Pues sí
que está usted cómodo aquí -dijo el viejo señor Woodifield con su voz de
flauta. Miraba desde el fondo del gran butacón de cuero verde, junto a la mesa
de su amigo el jefe, como lo haría un bebé desde su cochecito. Su conversación
había terminado; ya era hora de marchar. Pero no quería irse. Desde que se
había retirado, desde su... apoplejía, la mujer y las chicas lo tenían
encerrado en casa todos los días de la semana excepto los martes. El martes lo
vestían y lo cepillaban, y lo dejaban volver a la ciudad a pasar el día.
Aunque, la verdad, la mujer y las hijas no podían imaginarse qué hacía allí.
Suponían que incordiar a los amigos... bueno, es posible. Sin embargo, nos
aferramos a nuestros últimos placeres como se aferra el árbol a sus últimas
hojas. De manera que ahí estaba el viejo Woodifield, fumándose un puro y
observando casi con avidez al jefe, que se arrellanaba en su sillón,
corpulento, rosado, cinco años mayor que él y todavía en plena forma, todavía
llevando el timón. Daba gusto verlo. Con
melancolía, con admiración, la vieja voz añadió:
-Se está cómodo aquí,
¡palabra que sí!
-Sí, es bastante cómodo
-asintió el jefe mientras pasaba las hojas del Financial Times con un
abrecartas. De hecho estaba orgulloso de su despacho; le gustaba que se lo
admiraran, sobre todo si el admirador era el viejo Woodifield. Le infundía un
sentimiento de satisfacción sólida y profunda estar plantado ahí en medio, bien
a la vista de aquella figura frágil, de aquel anciano envuelto en una bufanda.
Lo he renovado hace poco
-explicó, como lo había explicado durante las últimas, ¿cuántas?, semanas.
Alfombra nueva -y señaló la alfombra de un rojo vivo con un dibujo de grandes
aros blancos. Muebles nuevos -y apuntaba con la cabeza hacia la sólida
estantería y la mesa con patas como de caramelo retorcido. ¡Calefacción
eléctrica! -con ademanes casi eufóricos indicó las cinco salchichas
transparentes y anacaradas que tan suavemente refulgían en la placa inclinada
de cobre.
Pero no señaló al viejo Woodifield la
fotografía que había sobre la mesa. Era el retrato de un muchacho serio,
vestido de uniforme, que estaba de pie en uno de esos parques espectrales de
estudio fotográfico, con un fondo de nubarrones tormentosos. No era nueva.
Estaba ahí desde hacía más de seis años.
Había algo que quería
decirle -dijo el viejo Woodifield, y los ojos se le nublaban al recordar. ¿Qué
era? Lo tenía en la cabeza cuando salí de casa esta mañana. Las manos le
empezaron a temblar y unas manchas rojizas aparecieron por encima de su barba.
Pobre hombre, está en las
últimas, pensó el jefe. Y sintiéndose bondadoso, le guiñó el ojo al viejo y
dijo bromeando:
-Ya sé. Tengo aquí unas
gotas de algo que le sentará bien antes de salir otra vez al frío. Es una
maravilla. No le haría daño ni a un niño.
Extrajo una llave de la cadena de su reloj,
abrió un armario en la parte baja de su escritorio y sacó una botella oscura y
rechoncha.
-Ésta es la medicina
-exclamó. Y el hombre de quien la adquirí me dijo en el más estricto secreto
que procedía directamente de las bodegas del castillo de Windsor.
Al viejo Woodifield se le abrió la boca cuando
lo vio. Su cara no hubiese expresado mayor asombro si el jefe hubiera sacado un
conejo.
-¿Es whisky, no? -dijo
débilmente.
El jefe giró la botella y
cariñosamente le enseñó la etiqueta. En efecto, era whisky.
-Sabe -dijo el viejo,
mirando al jefe con admiración- en casa no me dejan ni tocarlo. Y parecía que
iba a echarse a llorar.
-Ah, ahí es donde nosotros
sabemos un poco más que las señoras -dijo el jefe, doblándose como un junco
sobre la mesa para alcanzar dos vasos que estaban junto a la botella del agua,
y sirviendo un generoso dedo en cada uno. Bébaselo, le sentará bien. Y no le
ponga agua. Sería un sacrilegio estropear algo así. ¡Ah! -Se tomó el suyo de un
trago; luego se sacó el pañuelo, se secó apresuradamente los bigotes y le hizo
un guiño al viejo Woodifield, que aún saboreaba el suyo.
El viejo tragó, permaneció
silencioso un momento, y luego dijo débilmente:
-¡Qué fuerte!
Pero lo reconfortó; subió
poco a poco hasta su entumecido cerebro... y recordó.
