domingo, 27 de mayo de 2012

Gama uno


“Me levanto. El despertador sigue sonando. Lo apago. Luego la ducha caliente y entonces desayuno. La ropa limpia, planchada de anoche, impecable. La calle. Saludo a la vecina. Como siempre, apenas responde. Tomo la locomoción, el paradero repleto. Todos desesperados. Miro el reloj, el jefe se va a enojar, me va a retar, lo sé. Subo entre empujones. Trayecto soporífero, tengo sueño, hay un taco. Las conversaciones no son muy amistosas. Bajo de la locomoción. Tomo el metro. Y ahora estoy aquí.”

         Fabián hacia memoria de todos los pasos que había dado para estar en ese vagón del metro. Apretado, con sudor, nervioso. En cualquier momento un pasajero bajaría en la próxima estación, pero entrarían siete. Fabián gustaba de hacer diariamente ese inventario de su vida. Le ayudaba a soportar los minutos de tedio. Alrededor, las personas le miraban extraño. Entre ellas, se miraban ajenas.
         El vagón abrió sus puertas. La manada entró de sopetón impidiendo a varios bajar. Entre los nuevos pasajeros iban dos guardias del metro. Observaron a Fabián y sonrieron entre sí. El metro se detuvo en el túnel. Un ambiente de sofocación y ahogo. Una madre le puso en la boca un inhalador a su hijo. Miró a Fabián. Este torció el cuello, ruborizado. Los pasajeros apretaban sus cuerpos unos contra otros. Fabián estaba aferrado en las puertas que no se abren. El vagón seguía sin avanzar.
         -“Señores pasajeros, el motivo de la detención se debe a que el vagón de adelante aún no parte de la estación”

         Sentenció una voz fingida, notablemente aprendida de un libreto. Los guardias no dejaban de mirar a Fabián. Este se incomodó y volteó la cabeza para otro lado. El niño volvió a usar el inhalador. Los parlantes dejaron escapar un mensaje lleno de interferencias. Los guardias tomaron sus comunicadores.
         -Atención, Gama uno

         Los guardias se miraron con complicidad. Del comunicador de uno de ellos escapó una risa nerviosa. El niño dejó caer su inhalador. Este fue a perderse entre un mar abisal de piernas gruesas y adustas.
         -“Atención, Gama uno; atención”- el mensaje ahora salía por los parlantes y escondía en la esquina de su vibración, un tono de cansancio.

         Fabián se sentía agotado. Miradas extrañas. Una madre buscando un inhalador. Jóvenes que llegarían tarde a clases. Roces, calor, sudor. Una señora miró con desesperación, parecía ahogarse. Los guardias no le despegaban la mirada a Fabián.
         -“Atención, Gama uno. Se necesita en la oficina de atención al cliente de estación Plaza Egaña a Fabián Ortega”

         Todos se miraron consternados. Por primera vez escuchaban en el metro un mensaje que iba más allá del clásico: “Atención, cuidado con el cierre de puertas”. Se había filtrado hacia el común de la humanidad un secreto desde los servicios de información del metro. Los comunicadores de los guardias chirriaron. Fabián sudó. La tibieza de las gotas hizo contacto con la blusa de una pasajera. La mujer colocó un rostro de horror. Fabián se llevó la mano hacia el bolsillo. Sacó su carnet de identidad:
         -Ortega, Fabián- rezaba la cédula.

         Al ver su carnet se convenció de quién era. “Fabián Ortega”: se repitió a sí mismo su nombre varias veces. ¿No hubiese sido fantástico que esa vecina a quien él siempre saludaba, sin recibir una adecuada respuesta, estuviese en ese vagón para escuchar su nombre?
         -“Atención, Gama uno. Se necesita a Fabián Ortega en las oficinas de atención al cliente en estación Plaza Egaña…”- los parlantes escurrían el mensaje entre los mortales. El vagón seguía detenido. La manada sudaba, se aterrorizaba, se cansaba.

         -¿Qué está pasando, Dios mío? ¿Por qué demora tanto esto?- una señora de edad estaba a punto de desmayarse. Dirigió esta pregunta hacia los guardias. Los hombres sonrieron dando una mueca. El niño del inhalador sintió escalofríos.
         -No se preocupe, señora. Así es el procedimiento… Así es- la respuesta de uno de los guardias se repitió como un eco en la mente de Fabián.
         -“Atención, Gama uno”

         Los hombres, entonces, se olvidaron de la anciana y volvieron a dirigir sus miradas hacia Fabián. Él, quien yacía aferrado a las puertas selladas; él, que estaba confundido entre la multitud, entre la manada, entre el mar de sudores; él, quien era menospreciado por una vecina, ahora, en el metro, sentía que el momento, el destino, eran suyos.
         Fabián se atrevió. Su voz vibró entre el mare mágnum de pasajeros, viajando por el cuerpo de cada integrante del vagón varado hasta perderse en los túneles de los oídos de los guardias.
         -Señores… Señores guardias… Yo… Yo me llamo Fabián Ortega

         Los guardias esbozaron algo que no era una sonrisa sino mucho más arcano. Uno de ellos iba a decir algo pero el otro lo calló con un topón en el brazo. Este contestó:
         -Entonces esté atento… La estación que viene es Plaza Egaña.

         De pronto, se sintió un sonido agudo escapar por los parlantes. Un roce entre los engranajes del vagón anunció que el metro partiría. La madre encontró el inhalador. La anciana estaba con la boca abierta, miraba ida, perdida, desorientada. El sudor de Fabián en la blusa de la mujer creó una imagen, un dibujo, un mensaje, algo muy parecido a lo expresado en la sonrisa de los guardias. El metro partió ligero y se detuvo en la estación Plaza Egaña. Fabián hizo a un lado a la manada y salió corriendo del vagón.
         -Déjenme pasar- les dijo con orgullo y arrogancia a quienes obstruían su paso- Me necesitan

         Atravesó la salida, la frontera entre los andenes y la boletería, y buscó la oficina de atención al cliente. Al encontrarla se le subió la sangre al rostro.
         -Con permiso- dijo cohibido, sujetando la puerta.

         Dentro, había un par de ejecutivos tras una mesa con un computador. Frente a ellos un hombre con una tarjeta de identificación adosada en un bolsillo, hablaba con un fuerte vozarrón. La voz tibia de Fabián los sacó de sus asuntos con molestia.
          -Hola, disculpen… Escuché el mensaje… Necesitan a Fabián Ortega, ¿no cierto? ¿Lo necesitan?- Fabián escurrió su mano en el bolsillo para sacar la cédula de identidad.
          -Ah, sí, sí… Pero ya estoy aquí- contestó el hombre del vozarrón. Fabián soltó su cédula que cayó muda en el bolsillo. Sacó la mano vacía.

         El hombre del vozarrón mostró su tarjeta de identificación:
         -Fabián Ortega, técnico en mantención de maquinaria
         -Bueno… Adiós- Fabián dio la vuelta y se apresuró en volver a subir al metro.

         Pasó su tarjeta por los torniquetes. Sonó una alarma:
         -No tengo saldo
Y fue a hacer la fila en la boletería para poder unirse a la manada una vez más.

Rodrigo Torres Quezada