sábado, 10 de septiembre de 2011

Bahnhof Zoo


Existen únicamente dos textos que nos hablen de los días que los shandys pasaron en el submarino alquilado por el príncipe Mdivani. Uno de ellos, el escrito por el propio príncipe, no es de fiar, pues se trata de un simple y absurdo delirio, ya que se em­peña en describirnos un viaje del submarino al fin del mundo cuando en realidad el Bahnhof Zoo -no se movió, ni podía moverse, del puerto de Dinard, en Bretaña, pues no era más que una antigualla béli­ca: restos del primer conflicto mundial que, antes de ser alquilados por el príncipe, habían sido utiliza­dos como restaurante chino. El otro texto, el cua­derno de navegación del pintor Paul Klee, es mucho más fiable, aunque al final se extravía y se deja llevar por una vena lírica que ensombrece los datos histó­ricos reales.
Como dije, el texto de Mdivani es puro delirio. Ignoro si fue porque estaba obsesionado por fasci­nar a sus lectores o simplemente quería hacer renta­ble su inversión económica, pero en cualquier caso lo cierto es que el príncipe se inventó un divertido pero, a todas luces, improbable viaje de aventura que se iniciaba en Zanzíbar y acababa en el fondo del mar del Nunca Jamás. He aquí una breve muestra del notable delirio del príncipe: «Navegando hacía Balboa bajo la luna llena contra la marea menguante, las nubes como huesos de caballa, Hércules imprecisos, crepúsculos malvas, terribles para los enajenados viajeros. La costa panameña parece el país de Gales».
En cuanto a Paul Klee creo que hay que agra­decerle su esfuerzo por informar y hay que perdonarle su extravío final, que es más producto de su repentino descubrimiento de la poesía que de otra cosa. Además, tiene el detalle de extraviarse tarde, lo que nos permite enterarnos prácticamente de casi todo lo que deseábamos saber acerca del Bahnhof Zoo, y, por otra parte, las páginas de su extravío son hermosas y a mí me gusta creer literalmente lo que en ellas expresa: esa imagen, por ejemplo, de la pobre Muerte visitando el submarino...
Klee empieza su cuaderno de navegación expli­cando de dónde surgió el nombre de Bahnhof Zoo. Nos dice que, en el Berlín de la época, el punto de en­cuentro más conocido de la ciudad era Bahnhof Zoo; debajo del reloj que presidía ese lugar, podía verse, a todas horas, una multitud de personas aguardan­do a sus amores o amistades. Para el príncipe Mdivani, Bahnhof Zoo era el nombre más adecuado para su viejo submarino, pues en Berlín y bajo ese reloj (fabricado en Zurich por una empresa llamada Nave de los locos) aguardó más de una vez a una mujer fatal que acabó haciéndole terriblemente des­dichado y empujándole a la decisión de consolarse alquilando un submarino estático para que se di­virtieran sus amigos portátiles.
Por otra parte, la palabra Zoo evocaba la bíblica Arca de Noé, tan parecida al submarino, pues nunca como en esta ocasión hubo tanta variedad de fieras portátiles reunidas. Junto a los históricos asistentes a la fiesta de Viena, embarcaron a última hora gen­te tan peculiar como Marianne Moore, Cyril Connoly, Carla Orengo, Ezra Pound, Josephine Baker, Jacobo Sureda, Erich von Stroheim, el joyero Rozanes y Ossip Mandelstam, entre otros, así como un pintoresco capitán de barco que afirmaba llamarse Missolonghi y que no era otro que Robert Walser, que, tras haber pasado años bordeando la locura, había finalmente caído al abismo de la demencia.
«Este tal Missolonghi —escribe Paul Klee— lle­vaba una chaqueta forrada de piel con el cuello vuel­to hacia arriba; una gorra azul, y un aspecto colosal con su perfil ganchudo contra la escotilla; siempre estaba enfadado con los que él creía que eran los estibadores; continuamente les gritaba maldiciones y órdenes en un incomprensible idioma.»
Esos que él creía estibadores eran, en realidad, un grupo de poetas ingleses, amigos del joyero Rozanes y grandes admiradores de la poesía de Baudelaire, que se encargaban de velar por el correcto funcionamiento del salón Macao, un lujoso fuma­dero de opio que imitaba a un palacio noruego sa­queado y que constituía, junto a un teatro de marionetas, uno de los mayores atractivos del Bahnhof Zoo.
