martes, 28 de diciembre de 2010

Yonqui (capítulo dos)

Durante el mes siguiente utilicé las ocho ampollas que no había vendido. El miedo que había experimentado tras la utilización de la primera ampolla no se reprodujo a partir de la tercera; sin embargo, de vez en cuando, y tras una inyección, despertaba con un comienzo de miedo. Seis semanas después telefoneé a Roy, aunque no confiaba que hubiera regresado de su viaje. Pero oí su voz al teléfono.
Le dije:
—Oye, ¿tienes algo para vender? De aquello que yo te vendí a ti antes.
Hubo una pausa.
—Sí —dijo—, puedo pasarte seis, pero el precio es de tres dólares cada una. Es que no tengo muchas. Ya sabes.
—De acuerdo —dije—. Ya sabes el camino. Acércamelas hasta aquí.
Se trataba de doce tabletas de un cuarto de grano metidas en un tubo estrecho de cristal. Le
pagué los dieciocho dólares y volvió a lamentarse del precio.
Al día siguiente volvió a comprarme dos granos de lo que me había vendido.
—Resulta difícil conseguirlas al precio que sea —dijo, buscándose una vena en la pierna. Por fin, encontró la deseada y se inyectó el líquido con una burbuja de aire—. Si las burbujas de aire mataran, no habría ningún yonqui vivo.
Ese mismo día Roy me indicó una botica donde vendían agujas hipodérmicas sin hacer preguntas (hay muy pocas boticas que las vendan sin receta). Me enseñó cómo hacer un anillo de papel para unir la aguja a un cuentagotas. Un cuentagotas resulta más fácil de usar que una jeringuilla, especialmente para inyectarse uno mismo en la vena.
Unos días después Roy me mandó a visitar a un médico con un cuento sobre piedras en el riñón, para conseguir una receta de morfina. La mujer del médico me dio con la puerta en las narices, pero Roy consiguió convencerla y el médico extendió una receta de diez granos.
La consulta del médico estaba situada en plena zona de drogadictos, en la calle 102 junto a
Broadway. Era un viejo chocho incapaz de oponer resistencia a los yonquis que acudían a su consulta y que, de hecho, eran sus únicos pacientes. Debía sentirse importante viendo su sala de espera llena de gente. Supongo que había llegado a un punto en el que era capaz de modificar la apariencia de las cosas según sus deseos y cuando miraba su sala de espera debía de ver una clientela distinguida, probablemente bien vestida al estilo de 1910, en lugar de aquel montón de yonquis con pinta de ratas en busca de una receta de morfina.
Roy solía embarcarse cada dos o tres semanas. Sus viajes eran de transporte de tropas y generalmente cortos. Cuando estaba en la ciudad solía agenciarse unas cuantas recetas. El viejo médico gruñón de la 102 terminó por enloquecer del todo y en ninguna farmacia querían despachar sus recetas, pero Roy localizó a un médico italiano del Bronx que recetaba con facilidad.
Yo me picaba de vez en cuando, pero estaba muy lejos de adquirir el hábito. En esta época, me trasladé a un apartamento de la parte baja de la zona norte. Se trataba de una casa cuya puerta daba directamente a la cocina.
Empecé a parar en el bar Angle todas las noches y solía ver a Hermán. Conseguí eliminar la
primera mala impresión que le había causado, y pronto empecé a pagarle bebida y comida, y él me pedía dinero prestado con cierta regularidad. Entonces Hermán todavía no tenía el hábito. De hecho, raramente tenía droga, a no ser que otro se la comprase. Pero siempre estaba alto con algo —yerba, bencedrina, barbitúricos—. Solía aparecer por el Angle todas las noches con un tipo asqueroso llamado Whitey. En el Angle había cuatro Whities, lo que creaba cierta confusión. Este Whitey reunía la sensibilidad de un neurótico y la inclinación a la violencia de un psicópata. Estaba convencido de que desagradaba a todo el mundo, y eso era algo que le hacía sufrir cantidad.
Un martes por la noche estábamos Roy y yo en la barra del Angle. Estaba Mike el Metros y
también Frankie Dolan. Dolan era un irlandés con un defecto en la vista, especialista en borrachos indefensos; les robaba y cargaba con el mochuelo a sus camaradas.
