lunes, 14 de marzo de 2011

Vigilias: Diario de un soñador (Fragmento)

El milagro poético, la única creación del hombre, la única operación que, en verdad, lo libera, tiene su equivalente colectivo en el mito. Sólo que aquí no se trata de una transmutación, sino de dos órdenes vitales distintos. Las cosas tienen un doble origen, igualmente válido: el histórico y el ideal. El género humano tiene, así, una doble raíz: Adán y Eva, que simbolizan la comunidad eterna del hombre y la mujer (el principio, pero también el ideal de la especie), y el origen real, a través de la evolución de las especies o de cualquier teoría. Y quizá Adán y Eva, sin haber existido nunca, representan más fiel y duraderamente la esencia de la vida y del hombre, que cualquier hipótesis. El mito, presente en todas las sociedades, no sólo explica el origen, sino que, en una cifra mágica, muestra lo ideal, la más simple y perfecta sociedad humana. Es algo más que una verdad científica: es un ideal. Un ideal vivo, carnal, íntimo, que no muestra lo que fue, ni lo que es, ni lo que será; que, en realidad, no enseña nada, ni arroja ninguna luz, sino que es un desprendimiento de nuestra naturaleza sedienta, una exigencia de nuestra voluntad. Adán y Eva son la pareja, todas las parejas, el amor que se sueña eterno y en el que siempre comienza la especie; el amor, no como quisiéramos que fuera, no como lo soñamos, sino como es, en estado de pura existencia, desnudo de toda acechanza mortal. El mito es una verdad mucho más pura y verdadera que toda verdad empírica o racional, porque es el fruto de los sentidos y de la imaginación, de las más hondas exigencias y las mas atroces necesidades del hombre: Adán y Eva son, en verdad, la pareja original, porque toda pareja es el principio y el manantial del río de las generaciones y en cada pareja de enamorados se vive, con renovado frescor, la caída y el destierro, la soledad y el sueño compartido. Y para los amantes cada mañana es la “primera mañana del mundo” y cada noche la última del planeta. Para ellos el mundo siempre está solo y desierto, como al otro día del destierro, y hay que poblarlo, no sólo con la descendencia carnal sino con el sueño y el trabajo. El género humano entero solloza en las entrañas de cada enamorada y, en la soledad, en la noche espesa y fatigada de cada joven, de su costilla dormida, se desprende, con “sabroso dolor”, lenta, de carne, soñando aún, Eva.

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De todos modos yo me persuado de la bondad del diario. Con él quiero justificar a mi voluntad y a mi apetito, expresados en la poesía, mediante este otro apetito de la razón que siempre intenta descifrar y, vanidosamente, prever y autorizar a la voluntad y al deseo, a la parte afectiva del hombre. Esta justificación no es más que una exigencia de la moral de la razón, la única que conocemos los hombres modernos, la única que fingimos; frente a su “moralidad”  ¡que inmoral mi propio deseo, que acude ahora a la complicidad de la razón, como para mejor absolverse! Sé que esta justificación es injusta e interesada, porque no está regida por una desinteresada razón, sino por una necesidad, que llamaríamos de “razón” (la verdadera palabra es de “moral”), de la naturaleza. Mi razón, la razón, a pesar de su orgullosa objetividad, de su grandioso interés, existe sólo para eso: para satisfacer la necesidad de la razón, la hipócrita necesidad de desinterés, de la naturaleza. [ ... ]*

Octavio Paz                       
Del libro: Primeras letras