martes, 10 de abril de 2012

Los canallas (Capítulo 6)


Cuando todo terminó, Jimbo tuvo la impresión de que la entrevista se había desarrollado dentro de sus previsiones, después de que les aclarara un par de cosillas.  El fiscal del estado de Michigan, Richard Corneale, participaba de la reunión, para evitar que Jimbo tuviera que declarar dos veces. También estaba el fiscal federal, John R. Drumwald, el dueño y señor, el que dirigía el espectáculo, a quien asistían dos lameculos a los que llamaba sus asesores. Jimbo, el centro de atención, se sentó en una cómoda silla de cuero, frente a la cual había una mesa con una grabadora y, a pocos metros, una estenógrafa con el pelo canoso matizado de azul. No dejaban nada al azar.
El salón era gigantesco, por cierto; el más grande que Jimbo había visto, con excepción  de algún almacén.  El techo tendría unos seis metros de alto, como mínimo, y las paredes estaban recubiertas de paneles de madera de cabo a rabo. Un escritorio monumental se apoyaba contra la pared, cerca de la ventana, para que Drumwald pudiese apoyar sus pies encima y contemplar el horizonte de rascacielos. Por lo que vio sobre el escritorio, no tenía
nada más que hacer: a excepción de un teléfono, estaba limpio. Corneale estaba sentado en algo parecido a las sillas tapizadas que se ven en las funerarias. El gran boss y sus asesores daban vueltas, se paseaban por la sala, y le hacían preguntas a bocajarro, que quedaban debidamente registradas, tanto por la grabadora como por la vieja funcionaria.
De vez en cuando, los tres se retiraban a un rincón para cotorrear, hablando con rápidos
susurros que Jimbo lograba oír, pero no entender.   Su primer problema fue que los tipos no querían oír nada sustancioso. Insistió en darles elementos para que comprendieran cómo funciona la mente criminal, pero lo único que les preocupaba era la legalidad de su trabajo. Habría preferido que fuera Chris Haney quien se hiciera cargo del interrogatorio. Chris le habría preguntado «¿Has cometido algún delito durante tu investigación?», a lo que Jimbo habría levantado una ceja, se habría encogido un poco de hombros y le habría contestado «Bueno, solo los imprescindibles, hay que ganarse la confianza de esos, ya sabes». Y luego le habría sonreído, a la espera de ver cómo se las apañaba Chris con aquella patata caliente.
 Pero no podía hacer eso con aquellos tipos. Lo mirarían raro y le dirían que contestara a las preguntas con frases cortas y claras. Sin adornos retóricos. Y así lo 1o había hecho, aunque tentado estuvo de mandarlos a la mierda. Sólo una vez se soltó de la lengua, cuando Drumwald se acarició el bigote y le preguntó si alguna vez había mantenido relaciones sexuales con alguna de las prostitutas de los gánsteres.
 –¿Qué entiende usted por relaciones sexuales?
 Corneale sofocó una carcajada, pero Drumwald se abalanzó sobre la grabadora y
la paró. Después, le dijo a la estenógrafa que eliminara el comentario. Se volvió hacia
Jimbo con el rostro rojo y descompuesto de ira.
 –¿Entiende el alcance de su investigación, detective Marino?
 –No se imagina lo jodidamente bien que entiendo el alcance de la investigación.
Era mi puto culo el que exponía. 
–Es una orden, Marino, escuche con atención. No debe responder a ninguna
pregunta con fanfarronadas ni volver a usar palabras malsonantes en esta sala. ¿Me ha entendido, Marino?
 –Detective sargento Marino, señor –contestó Jimbo. Y agregó–: Y quiero decirle algo. No tiene por qué meter las narices en mi vida sexual. Estoy aquí para dar cuenta
de mi trabajo. Si quiere ponérmelo difícil, me iré de paseo con el señor Corneale hasta el Ayuntamiento, le contaré todo a él, y usted tendrá que presentarse ante el Gran Jurado sin información.
 Volvió a sentarse en su silla de cuero y miró con rabia a los tres hombres  vestidos con sus ternos de Brooks Brothers, cuyos rostros estaban lívidos. Los tres se apiñaron para otra jadeante conferencia y Jimbo miró a Corneale, que hizo algo sorprendente. Le guiñó un ojo.
 Por fin, Drumwald volvió a la escena, paseándose de un extremo a otro por delante de la silla de Jimbo. 
 –Detective sargento Marino, cada pregunta que le hacemos está destinada a protegerlo a usted tanto como a nosotros. Los abogados defensores, en especial los abogados defensores que Barboza se puede pagar, no se detendrán ante nada si pueden difamarnos. Debemos saberlo todo. ¿Lo ha entendido?
