Un día, así empiezan las bellas
historias, me di cuenta que Nueva York no tiene cielo ni, por supuesto, luna.
Ni estrellas, a no ser las de Hollywood. Muchas veces quise admirar la luna,
por ejemplo, desde los jardines de
Riverside o del Central Park. Inútil. ¿A tanto ha llegado el “materialismo” de este pueblo que ha logrado pasarse sin la
luna, aunque no sin las influencias lunáticas? Y la explicación es simple: la
soberbia iluminación de los rascacielos y los avisos luminosos lo llenan todo y
apenas si permiten en el cielo el paso de la sombra del zepelín gris cuya cinta
giratoria anuncia una nueva marca de automóvil o una nueva pasta dentífrica.
Los aviones se sienten, pero no se ven. La luz se comba y se oculta el cielo y
mirar hacia arriba es como fijar la vista en el sol.
Y yo que quería luna. Me era imposible borrar la
imagen de la luna chilena sobre las ciudades –terriblemente obscuras, por
cierto– y sobre los campos y llanuras
donde las lágrimas celestes siguen siendo el pan nocturno de los románticos y
de los otros. Si, yo quería luna. Era una necesidad, una sed, una obsesión.
“¿Es que no hay luna en Nueva York?”, interrogué, a1 fin, a Miss Greta
Lilenfield, en cuyos ojos hay una buena parte del firmamento. “iOh! the
moon, the moon... No sé. Vaya al Planetarium”.
No quedé conforme. Recurrí, entonces, a Mlle. Claire Bouvier. Ella, como buena
canadiense y de sangre francesa, algo debía saber de la luna. “iOh!” dijo.
“Sigue usted tan fou como cuando
llegó. Vaya a1 Planetarium”. Por ese entonces me encontré con el chileno Luis
Enrique Délano y, por supuesto, entre grandes recuerdos sobre Chile, le deje
caer mi preocupación por la luna neoyorquina. “Anda a New Jersey o a1
Planetarium”, fue su respuesta.
Y tuve que ir a1 Planetarium. Hasta ahí me había
resistido a esa idea, porque imaginaba que allí se encontraría con una serie de
aparatos técnicos, telescopios, astrolabios, planos celestes, descripciones de
los textos de astronomía, etc. Es decir, todo eso que a menudo disminuye el
encanto sideral e impide, en verdad, sentir la
proximidad de la “música de las esferas”. Pero yo estaba equivocado.
“Cincuenta céntimos por entrar al cielo”, me dije. “No
está mal. En todas partes se paga mucho más por un cielo bastante
problemático”. Y empecé a admirar las pinturas murales de Charles R. Knight.
Estupendas, llenas de símbolos y mitos y en una de las cuales el dios Sol cruza el cielo seguido
de las diosas estrellas. Más allá están
los Seis Hermanos, que hoy llamamos las Pléyades o las Seis Hermanas,
debido, tal vez, a nuestro afán por la verdad biológica. Y luego el Pájaro del
Trueno, a1 que los indios veían surgir
del bosque de la tempestad. Y no
lejos de ahí la aurora, a cuyo alrededor los hombres danzan corriendo a
la noche.
Naturalmente,
me detengo también delante del
gran retrato de Mr. Charles Hayden (1870- 1937), el generoso benefactor
del Museo de Historia Natural de Nueva York y fundador del Planetarium. Y al
instante me enfermo de Chile. ¿Cómo no veré allí, en alguna fundación “no
practica”, el retrato de un compatriota
que se haya desprendido de
algunos millones, siquiera para no ser uno mas en el tránsito terrestre?
Nunca. Y es lo que me duele. Pero... Yo
ando de visita a1 cielo. Quiero luna, quiero estrellas, quiero cometas,
y no pensamientos infelices. No es, todavía, la hora del “show”, y la espero
junto a las vitrinas donde funciona la mecánica celeste fantásticamente
acondicionada por electricidad. Allí están, en función permanente, las fases de
la luna, con su pie1 llena de cicatrices y viruelas; el recorrido de las
estrellas y planetas; la vida, pasión y muerte de los cometas; el reino del
sol, el de “la mirada terrible”; el nacimiento de las tempestades; la fuga
errante de los meteoros; el proceso de los eclipses. Y, naturalmente, los
astrolabios, los telescopios, los compases, los relojes de sol, la mecánica
toda de que se sirve la astronomía para recordarle a1 hombre que es un pobre objeto
en el vacío sin fin.
Y se abren las
puertas mágicas para entrar
a1 cielo. Y me deslizo entre un centenar de personas que, como yo,
quieren olvidar la miseria terrestre y vivir un poco de eternidad en el único
cielo posible.
Un anfiteatro, y en el centro un gran aparato
proyector. Los asientos cómodos, demasiado cómodos para un viaje de esa
naturaleza. De pronto resuena la música: un leve coro de Bach, un pasaporte
para el cielo. De pronto vuelve la vista todo el mundo: ha entrado el profesor,
un joven astrónomo de mirada vaga y lejana, a causa, sin duda, de una
existencia habituada a los secretos caminos siderales. (…)
Rosamel del Valle