Dejad que mane de mi corazón de lobo sentimental una oración que varias veces ha subido hasta mis labios durante estos días. ¡Deja que, por lo menos una vez, rece por todos los imbéciles del mundo!
“Dieu m´a fait un coeur, á moi comme á tous
autres, hélas! Il s´est amusé. le Seigneur, á mettre du feu dans la glace”.(Dios me ha dado un corazón
como a todos los demás. ¡Ay! El señor se ha divertido poniendo fuego dentro del
hielo)
Me veo obligado a odiar tantas cosas, que en mi pecho
se ha formado una desmesurada
provisión de amor, y no sé cómo gastarla. ¿Por qué no he de dedicar una buena
parte de ella a aquellos que no pueden amarme?
No hay ninguna ley que prohíba
tener piedad de los felices. Y vosotros, imbéciles de mi alma, sois felices,
tremendamente felices. Vuestra felicidad es tal que me da miedo y tiemblo por
vuestra vida futura, porque no se prometió el cielo a los beatos de la Tierra.
Se compadece, y con frecuencia, a
los ricos, a los reyes y a los enamorados, ¿y nadie debería compadeceros a
vosotros, que sois ricos de seguridad, reyes absolutos de la opinión,
enamorados sin rival de vosotros mismos? ¿No deberá ningún alma delicada
implorar para vosotros una chispa de aquella llama que se agitó sobre las
cabezas de los discípulos después de la Resurrección?
Nuestra edad llevaría un excesivo
cargamento de vergüenza por los siglos si nadie rezara por vosotros. No podría
vivir tranquilo ni un día más si no saliera de mí, precisamente de mí, un acto
de contrición, una pública prueba de afecto. No hagáis caso de las apariencias,
dilectos imbéciles. Yo no os desprecio, y ni tan sólo os odio. Me esfuerzo por
consideraros como hermanos. Fui como vosotros sois, y tal vez alguno llegará a
donde estoy. Estáis muertos para la inteligencia, como yo estoy muerto para la
imbecilidad. No debéis vanagloriaros demasiado de ello, como no me vanaglorio
yo. La imbecilidad tiene cosas buenas: proporciona la paz con uno mismo y con
los demás, y, por añadidura, la paz pública, privada y espiritual. Es un bien
en sí misma, un bien universalmente buscado y elogiado, y que puede ocupar el
sitio de muchos otros. Pero tampoco os vanagloriéis de no comprender. Os
aseguro que también la inteligencia tiene sus cosas buenas, y que entender con
lucidez y profundidad, y ver nuevas relaciones entre las ideas, y descubrir los
hechos bajo las palabras procura tal alegría que no sé compararla a ninguna otra.
Existen, es cierto, los tormentos que acompañan a todo esfuerzo; existe el
miedo a las sorpresas impensadas; existen los peligros de las ideas fijas, de
los entusiasmos, de los frenesíes… Son cosas que vosotros, venturosos
imbéciles, no habéis conocido en vuestra existencia catalogada, y en las que no
deseo que caigáis, especialmente si no tenéis sobre los hombros una de aquellas
cabezas atlánticas que pueden soportar a un mundo entero.
Pero la voluptuosidad de la
inteligencia lo compensa todo. ¡Si supierais cómo somos felices también
nosotros mirándoos a los ojos, escuchando vuestros discursos, leyendo vuestros
artículos y vuestros libros! (Ya que los imbéciles no son los ignorantes, que
no hacen nada y llevan a cabo honestamente su papel en la oficina terrenal. Los
imbéciles son el peligroso puente entre el bruto y el genio, y se ocupan de
todo, pero con más frecuencia y gusto de “arte y literatura”). Vosotros no
tenéis idea de nuestro goce, y cuando lleguéis a envidiárnoslo, ya no seréis
imbéciles, ya que vosotros sois felices precisamente porque no conocéis nuestra
felicidad, porque no concebís que pueda haber otra felicidad fuera de vuestra
satisfacción holgazana, de vuestro sano equilibrio intelectual. No sufrís
porque creéis que lo poseéis todo. Estáis tranquilos en vuestra muerte porque
no os imagináis que hay un cielo sobre las losas blancas de vuestros
cementerios. Cuando escucháis pasos sobre las lápidas o un canto lejano del que
no se perciben las palabras, creéis que se trata de gente que, por despecho, no
quiere dejaros dormir, y ni tan sólo suponéis que hay otros hombres por encima
de vosotros, en medio de la luz del día, que aman las hojas de los árboles, los
rayos del sol y de los ojos, y que no os conocen.
