Al día siguiente, me desperté
sudoroso con todo el cuerpo mojado; presa de violenta fiebre. Al pronto, no
tuve clara conciencia de lo que me había ocurrido; miré en torno a mí con
extrañeza, me sentí completamente transformado, no me reconocí a mí mismo.
Tocaba mis brazos y mis piernas, me quedé estupefacto al ver la ventana en
aquella pared y no en la otra; oí el piafar de los caballos en el patio como si
procediera de arriba. Realmente, estaba enfermo.
Mis
cabellos, mojados y fríos, me caían por la frente; me levanté, apoyándome en un
codo y miré la almohada; también en ella había muchos cabellos mojados. Durante
la noche, se me habían hinchado los pies
dentro de los zapatos, pero no me dolían; sólo no podía mover los dedos.
Como
decaía el día y empezaba a menguar la claridad, me levanté y empecé a andar
por la habitación. Intenté andar a pasos pequeños, cuidando de guardar el
equilibrio separando mis pies lo más posible. No sufría mucho y no lloraba, ni,
a pesar de todo, estaba triste; por el contrario, me sentía maravillosamente
satisfecho; en aquel momento no se me ocurría que nada pudiera ser distinto de
lo que era.
Después
salí.
Lo
único que me molestaba un poco era, a pesar de mi repugnancia por la comida, el
hambre que tenía. Comencé a sentir de nuevo un apetito escandaloso, un profundo
y feroz deseo de comer, que aumentaba sin cesar. Me roía implacablemente el
estómago, donde se realizaba un trabajo silencioso, extraño. Me parecía llevar
en él una veintena de gusanos que volvían la cabeza a un lado y roían un poco,
volvían la cabeza al otro lado y roían otro poco, permanecían un instante
tranquilos, volvían a su trabajo y se abrían un camino sin ruido y sin prisa,
dejando espacios vacíos por donde pasaban...
No
estaba enfermo, sino agotado, y comencé a transpirar. Me dirigía al Gran
Mercado, a descansar un poco; pero el camino era largo y difícil. Por fin
llegué a una esquina de la plaza y de la calle del Mercado. El sudor me corría
por los ojos empañando mis gafas, segándome. Detuve mis pasos para enjuagarme
un poco. No sabía a punto fijo dónde me hallaba, ni pensaba en nada; a mi
alrededor había un alboroto espantoso.
De
pronto, suena un grito a mi lado, una advertencia fría, cortante. Oigo el
aviso, adivino su significado; nerviosamente doy un salto de costado, un paso,
tan rápido como lo permiten mis flacas piernas. Un monstruo, que no es más que
el carro de un panadero, pasa a mi lado, y su rueda roza mi americana; si me
hubiera apresurado más, habría salido completamente indemne. Hubiera podido ir
más listo, haciendo un poco de esfuerzo; ya no había remedio; sentí dolor en
uno de mis pies, como si me rompieran los dedos; por decirlo así, los sentí
apretados dentro del zapato.
El
panadero detuvo a los caballos con todas sus fuerzas y se volvió en su asiento,
preguntando aterrado qué me ha sucedido. ¡Oh! Podía haber sido algo peor...
Aquello no era grave..., no creía haberme roto nada... ¡Oh! Por favor.
Me
arrastré hasta un banco como pude. El grupo de curiosos que me rodeó,
manteniendo la vista fija en mí, me desconcertaba. Realmente, no era un golpe
mortal; dentro de todo estuve de suerte, ya que era necesario que ocurriese la
desgracia. Lo peor era que mi zapato se había estropeado, tenía la suela completamente
arrancada. Levanté el pie, y vi sangre por la hendidura. ¡Bah! Nadie tenía la
culpa de aquello; el hombre no se había propuesto agravar mi triste estado; se
le veía muy apesadumbrado. Hasta creo que me habría dado uno de los panecillos
que llevaba en el carro si se lo hubiera pedido. De seguro me lo hubiera dado
con alegría. ¡Que Dios le conceda la dicha en recompensa, adonde quiera que
vaya!
Tenía
un hambre cruel, y no sabía cómo poner término a mi feroz apetito. Me senté de
un lado y luego del otro, en el banco, y apoyé el pecho en las rodillas. Cuando
oscureció, me arrastré hacia el Depósito.
Dios
sabe cómo llegué hasta allí... y me senté en la esquina de la balaustrada.
Arranqué uno de los bolsillos de mi americana, y empecé a masticarlo -sin
ninguna idea fija, desde luego- con aspecto sombrío, con la mirada fija ante
mí, sin ver; aparte esto, no advertía nada.
De
repente se me ocurrió bajar a los puestos del Mercado de la Carne, que estaba cerca,
para procurarme un pedazo de carne cruda. Me levanté, salvé la balaustrada,
fui hasta el otro extremo del tejado del Mercado y bajé al nivel de los
mostradores, grité al pie de la escalera, haciendo un ademán de amenaza, como
si hablara con un perro que se quedaba arriba, detrás de mí. Descaradamente me
dirigí al primer dependiente que encontré.
Tenga
usted la amabilidad de darme un hueso para mi perro -dije-. Nada más que un
hueso, aunque esté bien pelado; es sólo para que tenga algo que llevarse a la
boca.
Me dio
un hueso, un magnífico hueso, al que se adhería algo de carne, y me lo guardé
en el bolsillo. Di las gracias al hombre tan calurosamente, que me miró
asombrado.
-No
hay de qué -me dijo.
-No
diga usted eso -balbucí-; es usted muy amable.
Subí.
Mi corazón latía con fuerza.
Me
metí en el callejón de los Herreros, tan lejos como pude ocultarme, y me detuve
ante la puerta carcomida de un patio sin luz. Completa oscuridad reinaba a mí
alrededor; empecé a morder la carne del hueso.
No era
agradable, despedía un nauseabundo olor de sangre vieja, y me dio vómito en
seguida. Hice una nueva tentativa. Si pudiera retener un trocito de carne,
produciría su efecto. Probé de nuevo, pero me dieron bascas. Me enfurecí, mordí
violentamente la carne, arranqué un pedacito y lo tragué a la fuerza. De nada
me sirvió. Tan pronto los pedazos se calentaban en mi estómago, ascendían.
Apreté locamente los puños, lloré de desesperación, y mordí como un poseído;
tanto lloré, que el hueso se mojó de lágrimas; vomité, juré y mordí cada vez
más fuerte; oré como si mi corazón fuera a romperse, y vomité otra vez. En voz
alta amenacé a todas las potencias del mundo con las penas del infierno.
Silencio.
Ni un ser humano en las cercanías, ni una luz, ni un ruido. Llego al colmo de
la sobreexcitación, respiro pesada y ruidosamente, lloro y rechino los dientes
cada vez que tengo que devolver los trozos de carne que quizá me hubieran
reanimado un poco. No consiguiendo nada, a pesar de todas mis tentativas,
arrojo el hueso contra la puerta. Lleno del más impotente odio, transportado
de furor, dirijo violentamente al cielo peticiones y amenazas.
Nadie
me contesta.
Knut Hamsun