-Eso era -dijo, levantándose
con esfuerzo de la butaca. Supuse que le gustaría saberlo. Las chicas
estuvieron en Bélgica la semana pasada para ver la tumba del pobre Reggie, y
dio la casualidad que pasaron por delante de la de su chico. Por lo visto
quedan bastante cerca la una de la otra.
El viejo Woodifield hizo una pausa, pero el
jefe no contestó. Sólo un ligero temblor en el párpado demostró que estaba
escuchando.
-Las chicas estaban
encantadas de lo bien cuidado que está todo aquello -dijo la vieja voz. Lo
tienen muy bonito. No estaría mejor si estuvieran en casa. ¿Usted no ha estado
nunca, verdad?
-¡No, no! -Por varias
razones el jefe no había ido.
-Hay kilómetros enteros de
tumbas -dijo con voz trémula el viejo Woodifield- y todo está tan bien cuidado
que parece un jardín. Todas las tumbas tienen flores. Y los caminos son muy
anchos. Por su voz se notaba cuánto le gustaban los caminos anchos.
Hubo otro silencio. Luego el anciano se animó
sobremanera.
-¿Sabe usted lo que les
hicieron pagar a las chicas en el hotel por un bote de confitura? -dijo-. ¡Diez
francos! A eso yo le llamo un robo. Dice Gertrude que era un bote pequeño, no
más grande que una moneda de media corona. No había tomado más que una
cucharada y le cobraron diez francos. Gertrude se llevó el bote para darles una
lección. Hizo bien; eso es querer hacer negocio con nuestros sentimientos.
Piensan que porque hemos ido allí a echar una ojeada estamos dispuestos a pagar
cualquier precio por las cosas. Eso es. -Y se volvió, dirigiéndose hacia la
puerta.
-¡Tiene razón, tiene razón!
-dijo el jefe. Aunque en realidad no tenía idea de sobre qué tenía razón. Dio
la vuelta a su escritorio y siguiendo los pasos lentos del viejo lo acompañó
hasta la puerta y se despidió de él. Woodifield se había marchado.
Durante un largo momento el jefe permaneció
allí, con la mirada perdida, mientras el ordenanza de pelo canoso, que lo
estaba observando, entraba y salía de su garita como un perro que espera que lo
saquen a pasear.
De pronto:
-No veré a nadie durante media
hora, Macey -dijo el jefe. ¿Ha entendido? A nadie en absoluto.
-Bien, señor.
La puerta se cerró, los
pasos pesados y firmes volvieron a cruzar la alfombra chillona, el fornido
cuerpo se dejó caer en el sillón de muelles y echándose hacia delante, el jefe
se cubrió la cara con las manos. Quería, se había propuesto, había dispuesto
que iba a llorar...
Le había causado una tremenda
conmoción el comentario del viejo Woodifield sobre la sepultura del muchacho.
Fue exactamente como si la tierra se hubiera abierto y lo hubiera visto allí
tumbado, con las chicas de Woodifield mirándolo. Porque era extraño. Aunque
habían pasado más de seis años, el jefe nunca había pensado en el muchacho
excepto como un cuerpo que yacía sin cambio, sin mancha, uniformado, dormido
para siempre. «¡Mi hijo!», gimió el jefe. Pero las lágrimas todavía no acudían.
Antes, durante los primeros meses, incluso durante los primeros años después de
su muerte, bastaba con pronunciar esas palabras para que lo invadiera una pena
inmensa que sólo un violento episodio de llanto podía aliviar. El paso del
tiempo, había afirmado entonces, y así lo había asegurado a todo el mundo,
nunca cambiaría nada. Puede que otros hombres se recuperaran, puede que otros
lograran aceptar su pérdida, pero él no. ¿Cómo iba a ser posible? Su muchacho
era hijo único. Desde su nacimiento el jefe se había dedicado a levantar este
negocio para él; no tenía sentido alguno si no era para el muchacho. La vida
misma había llegado a no tener ningún otro sentido. ¿Cómo diablos hubiera
podido trabajar como un esclavo, sacrificarse y seguir adelante durante todos
aquellos años sin tener siempre presente la promesa de ver a su hijo ocupando
su sillón y continuando donde él había abandonado?
Y esa promesa había estado tan
cerca de cumplirse. El chico había estado en la oficina aprendiendo el oficio
durante un año antes de la guerra. Cada mañana habían salido de casa juntos;
habían regresado en el mismo tren. ¡Y qué felicitaciones había recibido por ser
su padre! No era de extrañar; se desenvolvía maravillosamente. En cuanto a su
popularidad con el personal, todos los empleados, hasta el viejo Macey, no se
cansaban de alabarlo. Y no era en absoluto un mimado. No, él siempre con su carácter
despierto y natural, con la palabra adecuada para cada persona, con aquel aire
juvenil y su costumbre de decir: «¡Sencillamente espléndido!».