¿Por qué no he de tener piedad de
vuestra suerte? ¿A mí qué me importa si os reís antes que los demás de este
amor puro y platónico? Sois necesarios a la Humanidad y a nosotros
mismos, y nos permitimos estaros
agradecidos. Sin vosotros no existiría sombra para nuestra luz; no habría punto
de referencia para nuestra medida; no habría piedra de toque para nuestra obra,
si no estuviera rodeada de vuestra desaprobación, nos parecería insípida y
banal como un elogio.
Tenemos necesidad de vosotros.
Sois las víctimas de nuestro placer y el subsuelo de nuestra grandeza. Habéis
naufragado para que nosotros pudiéramos emerger; os rebajáis para que podamos
subir. Permitidme que rece por vuestra alma, imbéciles convencidos e
innumerables.
Cuando os contemplo sentados a la
mesa de un café bien iluminado –vuestras caras tienen necesidad de mucha luz–;
cuando os miro por las calles o en los teatros, en las tiendas o en los
tranvías, se apodera de mí una ternura grande e invencible y tengo que
esforzarme para reprimir la tentación de echaros los brazos al cuello y de
besaros las manos. En aquellos momentos mi piedad es realmente infinita y debo
esconderla bajo la más brutal dureza para no humillaros más de lo necesario.
Cuando pienso en lo que os falta y os faltará durante toda la vida, en las
emociones que no sentís, en los aspectos de las cosas que no advertís, en las
verdades que no aferráis, en la belleza que se os escapa y en el valor que os
falta, yo, que no tengo las lágrimas fáciles, tendría, en serio, ganas de
llorar. Yo sé que pasáis por el mundo sin intuirlo en su diversidad y solidez;
sin pararos a contemplar aquellas mínimas cosas que son las mayores en el
hemisferio de la poesía; sin penetrar ni en el alma de vuestras mujeres ni en
las de vuestros compañeros, y ni aun en la vuestra, en vuestra infinitamente
pequeña alma. Yo sé que el genio puede pasar junto a vosotros vivo, en carne y
hueso, en palabras y espíritu, y que vosotros no lo veis, que no sois capaces
de verlo, de acercaros a él, de hablarle, de ir con él, de dejar padre y madre
y todo bien despreciable para seguirle al infierno de sus placeres prohibidos.
Yo sé que cuatro, cinco, diez ideas os bastan para toda la vida, os sirven para
todos los usos cotidianos, para el día y para la noche, para la amante y para
el peluquero, para hablar y para escribir, para levantaros por la mañana y para
iros a la cama por la noche, y que en vuestro cerebro, sin ventanas por el lado
del cielo, no tienen derecho de entrada más que las verdades que han llegado a
ser lugares comunes y las ideas que, a fuerza del uso, se han vuelto
imbecilidades. Yo sé, y lo sé con matemática certidumbre, que pensáis con el
pensamiento de los otros, que veis con los ojos de los otros, que juzgáis con
el juicio de los que os son extraños y que vuestras admiraciones y vuestros
entusiasmos se dirigen solamente a aquellas cosas que alguno de vosotros selló
repetidamente con el sucio sello de la fama más infame.