El salón Macao, presidido por una inmensa brú­jula de origen chino, fue el escenario del incidente entre Rita Malú y Carla Orengo cuando, al enterarse ésta de que la otra también estaba enamorada de Picabia, aguardó a que la Malú estuviera en plena ensoñación de opio para dejarla sin cabellera, la ca­beza completamente rapada. Fue todo un escán­dalo, un grave incidente al que pronto se añadió otro: Max Ernst, que estaba en secreto enamorado de la Orengo, cayó en una locura pasajera que le condujo a escribir al rey Alfonso XIII de España ofreciéndole los servicios amorosos de Josephine Baker, al tiempo que le proponía entrar a formar parte de «una sociedad secreta o perímetro portátil que deja libre, en el centro mismo del lenguaje, una gran playa de imaginación, sin más llave que su juego». La carta fue interceptada a tiempo por Henri Michaux que logró que Max Ernst recuperara la cordura a base de hablarle de la locura shandy de hacer aquel viaje inmóvil en el fondo del mar.
Henri Michaux estaba convencido de que sumer­girse en las profundidades del puerto de Dinard de­bía entenderse como un viaje hacia abajo. Y para Michaux bajar era abismarse en lo que nos sustenta, era desfondar el fundamento que nos subyace; según él, cuando bajamos a lo que realmente está abajo perdemos nuestros puntos de referencia, y quienes tienen la audacia de bajar radicalmente comprue­ban cómo lo de arriba pasa a ser lo que les cubre; al tiempo que lo abierto, en un lugar cerrado (como el Bahnhof Zoo, por ejemplo), pasa a cobrar una lejana indeterminación opaca.
Pero no todos los shandys, al sumergirse en bus­ca del salón de opio, cayeron en la cuenta de las perspectivas que se les habían abierto en las profun­didades. Para muchos, aquello era una exótica pero simple bajada a un fumadero en el fondo del mar, y poca cosa más; hasta que comprendieron que se trataba de un movimiento instintivo que, en reali­dad, se acoplaba o podía acoplarse perfectamente con el sentimiento portátil y, además permitía, por pura paradoja, la continuación del viaje shandy, ya que se trataba nada menos que de inmovilizarse en lo que está abajo para poder así poder recobrar ple­namente la movilidad en lo que está arriba.
«Fueron aquellos —nos dice Paul Klee— días de gran excitación y mucho humo. Ningún portátil, si­guiendo consignas previas, olvidó entrar con un bas­tón en el Bahnhof Zoo, destacando muy especial­mente el de César Vallejo, que era de caoba y que, a cierta altura, se hinchaba y le aparecían dos pezones. No era más que un bastón, pero, en aquel punto, brus­camente se feminizaba. Tanto nos fascinó el bastón de Vallejo que, junto al piano del salón Macao, lo in­corporamos al escudo heráldico de los shandys.»
Bastón y piano protagonizaron también un poe­ma de César Vallejo que, escrito a bordo del Bahnhof Zoo, ha sido hasta ahora considerado como un texto sumamente hermético cuando, en realidad, es una sugerente y diáfana aproximación al viaje estático, hacia abajo y hacia dentro, del opio portátil:
«Este bastón es un piano que viaja para dentro, / y hacia abajo, / con saltos alegres. / Luego medita en ferrado reposo, / clavado con diez horizontes. / Adelanta. Arrástrase bajo túneles, / más allá, bajo túneles de dolor, / bajo vértebras que fugan natu­ralmente. / Otras veces van sus trompas, / lentas ansias amarillas de vivir, / van de eclipse, / y se espulgan pesadillas insectiles, / ya muertas para el trueno, heraldo de los génesis. / Piano oscuro, ¿a quién atisbas con tu sordera que me oye, con tu mudez que me asorda? / Oh, pulso misterioso.»
Colette, Cocteau, Várese y Antheil, siempre por riguroso turno, pulsaban con tristeza las teclas del piano del salón Macao, un lugar a todas horas muy concurrido. Pero sucedió que Antheil se enamoró de Pola Negri y tuvo que ser sustituido por Erik Satie. Y es que, en su afán de conquistar a la mujer fatal, Antheil empezó a realizar estudios oceanográficos, sumergirse en las aguas profundas con una escafan­dra, catalogar moluscos desconocidos, etc. Cualquier actividad, con tal de llamar la atención.