—Carezco de honor. Soy una rata —solía decir. Luego se reía.
Mike el Metros era un tipo de cara ancha, pálida y grandes dientes. Parecía una especie de animal de alcantarilla que ataca a los animales de superficie. Trabajaba con habilidad a los borrachos, pero era muy cobarde. Cualquier policía le echaba el ojo encima con sólo verle, y era muy conocido por la brigadilla del metro. Por eso, Mike solía pasarse la mitad del tiempo en la cárcel por vago y maleante. Era un taleguero consumado.
Esa noche Hermán estaba con nembutal encima y la cabeza se le caía pesadamente sobre la
barra. Whitey andaba arriba y abajo intentando que alguien le invitara a un trago. Los tipos de la barra se mantenían tensos y rígidos, agarrados a sus bebidas y guardándose apresuradamente las vueltas. Oí que Whitey le decía al barman:
—¿Quieres guardarme esto un momento? —mientras le pasaba su enorme navaja automática por encima de la barra.
Los clientes estaban sentados silenciosos y lúgubres bajo las luces fluorescentes. Todos tenían miedo de Whitey. Todos excepto yo. Roy bebía su cerveza con calma. Los ojos le brillaban con aquella fosforescencia especial suya. Su largo cuerpo asimétrico se apoyaba en la barra. No miraba a Whitey, sino a la pared de enfrente donde estaban colocadas las botellas. En una ocasión, me dijo:
—No está más borracho que yo. Todavía puede beber más.
Whitey estaba en mitad de la barra con los puños apretados y las lágrimas rodándole por la cara:
—No soy bueno —decía—. No soy bueno. ¿Alguien es capaz de comprender que ni siquiera sé lo que hago?
La gente se apartaba de él a toda prisa tratando de no atraer su atención.
Slim el Metros, un compinche ocasional de Mike, entró y pidió una cerveza. Era alto y huesudo y su fea cara tenía aspecto inanimado, como si fuera de madera. Whitey le dio un golpecito en la espalda y oí que Slim decía:
—Por el amor de Dios, Whitey.
Hablaron algo más que yo no oí. Whitey tenía su navaja en la mano. El barman debía de habérsela devuelto. Atacó a Slim por detrás y le clavó la hoja en la espalda. Slim cayó hacia adelante aullando. Vi que Whitey se guardaba la navaja en el bolsillo.
—Vámonos —dijo Roy.
Whitey había desaparecido y la barra estaba vacía, exceptuando a Mike, que había agarrado a Slim por un brazo. Frankie Dolan le cogía por el otro.
Al día siguiente oí a Frank contar que Slim estaba bien.
—El tipo que le atendió en el hospital dijo que la navaja no le había alcanzado el riñón por muy poco —decía.
Roy dijo:
—El muy asqueroso. Yo puedo entendérmelas con un tío musculoso, pero no con una rata como ésa, que se dedica a distraer las monedas de la barra.

Poco después el Angle fue cerrado y cuando abrió de nuevo había cambiado de nombre y se
llamaba Kent Grill.
Una noche fui a la calle Henry en busca de Jack. Una chica alta y pelirroja me abrió la puerta.
—Soy Mary —dijo—, entra.
Al parecer, Jack estaba de negocios en Washington.
—Pasa a la habitación por delante —dijo la chica, apartando la cortina de terciopelo—. Recibo a los caseros y a los cobradores en la cocina. Vivimos aquí dentro.
Miré alrededor. La habitación parecía un chop-suey. Había mesas rojas y negras lacadas
esparcidas por todas partes, unas cortinas negras tapaban la ventana. En el techo estaba pintada una rueda con pequeños cuadrados y triángulos de diferentes colores, produciendo el efecto de un mosaico.
—La hizo Jack —dijo Mary señalando la rueda—. Tenías que haberle visto. Extendió una tabla entre dos escaleras y se tumbó encima de ella. La pintura le caía en la cara. A veces le gusta hacer cosas de ésas. Nos tiramos unos enrolles tremendos con esa rueda cuando estamos altos. Nos tumbamos mirando a la rueda y enseguida se pone a dar vueltas. Cuanto más se la mira, más de prisa va.