Yo sé todo esto –y todavía más
cosas, que no digo por dignidad–, ¿y no debería compadeceros sinceramente desde
lo más profundo de mi corazón? No creáis que soy malo y que me entrené en el
sarcasmo. Os amo porque sois el necesario contrapeso de la minoría, y en mi
piedad no hay ningún sobreentendido. Yo os amo, cobardemente, porque tengo
miedo de vuestra proximidad. Hay horas en mi vida, tremendas, en que me parece
viajar con unos pocos exploradores por en medio de mil tribus salvajes, en el
centro de un continente donde el fetiche es toda la filosofía y el canibalismo
la última palabra de amor. Pero esta sensación atroz no dura. Sois inofensivos
incluso en la crueldad. Vuestros rostros estupefactos no hacen bien: son
perpetuos reclamos para la vigilancia, para ese esfuerzo hacia la grandeza que
es nuestro único deber. Sois extraños a la poesía –¡qué bien se está!–, y por
eso os falta imaginación y no sabéis los secretos de las torturas cerebrales.
Vuestras palabras –incluso cuando escarnecen y niegan– son el acompañamiento
necesario a nuestro canto de guerra y nos espolean hacia el peligro de la
refriega más que las breves órdenes de nuestros capitanes. ¡Nos hacéis tanto
bien sin querer! ¡Qué sabor tiene vuestro desprecio! ¡Cómo agita y excita
vuestro odio! Despreciadnos y odiadnos cada vez más, con más ímpetu, con más
constancia; vuestro reproche es nuestra salvación y vuestra execración el
filtro que nos hace más jóvenes. Estamos aquí dispuestos a recibir vuestros
golpes; esperamos vuestros escupitajos como aspersiones benditas, e invocamos
vuestras heridas como prendas de redención.
Permitidme, pues, que rece por
vosotros, imbéciles preciosos y deseables, por lo menos una vez. Yo no sé
cuáles son las palabras que os pueden gustar y las gracias que buscáis, pero
alabo y celebro al Señor para que os dé lo que pedís y para que todos vuestros
deseos sean escuchados sin dilación.
Menos uno, sin embargo: que
vuestra beata imbecilidad se transforme en afanosa inteligencia. En tal caso,
¿cómo podría envidiaros y complaceros con el mismo latido de mi corazón
incoherente? ¿Acaso no os volveríais parecidos a mí y por eso –en un cierto
sentido– rivales y adversarios? Tal como ahora sois, me parecéis perfectos,
verdadero sostén de la
Humanidad que viste y calza e indispensable adorno de las
ciudades civilizadas. Si los sabios son la sal de la Tierra, vosotros sois
aquello a lo que es necesario salar, y la sal perdería todo su valor sin
vuestra insipidez. Continuad, seguid, insistid, obstinaos en la imbecilidad.
¡No traicionéis vuestro destino y nuestra esperanza!
En este momento estamos
perfectamente tranquilos, casi podemos vivir: sabemos perfectamente que miráis
y no sabéis leer; que habláis y no decís nada; que escucháis y no entendéis;
que gritáis y ningún eco os responde; que camináis y permanecéis siempre en el
mismo sitio; que calláis y no consentís; que intentáis matar y resucitáis. Ese
espectáculo sería agudamente doloroso si fuerais conscientes de todas esas
imposibilidades. Pero vuestra misma imbecilidad –manantial de tantas desdichas–
es la que os salva. Estáis seguros y sois petulantes, como nosotros no sabemos
ni osamos ser; estáis de tal manera satisfechos de vuestro juicio y de vuestra
perspicacia, que no hay un soplo de duda o golpe de desmentida que haga temblar
vuestros pies de barro; estáis enraizados en el seno de su hermano, hundidos en
el lodo, en la profundidad terrosa, próximos a las galerías de los topos y de
las sabias hormigas. Y las tempestades pasan sobre vuestras cabezas sin
deshaceros el peinado.
Y por esto, porque sois tan
felices en vuestra infelicidad y porque gozamos tanto al ver vuestra innocua
infelicidad, queremos elevar una plegaria para vuestra perpetua conservación. A
todos los tontos, memos, estúpidos, ignorantes e imbéciles del Universo, ¡salud
e inmortalidad!
Giovanni Papini
de Virilidad