miércoles, 30 de noviembre de 2011

Canción loca

Quiero a mi locura.
Yo que casi siempre fui la más sana de mis amigos,
alguien a quien los otros venían en busca de consuelo,
ahora mis pechos (que parecen tímidos e ingenuos,
                        que no se ven como si de ellos hubiera brotado leche
                        años atrás)
cobijan a una serpiente.
                                           Salve, pequeña serpiente de anhelo inútil
que puede destruirme,
que me muerde con tan punzantes
dientes ofidios.

Yo que soy amada por los que me aman
por mi honestidad,
para quien la vida fue una respiración honesta
                                                     tomada de buena fe,
he olvidado cómo distinguir el goce de la amargura.

Querida, querida,
veneno azul, dolor verde en las venas de la mente.
¿Cómo voy a curarme contra mi voluntad?

Denise Levertov

martes, 29 de noviembre de 2011

Agujas

Me habló de un poema
que estaba escribiendo.
Para mí.

Me dijo que en él se preguntaba,
"¿Cuando creo que la acaricio dulcemente
con plumas suaves,

esas plumas acaso
se transforman en agujas?
Lo que me dijo

fue una nube de
plumas suaves donde
cerré los ojos y me hundí.

Muchas semanas después,
yo esperaba. Y al final,
"¿Terminaste? ¿pudiste

terminar ese poema
del que me hablaste
una vez?

"No", dijo él,
y apartó la mirada.
Las agujas se detuvieron

un instante sobre mi piel
antes de que saliera sangre.

Denise Levertov

lunes, 28 de noviembre de 2011

El-que-surgió

De algún modo, hace diecinueve años
         torpemente apasionada
         atraje a mí la semilla 
de un hombre–
                         la porté y la expulsé–

semilla de hombre que creció
                                             y se convirtió en una persona
                                             cuya mente sutil y corazón veloz

                        creyeron que lo golpeé y lo lastimé
                        mientras lo alimentaba y lo amaba,

ahora está más allá de mí, afuera, en el mundo
                                                                     más allá de mi piel
hermoso y extraño como si
             hubiese dado a luz a un árbol.

Denise Levertov

domingo, 27 de noviembre de 2011

La dama...

La dama es una cosa sumisa
hecha de agua y muerte.
La moda la viste con sobriedad y
usa su mente para coserle la bastilla.

Elise Cowen

sábado, 26 de noviembre de 2011

Quién me dará...


¿Quién me dará la
           nalgada cuando
vuelva a nacer?

¿Quién cerrará mis
           ojos cuando
a la hora de mi muerte
me vea?
Elise Cowen

viernes, 25 de noviembre de 2011

Sentada

       Sentada contigo en la cocina
conversamos de todo
y te amo bebiendo té.
“Eso” es la palabra perfecta,
regia y hermosa. ¡Oh,
cuánto deseo, aquí mismo, tu cuerpo,
con o sin poemas lengüetados!
Elise Cowen

jueves, 24 de noviembre de 2011

La flauta espinazo


 II
El cielo,
olvidando su azul entre los humos,
las nubes, prófugas en jirones,
amanecen en mi último amor,
animado como el carmín de un tísico.
Gustoso cubriré el rugido
de la multitud,
olvidados hogar y bienestar.
¡Escuchad!
¡Salid de las trincheras!
ya seguiréis luchando.
Aun si
revolcándose en sangre, como un Baco,
cunde la batalla ebria,
aun entonces no están gastadas las palabras del amor.
¡Queridos alemanes!
Yo sé
que está en vuestros labios
la Gretchen de Goethe.
El francés
sonriendo muere en la bayoneta,
el aviador también sonríe y se desploma
si recuerdan
en el beso la boca
tuya, Traviata.
Mas no estoy para esa pulpa de rosas
que siglos han mascado.
¡Hoy, caer a nuevos pies!
A ti te canto,
pintada,
pelirroja.
Tal vez de estos días,
dolorosos, filo de bayoneta,
cuando a los siglos les blanqueen las barbas,
sólo quedaremos
y yo,
lanzado tras de ti de ciudad en ciudad.