La rueda tenía esa vulgaridad de pesadilla de los mosaicos aztecas, la sangrienta, vulgar pesadilla, ¿el corazón latiendo bajo el sol de la mañana, los deslumbrantes rosas y azules de los ceniceros, tarjetas postales y calendarios de recuerdo de algún sitio. Las paredes estaban pintadas de negro y había un carácter chino lacado en rojo sobre una de ellas.
—No sabemos lo que significa —dijo.
—Camisas a treinta y un centavos —sugerí.
Se volvió hacia mí sonriendo con frialdad. Empezó a hablar de Jack.
—Soy el ligue de Jack —dijo—. Trabaja para ser un buen ladrón. Es un trabajo como otro
cualquiera. A veces por la noche llega a casa con una pistola y me dice que la esconda. También le gusta trabajar en la casa pintando y haciendo muebles.
Mientras hablaba se movía por el cuarto, saltando de una silla a otra, cruzando y descruzando las piernas, ajustándose las bragas como para que viera su anatomía por etapas.
Me contó que sus días estaban contados a causa de una extraña enfermedad.                       —Sólo se conocen otros veintiséis casos. Dentro de unos pocos años ya no seré capaz de ponerme de pie. Mi organismo no puede asimilar el calcio y los huesos se van disolviendo lentamente. Tendrán que amputarme las piernas y después los brazos.
Era, en realidad, como si no tuviera huesos, como si fuera una criatura de las profundidades
marinas. Sus ojos tenían la frialdad de los de un pez y parecían mirar a través de un medio
viscoso. Podía imaginarse a aquellos ojos en una forma protoplásmica ondulando en las oscuras profundidades.
—La bencedrina es un buen rollo —dijo—. Tres tiras de papel o unas diez tabletas es bastante. O dos tiras y un par de cápsulas de seconal. Se juntan adentro y pelean. Un buen golpe.
Tres jóvenes maleantes de Brooklyn entraron. Caras de palo, manos en los bolsillos, estilizados como un ballet. Buscaban a Jack. Les había estafado en un trapicheo. Por lo menos eso parecía. Se expresaban menos con palabras que con movimientos de la cabeza y de sus cuerpos a través del apartamento y apoyándose en las paredes. Por fin, uno de ellos se dirigió a la puerta. Hizo un gesto con la cabeza y los otros le siguieron.

—¿Te gustaría colocarte un poco? —preguntó Mary—. Debe de haber alguna colilla por algún sitio. —Empezó a rebuscar en cajones y ceniceros—. Me parece que no queda nada. ¿Por qué no salimos? Conozco a buenos contactos y probablemente consigamos algo.
Una joven entró dando tumbos con un objeto envuelto en un papel pardo bajo el brazo.
—Deshazte de esto al salir —dijo, poniendo el paquete sobre la mesa. Entró tambaleándose en la habitación del otro lado de la cocina. Cuando salíamos levantó el papel y vi una caja de cabina pública forzada con palanqueta.
En Times Square subimos a un taxi y empezamos a recorrer diversas calles. Mary daba las direcciones y de vez en cuando chillaba: «¡Pare!», y saltaba fuera, con la cabellera pelirroja al viento, para ver a alguien.
En seguida volvía diciendo:
—El contacto estaba aquí hace diez minutos, pero se acaba de marchar. Este tío tiene, pero no hay forma de que suelte nada.
Otras veces decía:
—El contacto no volverá en toda la noche. Vive en el Bronx. Pero vamos a parar aquí un
momento. Quizá podamos encontrar a alguien en Rich's.
Finalmente:
—Parece que no está nadie en ningún sitio. Ya es un poco tarde para conseguir nada. Vamos a comprar tubos de bencedrina y después a Denny's. Podemos tomar café y colocarnos con la bencedrina.
Denny's era un sitio cerca de la calle 52 y la Sexta Avenida, donde solía haber músicos tomando pollo frito y café a partir de la una de la madrugada. Mary abrió un tubo, sacó el papel doblado y me pasó algunas tabletas:
—Tómalas con el café.
El papel soltó un mareante olor a mentol. Algunos de los de alrededor olfatearon y sonrieron. Me dieron vómitos al tragar, pero logré pasarla. Mary puso unos cuantos discos viejos en la máquina y llevaba el ritmo con la mano, golpeando sobre la mesa poniendo cara de mongólico masturbándose.
