en la habitación, intento sorprender lo que miras o lo que te mira, como si alguien rondara por allí donde estás, tal vez yo llegado el caso, y con frecuencia dejo de poner atención a lo que dices para que el timbre resuene solo, como en un idioma cercano de tan extranjero y del que no entiendo nada (esta situación podría perfectamente ser la que me tiene junto a ti, atado de tu hilo), y entonces estoy acostado de espaldas, directamente sobre el suelo como en los grandes momentos que tú ya conoces, y aceptaría la muerte sin el menor murmullo, desearía su llegada y lo imagino incapaz de volverse hacia Plato. Le hubiera sido prohibido. Él está en análisis y debe firmar, en silencio, puesto que Platón habrá conservado la palabra; ¿firmar qué? pues bien, un cheque, si quieres, a la orden del otro, ya que debió pagar caro, o bien su propia sentencia de muerte. Y para empezar, de paso, la orden de comparecer que se expide él mismo obedeciendo al otro, su hijo o su discípulo, ése que tiene a sus espaldas y que la habrá hecho de abogado del diablo. Pues finalmente Platón lo dice él mismo, ese signo de muerte se lo envió él mismo, se lo buscó, se precipitó en él sin mirar hacia atrás.
Y en la fase homosexual posterior a la muerte de Eurídice (y que entonces según yo le es anterior) Orfeo ya no canta, escribe y vuelve a lo mismo con Platón.
Dese Ud. cuenta, todo en nuestra cultura bildopédica, en nuestra política de lo enciclopédico, en nuestras telecomunicaciones de todo tipo, en nuestro archivo telematicometafísico, en nuestra biblioteca, por ejemplo la maravillosa Bodleian, todo se halla construido sobre la carta protocolaria de un axioma que podría ser demostrado, expuesto sobre una enorme carta, una tarjeta postal, claro, de tan simple, elemental, breve estereotipia acobardada (sobre todo no decir ni pensar nada que desvíe, que entorpezca la telecom.). La carta establece en contrato lo siguiente, así de tonto, tal parece: Sócrates viene antes de Platón, hay entre ellos –y en general– un orden de generación, una irreversible secuencia hereditaria. Sócrates está antes, no delante sino antes de Platón, y por ende detrás de él, y la carta nos ata a ese orden: he aquí cómo orientarse en el pensamiento, aquí está la derecha y aquí está la izquierda, camina. Sócrates, el que no escribe, como decía Nietzsche (¿cuántas veces te repetí que ése a mí me parecía también, a veces o incluso siempre, un poco ingenuo visto así a la ligera, sur les bords?; ¿recuerdas esa fotografía suya, con ese aire de “gordo amable”, al principio en todo caso, antes del “mal”, antes del desastre?). Nietzsche no entendió nada de la catástrofe inicial, al menos de ésta porque de las demás sí sabía. Creyó como todo el mundo que Sócrates no escribía, que venía antes de Platón, quien escribía más o menos lo que él dictaba y por ende lo dejaba escribir solo, como dijo en alguna parte. Desde ese punto de vista, N. le creyó a Platón y no trastocó nada. Todo el “trastocamiento” permaneció incluido en el programa de semejante credulidad. Es cierto a fortiori, según un a fortiori cada vez diferente y listo para irse al diablo de otra manera, en lo que a Freud y Heidegger respecta. Ahora bien, mi tarjeta postal, mientras la desvarío o mientras la envío, en medio de estos celos que siempre me han espantado a mí mismo, mi tarjeta postal lo trastoca todo, ingenuamente. Alegoriza, en todo caso, lo catastróficamente no sabido de la orden. Por fin se empieza a no entender qué quiere decir venir, venir antes, venir después, prevenir, volver a venir - y la diferencia de generaciones, y luego heredar, escribir su testamento, dictar, hablar, escribir bajo dictado, etc. Por fin podremos amarnos. Todo ello implica, y no es a Ud. a quien tendré que hacérselo saber, consecuencias políticas. Resultan todavía difíciles de calcular.
“Iremos un día a Minos”.
Agrego unas cuantas postales, como de costumbre. ¿Por qué prefiero escribir sobre las tarjetas? Primero, por el soporte, quizá, es más rígido, el cartón resiste mejor, conserva, aguanta las manipulaciones; además, delimita y justifica, desde fuera, por sus orillas, la indigencia de lo dicho, la insignificancia o los azares de la anécdoque [sic]
Tengo tanto que decirte y todo tendrá que ajustarse a instantáneas de tarjeta postal - y dividirse allí enseguida.
Cartas por pedacitos, rotas de antemano, recortadas, vueltas a cortar y cotejar. Tanto que decirte, pero todo y nada, más que todo, menos que nada - decirte es todo, y una tarjeta postal lo soporta perfectamente, no debe ser sino un soporte desnudo, decirte a ti, a ti sola, desnuda. Lo que mi imagen Vas a pensar que venero esa escena catastrófica (mis nuevos fetiches, el “hit” del verano): Plato de maestro en erección tras el alumno Sócrates, por ejemplo, y al decir “catastrófico”, pienso, claro, en el trastocamiento y en las relaciones invertidas, pero también, repentinamente, en el apótrope y en lo apostrófico: p. un padre más pequeño que su hijo o que su discípulo, llega a ocurrir, p., a menos que se trate de S. al que se parece tanto, endemoniadamente, p., pues, lo enseña, a S., lo enseña (a terceros) y al mismo tiempo le enseña la vía por seguir, lo envía, y al mismo tiempo lo increpa, y eso siempre equivale a decir “vete” o “ven”, fort, da. Fort/da de S. y p., allí está, toda esta ontología de tarjeta postal. Lo que deja extrañamente sin explicación, es el hecho de que se dirige, él mismo, a S. o a otros más allá de S., pero cómo saber plato/Sócrates, a o/o a. Fíjate bien en sus caras como carretes, el casco de Platón plano como un plato y la a de Sócrates que imita con el nombre por encima de la cabeza la forma misma de su capucha. Todo lo anterior me parece muy profiláctico, preservativo, hasta el punto sobre la pequeña p. Pero ¿quiénes son? S es p, mi ecuación tiene dos incógnitas. (...) 

Jacques Derrida