 Entregada más allá del mar,
oculta en la madriguera de la noche,
entre las nieblas de Londres
te buscaré con labios lucientes de faroles.
En el ardor del desierto,
donde acechan leones extenderás caravanas
y tú,
bajo el polvo que levanta el viento
sentirás mi quemante mejilla de Sahara.
Sonriendo
mirarás:
-¡Qué gran torero!
Y yo de pronto
alzaré mis celos hasta el palco
desde el ojo moribundo del toro.
Si te lleva al puente tu paso perdido
y piensas
que el río es hermoso,
yo,
Sena colmado debajo del puente,
llamaré
con una mueca de dientes cariados.
Yendo con otro encienden los caballos
la Strelka, el Sokol'niki:
yo, desde arriba,
como la luna impero, esperando y desnudo.
Soy fuerte;
me necesitan
para mandarme:
-¡Muere en la guerra!
Lo último será
tu nombre
cuajado en el labio deshecho por la bala.
¿Acabaré en un trono?
¿Santa Elena?
Montando las oleadas de la vida en tormenta
voy, igual aspirante
al dominio del mundo
y
al grillete.
Me tocará ser zar:
tu perfil
en el oro solar de las monedas
ordenaré a mi pueblo:
-¡Estampadlo!

Pero allá,
donde el mundo se disuelve en tundra,
donde con el viento norte trafica el río,
en la cadena rasguñaré un nombre: ¡Lilia!
para besarlo en la tiniebla del forzado.
¡Escuchen pues, los que olvidan que el cielo es azul,
erizados
como fieras!
Éste, acaso,
es el amor último del mundo,
amaneciendo como el carmín de un tísico.