Empecé a hablar muy de prisa. Tenía la boca seca y la saliva espesa y pegajosa, formando bolas blancas —escupir algodón se llama eso—. Estábamos caminando por Times Square. Mary quería localizar a alguien con un «piccolo» (victrola). Me sentía lleno de buenos sentimientos y muy expansivo, quería llamar a gente a la que no había visto hacía meses e incluso años, gente que no me gustaba y a quien yo no gustaba. Hicimos algunos infructuosos intentos tratando de localizar al dueño del piccolo ideal que Mary buscaba. En algún lugar durante nuestra búsqueda encontramos a Peter y finalmente decidimos volver al apartamento de la calle Henry, donde por lo menos había una radio.
Peter y Mary y yo pasamos las siguientes trece horas en el apartamento. De vez en cuando hacíamos café y tragábamos más bencedrina. Mary describía las técnicas que usaba para obtener dinero de los «cabritos», lo que constituía su principal fuente de ingresos.
—Siempre hay cabritos. Son diferentes de los puteros. Cuando te acuestas con un putero hay que estar alerta todo el tiempo. No tienes que darle nada. Sólo hay que quitarle cosas. Pero un donjuán es diferente. Le tienes que dar lo justo por su precio. Cuando te acuestas con él te lo pasas bien y quieres que él también se divierta.
»Si lo que quieres es hundir a un tío, basta con encender un pitillo en mitad de la folladera. Claro que a mí los hombres no me gustan sexualmente. Lo que de verdad me gustan son las tías. Me enrolla mucho ligarme a una tía orgullosa y hundirla, hacerle ver que sólo es un animal. Una tía ya nunca es guapa una vez que la has hundido. Mira, eso es como el rollo del fuego —dijo señalando a la radio, que era la única luz encendida en la habitación. Su cara se contraía en una expresión de rabia simiesca cuando hablaba de los tíos que la molestaban por la calle—. Hijos de puta —gruñó—. No saben ni enterarse de cuándo una mujer está de ligue. Yo solía pasearme con un puño de metal debajo del guante esperando a que uno de esos paletos se acercase a mí.
Un día Hermán me habló de un kilo de yerba de primera calidad de Nueva Orleans, que podía conseguir por setenta dólares. Trapichear con yerba parece fácil sobre el papel, algo así como cultivar pieles o criar ranas. A setenta y cinco centavos el porro y setenta porros hacen una onza, eso sonaba a dinero. Estaba convencido y compré la yerba.
Hermán y yo nos asociamos para colocar la yerba. Él conocía a una lesbiana llamada Marian que vivía en el Village y decía que era poetisa. Guardamos la yerba en el apartamento de Marian, a condición de que la dejásemos fumar lo que quisiera y le diéramos el cincuenta por ciento de comisión en las ventas. Otra lesbiana se instaló con ella, y siempre que iba al apartamento de Marían me encontraba con aquella pelirroja llamada Lizzie que me miraba con sus ojos de pez llenos de estúpido odio.
Un día, la pelirroja Lizzie abrió la puerta y me impidió el paso. Su cara estaba pálida de muerte e hinchada del nembutal. Me tiró el paquete de yerba diciendo:
—Toma esto y llévatelo.
Nos miró con ojos de odio y dijo:
—¡Cabrones!
Cerró la puerta de un portazo. El ruido debió despertarla. Abrió la puerta de nuevo y empezó a gritar con una rabia histérica. Desde la calle todavía podíamos oírla.
Hermán contactó a otros fumetas. Todos ellos nos ponían los nervios de punta.
En la práctica, traficar con yerba sólo trae quebraderos de cabeza. Para empezar, la yerba ocupa mucho sitio. Se necesita una maleta llena para conseguir algo de dinero. Si la pasma llama a la puerta, es lo mismo que tener una bala de alfalfa.
Los fumetas no son como los yonquis. Un yonqui suelta el dinero, coge la droga y se las pira. Pero los fumetas no hacen eso. Esperan que el traficante les invite a unos porros y se sientan sin querer largarse antes de media hora o así. Y tienes que aguantar todo eso para vender dos dólares. Si vas directamente al asunto dicen que eres un siniestro de la mierda. De hecho, un tipo que trapichea con yerba nunca dice que es un traficante. No, él sólo coloca algo de yerba entre unos cuantos tíos y tías porque se mueve bien y sabe hacerse las cosas y conoce a mucha gente. Todo el mundo sabe que él es el vendedor, pero está mal decirlo. Dios sabe por qué. A mi juicio, los fumetas son inescrutables.