 –Sí, señor.
 Drumwald se distendió un poco. Ya eran colegas. 
 –Después de todo, estamos del mismo lado.
 Jimbo tenía en la punta de la lengua la respuesta: «¡Qué coño vamos a estar del mismo lado!». Pero los fiscales federales tenían la mala costumbre de presentarse para gobernadores.
 –Sí, señor.
 Drumwald puso en marcha la grabadora.
 –Detective sargento Marino, durante el transcurso de sus investigaciones, ¿en algún momento mantuvo relaciones sexuales con las prostitutas de los gánsteres?
 –No, señor –respondió Jimbo, con la sensación haberse follado a sí mismo en ese instante.
 Respondió a las preguntas durante toda la mañana, relató con precisión los crímenes e insistió en la legalidad de los aparatos de escucha preparados por Gizmo, instalados con órdenes judiciales firmadas por el juez Chris Haney. Contestó a las preguntas que le hacían y dejó fuera todo la sustancia. Todos los descubrimientos de interés.
 Como cuando Barboza salía de copas con sus putas finas cubiertas de brillantes pagados por él, a las que les aguantaba todas las tonterías. Para luego volver a casa y tratar a su mujer peor que a un animal.
 O cuando tenía que escuchar veinte veces seguidas I Left My Heart in San Francisco en versión de Tony Bennett. Los gánsteres les daban monedas a sus amiguitas para que alimentaran la gramola y les decían que pasaran la misma canción una y otra vez. Siempre Sinatra o Bennett, a veces Louis Prima o Keely Smith.  O la noche en que Barboza, para tener contenta a una de sus putitas, le pidió que bailara con ella. Y cuando luego Jimbo la llevó de vuelta a la mesa, y le preguntó a Barboza por qué no había salido él a la pista y Barboza robó sin vergüenza una frase de Frank Costello: «Los hombres duros no bailan». Jimbo entonces se rió, el tipo era demasiado transparente. Y después le contó que James Cagney y George Raft eran capaces de gastar una buena alfombra. O Ray Danton. Barboza lo miró extrañado y le preguntó: «¿Ray qué?».
Mientras testificaba con soltura, casi de carrerrilla, pensaba en todo eso y se impacientaba por contar lo sustancial a alguien. A Chris, a Gizmo, incluso a Lettierri, si le mejoraba el humor y salía a tomar un par de copas con él, como acostumbraban a hacer antes. Antes de que Lettierri se volviera tan estrecho.
 No hubo recesos hasta el mediodía; hasta que los tres abogados estiraron los brazos sonriendo: un trabajo bien hecho, el de esa mañana. Con la grabadora apagada y la dama del estenógrafo en la puerta, yéndose a tomar su almuerzo, Drumwald dijo lo que provocó la segunda disputa del día.
 –Por supuesto, Marino, le pondremos agentes del servicio de seguridad para su
protección.
 Pero esa vez fue Jimbo quien ganó la discusión.
 Le dijeron que estuviera de vuelta a las dos en punto. Jimbo sintió cierta admiración por unos tipos que se tomaban dos horas para almorzar. ¡Joder!, cuando patrullaba las calles, se consideraba afortunado si podía comer una salchicha en el coche mientras vigilaba a algún descarriado. Se subió al ltd y condujo directamente hasta Morrie Mages Sports, entró, eligió lo que necesitaba y pagó con su visa. Guardó los paquetes en el maletero y después se comió un bocata de ternera empanada acompañado de coca-cola y patatas fritas en Tomanuchi’s.
 Se había habituado a vivir como ellos: dormía hasta que le daba la gana, pasaba la noche fuera, descansaba la mayor parte del día. Entró en un Walgreen’s y compró un paquete de No-Doz, esas píldoras que te despiertan. Habría preferido atiborrarse de cafeína con café de verdad, pero ya había irritado bastante a los poderosos y no quería pasarse la tarde yendo a los retretes. Aparcó y entró en el Edificio Federal, le compró el periódico a una ciega que tenía la concesión del kiosco, preguntándose cómo coño hacía para distinguir el valor del billete que uno le entregaba. Sin vacilar, ella le dio los setenta y cinco centavos de cambio. Asombroso. Subió en el ascensor hasta las oficinas del fiscal federal y se tragó, sin agua, tres pastillas de No-Doz. Se sentó en la silla que tenía asignada y empezó a leer el periódico. Buscó entre las noticias la que daría cuenta de los arrestos de la última noche en la obra en construcción de Beglund, pero no encontró nada. Era obvio que había ocurrido demasiado tarde para entrar en los titulares de la primera edición.