Vladímir Mayakovski

miércoles, 23 de noviembre de 2011

La mosca


Pues sí que está usted cómodo aquí -dijo el viejo señor Woodifield con su voz de flauta. Miraba desde el fondo del gran butacón de cuero verde, junto a la mesa de su amigo el jefe, como lo haría un bebé desde su cochecito. Su conversación había terminado; ya era hora de marchar. Pero no quería irse. Desde que se había retirado, desde su... apoplejía, la mujer y las chicas lo tenían encerrado en casa todos los días de la semana excepto los martes. El martes lo vestían y lo cepillaban, y lo dejaban volver a la ciudad a pasar el día. Aunque, la verdad, la mujer y las hijas no podían imaginarse qué hacía allí. Suponían que incordiar a los amigos... bueno, es posible. Sin embargo, nos aferramos a nuestros últimos placeres como se aferra el árbol a sus últimas hojas. De manera que ahí estaba el viejo Woodifield, fumándose un puro y observando casi con avidez al jefe, que se arrellanaba en su sillón, corpulento, rosado, cinco años mayor que él y todavía en plena forma, todavía llevando el timón. Daba gusto verlo.   Con melancolía, con admiración, la vieja voz añadió:
-Se está cómodo aquí, ¡palabra que sí!
-Sí, es bastante cómodo -asintió el jefe mientras pasaba las hojas del Financial Times con un abrecartas. De hecho estaba orgulloso de su despacho; le gustaba que se lo admiraran, sobre todo si el admirador era el viejo Woodifield. Le infundía un sentimiento de satisfacción sólida y profunda estar plantado ahí en medio, bien a la vista de aquella figura frágil, de aquel anciano envuelto en una bufanda.
Lo he renovado hace poco -explicó, como lo había explicado durante las últimas, ¿cuántas?, semanas. Alfombra nueva -y señaló la alfombra de un rojo vivo con un dibujo de grandes aros blancos. Muebles nuevos -y apuntaba con la cabeza hacia la sólida estantería y la mesa con patas como de caramelo retorcido. ¡Calefacción eléctrica! -con ademanes casi eufóricos indicó las cinco salchichas transparentes y anacaradas que tan suavemente refulgían en la placa inclinada de cobre.
 Pero no señaló al viejo Woodifield la fotografía que había sobre la mesa. Era el retrato de un muchacho serio, vestido de uniforme, que estaba de pie en uno de esos parques espectrales de estudio fotográfico, con un fondo de nubarrones tormentosos. No era nueva. Estaba ahí desde hacía más de seis años.
Había algo que quería decirle -dijo el viejo Woodifield, y los ojos se le nublaban al recordar. ¿Qué era? Lo tenía en la cabeza cuando salí de casa esta mañana. Las manos le empezaron a temblar y unas manchas rojizas aparecieron por encima de su barba.
Pobre hombre, está en las últimas, pensó el jefe. Y sintiéndose bondadoso, le guiñó el ojo al viejo y dijo bromeando:
-Ya sé. Tengo aquí unas gotas de algo que le sentará bien antes de salir otra vez al frío. Es una maravilla. No le haría daño ni a un niño.
 Extrajo una llave de la cadena de su reloj, abrió un armario en la parte baja de su escritorio y sacó una botella oscura y rechoncha.
-Ésta es la medicina -exclamó. Y el hombre de quien la adquirí me dijo en el más estricto secreto que procedía directamente de las bodegas del castillo de Windsor.