Pero todo eso había terminado, como si nunca
hubiera existido. Había llegado el día en que Macey le había entregado el
telegrama con el que todo su mundo se había venido abajo. «Sentimos
profundamente informarle que...» Y había abandonado la oficina destrozado, con
su vida en ruinas.
Hacía seis años, seis años... ¡Qué rápido
pasaba el tiempo! Parecía que había sido ayer. El jefe retiró las manos de la
cara; se sentía confuso. Algo parecía que no funcionaba. No estaba sintiéndose
como quería sentirse. Decidió levantarse y mirar la foto del chico. Pero no era
una de sus fotografías favoritas; la expresión no era natural. Era fría, casi
severa. El chico nunca había sido así.
En aquel momento el jefe se dio cuenta de que
una mosca se había caído en el gran tintero y estaba intentando
infructuosamente, pero con desesperación, salir de él. ¡Socorro, socorro!, decían
aquellas patas mientras forcejeaban. Pero los lados del tintero estaban mojados
y resbaladizos; volvió a caerse y empezó a nadar. El jefe tomó una pluma,
extrajo la mosca de la tinta y la depositó con una sacudida en un pedazo de
papel secante. Durante una fracción de segundo se quedó quieta sobre la mancha
oscura que rezumaba a su alrededor. Después las patas delanteras se agitaron,
se afianzaron y, levantando su cuerpecillo empapado, empezó la inmensa tarea de
limpiarse la tinta de las alas. Por encima y por debajo, por encima y por
debajo pasaba la pata por el ala, como lo hace la piedra de afilar por la
guadaña. Luego hubo una pausa mientras la mosca, aparentemente de puntillas,
intentaba abrir primero un ala y luego la otra. Por fin lo consiguió, se sentó
y empezó, como un diminuto gato, a limpiarse la cara. Ahora uno podía
imaginarse que las patitas delanteras se restregaban con facilidad,
alegremente. El horrible peligro había pasado; había escapado; estaba preparada
de nuevo para la vida.
Pero justo entonces el jefe tuvo una idea.
Hundió otra vez la pluma en el tintero, apoyó su gruesa muñeca en el secante y
mientras la mosca probaba sus alas, una enorme gota cayó sobre ella. ¿Cómo
reaccionaría? ¡Buena pregunta! La pobre criatura parecía estar absolutamente
acobardada, paralizada, temiendo moverse por lo que pudiera acontecer después.
Pero entonces, como dolorida, se arrastró hacia delante. Las patas delanteras
se agitaron, se afianzaron y, esta vez más lentamente, reanudó la tarea desde
el principio.
Es un diablillo valiente -pensó el jefe- y
sintió verdadera admiración por el coraje de la mosca. Así era como se debían
de acometer los asuntos; ésa era la actitud. Nunca te dejes vencer; sólo era
cuestión de... Pero una vez más la mosca había terminado su laboriosa tarea y
al jefe casi le faltó tiempo para recargar la pluma, y descargar otra vez la
gota oscura de lleno sobre el recién aseado cuerpo. ¿Qué pasaría esta vez?
Siguió un doloroso instante de incertidumbre. Pero ¡atención!, las patitas delanteras
volvían a moverse; el jefe sintió una oleada de alivio. Se inclinó sobre la
mosca y le dijo con ternura: «Ah, astuta cabroncita». Incluso se le ocurrió la
brillante idea de soplar sobre ella para ayudarla en el proceso de secado. Pero
a pesar de todo, ahora había algo de tímido y débil en sus esfuerzos, y el jefe
decidió que ésta tendría que ser la última vez, mientras hundía la pluma hasta
lo más profundo del tintero.
Lo fue. La última gota cayó en el empapado
secante y la extenuada mosca quedó tendida en ella y no se movió. Las patas
traseras estaban pegadas al cuerpo; las delanteras no se veían.
-Vamos -dijo el jefe.
¡Espabila! Y la removió con la pluma, pero en vano. No pasó nada, ni pasaría.
La mosca estaba muerta.
El jefe levantó el cadáver con la punta del
abrecartas y lo arrojó a la papelera. Pero lo invadió un sentimiento de
desdicha tan agobiante que verdaderamente se asustó. Se inclinó hacia delante y
tocó el timbre para llamar a Macey.
-Tráigame un secante limpio
-dijo con severidad- y dese prisa. -Y mientras el viejo perro se alejaba con un
paso silencioso, empezó a preguntarse en qué había estado pensando antes. ¿Qué
era? Era... Sacó el pañuelo y se lo pasó por delante del cuello de la camisa.
Aunque le fuera la vida en ello no se podía acordar.
Katherine Mansfield