 A las dos menos diez, entró Corneale, sonriente, frotándose las manos, y le lanzó otro guiño. Jimbo asintió, cortés. Los fiscales estatales tenían la mala costumbre de hacerse alcaldes. Y los alcaldes dirigían los departamentos de policía.
 –Me gusta su estilo –dijo Corneale.
 –Gracias –contestó Jimbo.
 A Corneale le impresionaba que, antes del almuerzo, Jimbo hubiera acoquinado al político más influyente y poderoso del distrito. Pocos lo habían logrado antes y, menos, un poli.
 –Ya era hora de que alguien pusiera en su lugar a ese cretino que va de sobrado.
 Jimbo se inclinó hacia adelante en su silla hasta que escasos centímetros
separaron su cara de la de Corneale.
 –Señor Corneale…
 Y el tío volvió a sorprenderlo:
 –Llámeme Richie.
 –Richie. Oiga, en esta sala podría haber micrófonos.
 Corneale lo miró con extrañeza.
 –¡Qué dice! ¿No está usted un poco paranoico?
La sesión de la tarde fue breve y más política. De entrada, lo único que les interesaba era la validez de las órdenes judiciales. Jimbo repetía una y otra vez que el juez Chris Haney había estudiado personalmente cada una de las peticiones, las había aprobado, y ratificado la orden. Luego, se centraron en cómo Jimbo había logrado contactar con el hampa.  Todo había empezado –les contó– con Franchetti, un gánster que quiso
abuenarse con Dios en su lecho de muerte mientras le aplicaban la extremaunción. Con
su último aliento, le susurró a Barboza: «Jimbo es como un hijo para mí». 
 Drumwald asintió y aceptó la versión. Se podía sostener porque Franchetti era cadáver. Nadie podía ponerle pegas ni hacerle preguntas aunque hubiera cintas grabado el acontecimiento. Sólo él y Lettierri sabían lo que había pasado, y ninguno de los dos pensaba decir esta boca es mía.
 Fueron a ver a Franchetti con suficientes pruebas como para condenar al único hijo de Vinnie y dejarlo fuera de juego al menos quince años. Le preguntaron si quería que el chico se pudriera en la cárcel mientras su mujer y sus nietos se veían obligados a recurrir a los subsidios de la seguridad social. El único hijo, el que se haría cargo del negocio de la familia y aseguraría que la viuda de Vinnie pasara tranquila sus últimos años. Vinnie no había cedido ante incalculables argumentos; el viejo quería estirar la pata tan desalmado como había vivido, pero Jimbo y Lettierri por fin lo acorralaron y la presentación se hizo escasas semanas antes de que el viejo tuviera que rendir cuentas con su hacedor.
 Nada de todo esto se le podía escapar a Jimbo en la sala. Se lo podía contar a Chris, o a Gizmo. Pero los calzonazos que tenía delante no apreciarían la belleza de la historia. Eran miopes.
 Drumwald, de golpe, con la grabadora en marcha y la estenógrafa picoteando las teclas, le preguntó si por alguna razón creía que la investigación se había puesto en marcha como consecuencia de una estratagema política de la alcaldesa.  Jimbo casi se cae de la silla. Vio que Llámeme Richie Corneale se sobresaltaba y que la barbilla se le hundía en el pecho. Era demasiado, aun para los que estaban al corriente del odio amargo que se profesaban la alcaldesa y Drumwald. Jimbo le contestó que, en su opinión, la investigación se había iniciado solo para dejar fuera de juego a una piara de cerdos que hacía su agosto con el crimen. Había desprecio en su voz, el resentimiento de quien se siente utilizado como una herramienta política para sacarle punta a la carrera de algún gilipollas ambicioso.
 –Eso es todo, detective Marino –concluyó Drumwald.
 Jimbo miró el reloj: eran las dos y veintitrés minutos. ¿Veintitrés minutos para la
sesión de la tarde? De pronto, tuvo conciencia de que algo andaba mal, espantosamente
mal.
 Condujo hacia la central de policía, en 11 y State, preguntándose por qué coño se habían tomado dos horas para almorzar para después volver a trabajar menos de media hora. Algo apestaba, pero no tenía tiempo de pensar en eso. Oficialmente, no volvería a su trabajo hasta después de testificar ante el Gran Jurado, y faltaba casi una semana para el próximo lunes. Pero tenía que ir a la oficina, tenía que ponerse al corriente de los arrestos de la noche anterior. Su corona de gloria. 

Eugene Izzi