 Al viejo Woodifield se le abrió la boca cuando lo vio. Su cara no hubiese expresado mayor asombro si el jefe hubiera sacado un conejo.
-¿Es whisky, no? -dijo débilmente.
El jefe giró la botella y cariñosamente le enseñó la etiqueta. En efecto, era whisky.
-Sabe -dijo el viejo, mirando al jefe con admiración- en casa no me dejan ni tocarlo. Y parecía que iba a echarse a llorar.
-Ah, ahí es donde nosotros sabemos un poco más que las señoras -dijo el jefe, doblándose como un junco sobre la mesa para alcanzar dos vasos que estaban junto a la botella del agua, y sirviendo un generoso dedo en cada uno. Bébaselo, le sentará bien. Y no le ponga agua. Sería un sacrilegio estropear algo así. ¡Ah! -Se tomó el suyo de un trago; luego se sacó el pañuelo, se secó apresuradamente los bigotes y le hizo un guiño al viejo Woodifield, que aún saboreaba el suyo.
El viejo tragó, permaneció silencioso un momento, y luego dijo débilmente:
-¡Qué fuerte!
Pero lo reconfortó; subió poco a poco hasta su entumecido cerebro... y recordó.
-Eso era -dijo, levantándose con esfuerzo de la butaca. Supuse que le gustaría saberlo. Las chicas estuvieron en Bélgica la semana pasada para ver la tumba del pobre Reggie, y dio la casualidad que pasaron por delante de la de su chico. Por lo visto quedan bastante cerca la una de la otra.
 El viejo Woodifield hizo una pausa, pero el jefe no contestó. Sólo un ligero temblor en el párpado demostró que estaba escuchando.
-Las chicas estaban encantadas de lo bien cuidado que está todo aquello -dijo la vieja voz. Lo tienen muy bonito. No estaría mejor si estuvieran en casa. ¿Usted no ha estado nunca, verdad?
-¡No, no! -Por varias razones el jefe no había ido.
-Hay kilómetros enteros de tumbas -dijo con voz trémula el viejo Woodifield- y todo está tan bien cuidado que parece un jardín. Todas las tumbas tienen flores. Y los caminos son muy anchos. Por su voz se notaba cuánto le gustaban los caminos anchos.
 Hubo otro silencio. Luego el anciano se animó sobremanera.
-¿Sabe usted lo que les hicieron pagar a las chicas en el hotel por un bote de confitura? -dijo-. ¡Diez francos! A eso yo le llamo un robo. Dice Gertrude que era un bote pequeño, no más grande que una moneda de media corona. No había tomado más que una cucharada y le cobraron diez francos. Gertrude se llevó el bote para darles una lección. Hizo bien; eso es querer hacer negocio con nuestros sentimientos. Piensan que porque hemos ido allí a echar una ojeada estamos dispuestos a pagar cualquier precio por las cosas. Eso es. -Y se volvió, dirigiéndose hacia la puerta.
-¡Tiene razón, tiene razón! -dijo el jefe. Aunque en realidad no tenía idea de sobre qué tenía razón. Dio la vuelta a su escritorio y siguiendo los pasos lentos del viejo lo acompañó hasta la puerta y se despidió de él. Woodifield se había marchado.
 Durante un largo momento el jefe permaneció allí, con la mirada perdida, mientras el ordenanza de pelo canoso, que lo estaba observando, entraba y salía de su garita como un perro que espera que lo saquen a pasear.
 De pronto:
-No veré a nadie durante media hora, Macey -dijo el jefe. ¿Ha entendido? A nadie en absoluto.
-Bien, señor.