Hay muchos secretos profesionales en el negocio de la yerba, y los fumetas mantienen esos supuestos secretos con una astucia estúpida. Por ejemplo, la yerba tiene que estar curada porque si está verde raspa la garganta. Pero pregunta a un fumeta cómo hay que curar la yerba y te dará una respuesta ambigua mirándote estúpidamente. Quizá la yerba afecta al cerebro o puede ser que los fumetas sean estúpidos por naturaleza.
La yerba que yo tenía estaba verde y la puse en la tetera. Metí la tetera en el horno hasta que la yerba tuvo ese color pardusco que debe tener. Este es el secreto de curar la yerba, o al menos un modo de curarla.
Los fumetas son gregarios, son sensibles y paranoicos. Si te consideran un cenizo o un pelmazo no lograrás hacer negocios con ellos. Pronto me di cuenta que no podía tratar con ese tipo de gente y me alegraba de que cualquiera me quitara la yerba de las manos sin mirar el precio. A partir de entonces decidí no traficar nunca más con yerba.
En 1937, la yerba quedó incluida en la Ley Harrison de Narcóticos. Las autoridades afirman que la yerba es una droga adictiva, que su uso es perjudicial para mente y cuerpo, y que hace cometer delitos a quien la usa. Estos son los hechos: la yerba no es adictiva. Uno puede fumar yerba durante años y no experimentará ninguna molestia si de pronto deja de hacerlo. He visto fumetas en la cárcel y ninguno de ellos mostraba síntomas de carencia. Yo mismo he fumado yerba durante quince años y nunca sentí molestias cuando dejaba de hacerlo una temporada. La yerba es menos adictiva que el tabaco. La yerba no daña la salud. De hecho, muchos de los que la fuman aseguran que aumenta el apetito y tonifica el organismo. No conozco ningún otro producto similar que incremente el apetito.
En una ocasión suprimí un hábito de droga con yerba. El segundo día después de dejar de pincharme fui capaz de comer. Por lo general, después de dejar de pincharme soy incapaz de comer durante unos ocho días. La yerba no empuja a nadie a cometer delitos. Jamás he visto que nadie se pusiera agresivo bajo la influencia de la yerba. Las fumetas son muy sociables. Demasiado sociables para mi gusto. No puedo entender por qué la gente que asegura que la yerba induce al crimen no exige que se prohiba también el alcohol. Todos los días se producen crímenes cometidos por borrachos que no obrarían así estando sobrios.
Se ha hablado mucho de los efectos afrodisíacos de la yerba. Por alguna razón, los científicos se niegan a admitir que la yerba sea afrodisíaca, y muchos farmacólogos dicen que «no hay pruebas para mantener la creencia popular de que la yerba posee propiedades afrodisíacas». Yo puedo asegurar que la yerba es un afrodisíaco y que el sexo es más agradable bajo la influencia de la yerba que sin ella. Cualquiera que haya usado yerba verificará esta afirmación.
Se oye decir que la gente se vuelve loca por usar yerba. Hay, es cierto, una forma de locura causada por el excesivo uso de yerba. Este estado se caracteriza por ideas de referencia. La yerba que se puede obtener en los Estados Unidos no es lo bastante fuerte como para enloquecer a uno, y las psicosis producidas por yerba son muy raras en este país. La psicosis inducida por yerba se corresponde más o menos con el delirium tremens y desaparece en cuanto la droga se suprime. El que fuma unos cuantos cigarrillos al día no tiene más posibilidades de volverse loco que un hombre que tome unos cuantos cocktails antes de las comidas.
Algo más acerca de la yerba. Un hombre bajo la influencia de la yerba no está capacitado para conducir un coche. La yerba disturba el sentido del tiempo y en consecuencia el sentido de las relaciones espaciales. Una vez, en Nueva Orleans, tuve que aparcar en la cuneta y esperar hasta que se disiparan los efectos de la yerba. Era incapaz de determinar a qué distancia estaba algo o cuándo debía girar o frenar en un cruce.
  
William Burroughs