La
soledad eximia de soledades
se
arrima a la cabeza ecuménica de los individuos.
Somos
la sal del mar, que sin nuestra carne espiritual,
las
olas caerían desmayadas como gritos deslenguados,
de
la vida que va más allá de parado haber nacido.
Porque
en las huellas va el cáliz de las plantas,
y
al abrir nuestros brazos
el
sol fecunda árboles en las venas universales.
Entonces
por la ruta del destino imaginario vamos descifrándonos,
torciendo
el espacio, lanzando las piedras más tristes al éter,
gesticulando
el carisma perdido, primario, ahora moderno,
de
nuestros siglos que laten con la fuerza del HOMBRE
tendido
en el horizonte como signo sagrado,
brillando
con dioses de cuarzo, vastedades, premisas personales abiertas.
¡Hacer
del nacimiento un saludo ajeno abierto!
Las
cosas, gestos; a las muertes y danzas del pasado.
Tú,
que te viste con temor en los espejos,
con
los pies crujiendo atentos, en el desvarío de la tierra.
Deshace
silencios y misterios,
que
el jardín más noble viste las flores de la humana verdad.
Rubén Montaña