La puerta se cerró, los pasos pesados y firmes volvieron a cruzar la alfombra chillona, el fornido cuerpo se dejó caer en el sillón de muelles y echándose hacia delante, el jefe se cubrió la cara con las manos. Quería, se había propuesto, había dispuesto que iba a llorar...
 Le había causado una tremenda conmoción el comentario del viejo Woodifield sobre la sepultura del muchacho. Fue exactamente como si la tierra se hubiera abierto y lo hubiera visto allí tumbado, con las chicas de Woodifield mirándolo. Porque era extraño. Aunque habían pasado más de seis años, el jefe nunca había pensado en el muchacho excepto como un cuerpo que yacía sin cambio, sin mancha, uniformado, dormido para siempre. «¡Mi hijo!», gimió el jefe. Pero las lágrimas todavía no acudían. Antes, durante los primeros meses, incluso durante los primeros años después de su muerte, bastaba con pronunciar esas palabras para que lo invadiera una pena inmensa que sólo un violento episodio de llanto podía aliviar. El paso del tiempo, había afirmado entonces, y así lo había asegurado a todo el mundo, nunca cambiaría nada. Puede que otros hombres se recuperaran, puede que otros lograran aceptar su pérdida, pero él no. ¿Cómo iba a ser posible? Su muchacho era hijo único. Desde su nacimiento el jefe se había dedicado a levantar este negocio para él; no tenía sentido alguno si no era para el muchacho. La vida misma había llegado a no tener ningún otro sentido. ¿Cómo diablos hubiera podido trabajar como un esclavo, sacrificarse y seguir adelante durante todos aquellos años sin tener siempre presente la promesa de ver a su hijo ocupando su sillón y continuando donde él había abandonado?
 Y esa promesa había estado tan cerca de cumplirse. El chico había estado en la oficina aprendiendo el oficio durante un año antes de la guerra. Cada mañana habían salido de casa juntos; habían regresado en el mismo tren. ¡Y qué felicitaciones había recibido por ser su padre! No era de extrañar; se desenvolvía maravillosamente. En cuanto a su popularidad con el personal, todos los empleados, hasta el viejo Macey, no se cansaban de alabarlo. Y no era en absoluto un mimado. No, él siempre con su carácter despierto y natural, con la palabra adecuada para cada persona, con aquel aire juvenil y su costumbre de decir: «¡Sencillamente espléndido!».
 Pero todo eso había terminado, como si nunca hubiera existido. Había llegado el día en que Macey le había entregado el telegrama con el que todo su mundo se había venido abajo. «Sentimos profundamente informarle que...» Y había abandonado la oficina destrozado, con su vida en ruinas.
 Hacía seis años, seis años... ¡Qué rápido pasaba el tiempo! Parecía que había sido ayer. El jefe retiró las manos de la cara; se sentía confuso. Algo parecía que no funcionaba. No estaba sintiéndose como quería sentirse. Decidió levantarse y mirar la foto del chico. Pero no era una de sus fotografías favoritas; la expresión no era natural. Era fría, casi severa. El chico nunca había sido así.
 En aquel momento el jefe se dio cuenta de que una mosca se había caído en el gran tintero y estaba intentando infructuosamente, pero con desesperación, salir de él. ¡Socorro, socorro!, decían aquellas patas mientras forcejeaban. Pero los lados del tintero estaban mojados y resbaladizos; volvió a caerse y empezó a nadar. El jefe tomó una pluma, extrajo la mosca de la tinta y la depositó con una sacudida en un pedazo de papel secante. Durante una fracción de segundo se quedó quieta sobre la mancha oscura que rezumaba a su alrededor. Después las patas delanteras se agitaron, se afianzaron y, levantando su cuerpecillo empapado, empezó la inmensa tarea de limpiarse la tinta de las alas. Por encima y por debajo, por encima y por debajo pasaba la pata por el ala, como lo hace la piedra de afilar por la guadaña. Luego hubo una pausa mientras la mosca, aparentemente de puntillas, intentaba abrir primero un ala y luego la otra. Por fin lo consiguió, se sentó y empezó, como un diminuto gato, a limpiarse la cara. Ahora uno podía imaginarse que las patitas delanteras se restregaban con facilidad, alegremente. El horrible peligro había pasado; había escapado; estaba preparada de nuevo para la vida.
 Pero justo entonces el jefe tuvo una idea. Hundió otra vez la pluma en el tintero, apoyó su gruesa muñeca en el secante y mientras la mosca probaba sus alas, una enorme gota cayó sobre ella. ¿Cómo reaccionaría? ¡Buena pregunta! La pobre criatura parecía estar absolutamente acobardada, paralizada, temiendo moverse por lo que pudiera acontecer después. Pero entonces, como dolorida, se arrastró hacia delante. Las patas delanteras se agitaron, se afianzaron y, esta vez más lentamente, reanudó la tarea desde el principio.
 Es un diablillo valiente -pensó el jefe- y sintió verdadera admiración por el coraje de la mosca. Así era como se debían de acometer los asuntos; ésa era la actitud. Nunca te dejes vencer; sólo era cuestión de... Pero una vez más la mosca había terminado su laboriosa tarea y al jefe casi le faltó tiempo para recargar la pluma, y descargar otra vez la gota oscura de lleno sobre el recién aseado cuerpo. ¿Qué pasaría esta vez? Siguió un doloroso instante de incertidumbre. Pero ¡atención!, las patitas delanteras volvían a moverse; el jefe sintió una oleada de alivio. Se inclinó sobre la mosca y le dijo con ternura: «Ah, astuta cabroncita». Incluso se le ocurrió la brillante idea de soplar sobre ella para ayudarla en el proceso de secado. Pero a pesar de todo, ahora había algo de tímido y débil en sus esfuerzos, y el jefe decidió que ésta tendría que ser la última vez, mientras hundía la pluma hasta lo más profundo del tintero.
 Lo fue. La última gota cayó en el empapado secante y la extenuada mosca quedó tendida en ella y no se movió. Las patas traseras estaban pegadas al cuerpo; las delanteras no se veían.
-Vamos -dijo el jefe. ¡Espabila! Y la removió con la pluma, pero en vano. No pasó nada, ni pasaría. La mosca estaba muerta.
 El jefe levantó el cadáver con la punta del abrecartas y lo arrojó a la papelera. Pero lo invadió un sentimiento de desdicha tan agobiante que verdaderamente se asustó. Se inclinó hacia delante y tocó el timbre para llamar a Macey.
-Tráigame un secante limpio -dijo con severidad- y dese prisa. -Y mientras el viejo perro se alejaba con un paso silencioso, empezó a preguntarse en qué había estado pensando antes. ¿Qué era? Era... Sacó el pañuelo y se lo pasó por delante del cuello de la camisa. Aunque le fuera la vida en ello no se podía acordar.

Katherine Mansfield