Pola Negri, que inicialmente mostró una absoluta indiferencia hacia el activo músico, acabó apiadán­dose de él cuando vio que caía enfermo, y, entonces, recordando su condición de mujer fatal, comenzó a cortejarle en su lecho de resfriado. Durante unos días, compartieron la misma litera en el salón Ma­cao. Hasta la tarde en que él, de pronto, comenzó a notar que ella estaba aquejada de un extraño mal. Ella sí que era, en realidad, una enferma, pues no sabía amar. Y el agua la mataba. Eso reveló a todos los portátiles que no sólo ellos estaban condenados. También las mujeres fatales lo estaban. Al detectar, ya en pleno ocaso y agonía de la sociedad  secreta, la presencia de ese mal, de esa extraña enfermedad que, a su vez, revelaba la presencia del agua, de la nada y de la muerte, George Antheil quedó visiblemente conmocionado, y dijo: «Que rara es una muerta.» Muerta por agua, añadiría yo, parafraseando a T. S. Eliot y a sus versos de homenaje a la desapa­rición de Pola Negri. En el fondo (del mar y de sus conciencias), todos homenajearon esa muerte, del mismo modo que a ninguno se le escapó que también los odradeks estaban aquejados de aquel extraño mal. En una ensoñación de opio, Paul Klee asegura haber visto a su odradek salir volando de la litera y, envuelto en una nube de humo malva, huir del Bahnhof Zoo, bucear hacia Saint Malo, sentarse en la tumba de Chateaubriand, y allí, al pie de un ancla azul dibujada sobre la pared encalada, observar el paso de los veleros para posteriormente sacar un revólver del bolsillo, llevárselo a la boca y apretar el gatillo. «Por un momento —escribe Paul Klee—, si­guió el odradek viendo la tumba, el resplandor del mar y los veleros. Pero poco después, todo, incluso él, se desvaneció en el ocaso bretón.»
Esta historia, entre otras muchas, pasó a ser re­presentada en el teatro de marionetas del salón Malabar del submarino. Todos los shandys recordaban aquel célebre arranque del Wilhelm Meister de Goe­the, en el que éste cuenta cómo se introdujo en el maravilloso mundo del espectáculo de la mano de un portátil teatro de marionetas que su padre le regala­ra en temprana ocasión. Por ello, no podía faltar en el Bahnhof Zoo el fascinante universo del títere.
Las marionetas valían, para los portátiles, como metáfora de un ser feliz y en movimiento cuya ac­ción no dependía de su propia conciencia. Les ser­vían también para postular las bases de un peregri­nar sabio entre los riscos del saber y la alta luz de la gracia. Y les servían asimismo para contarse con­tinuamente historias, placer esencial de todo viaje.
Alguna de estas historias tenían un especial inte­rés, como la que representaba René Daumal que, va­liéndose de un viejo armario, reflexionaba en torno a la muerte de la literatura. Su espectáculo concluía con estas sabias palabras, pronunciadas por un mu­ñeco que pretendía ser el fantasma de la Ópera: «Y es que si bien se mira, la literatura vivirá mientras alguien que se disponga a escribir una simple car­ta dude unos instantes acerca de la manera de hacer verosímil lo que se propone decir en ella. Y en el peor de los casos, aun suponiendo que la gente deje de escribir cartas, la literatura no morirá mientras los poetas, además de escribir, sepan leer. Es decir, señoras y señores: Los poetas no morirán, precisa­mente porque mueren».
La muerte, el lenguaje de la muerte, el lenguaje y la muerte del lenguaje eran los temas más socorridos en las representaciones del Malabar. Y cuan­do les llegó la noticia de la desaparición en Palermo de Jacques Rigaut, la escenificación de la muerte de éste, por parte de Georgia O'Keefe, pasó a ser una de las favoritas del público portátil.
Era una representación narrada de forma cruel y despiadada, pues aparecía en escena un Jacques Rigaut que desvariaba y acababa arrastrándose grotes­camente en un colchón que parecía una canoa, pataleando ante la muerte. Algo desagradable e in­justo, lo que acabó generando reacciones en contra, destacando muy especialmente la de Federico García Lorca que, sin haber conocido personalmente a Ri­gaut, decidió asumir su defensa y escenificó una de las más bellas funciones de marionetas que se vie­ron en el Bahnhof Zoo.
Trasladó García Lorca la acción de Palermo a Granada, concretamente al Alhambra Hotel, donde un Rigaut, pálido y andaluz, vivía lúdicamente su muerte mientras contemplaba el trágico zapateado de unas píldoras bailarinas, cuyo rutilante azul ce­gaba a todos los espectadores. Tras la deslumbrante y barbitúrica danza de la muerte, aparecía en esce­na un aparato eléctrico, inventado por el propio Lorca, cuya misión consistía en irradiar, en cuanto entraba en funcionamiento, un espeluznante frío, de gran intensidad. Justo en ese momento, y mien­tras los espectadores sólo pensaban en cómo abri­garse, caía el telón sobre el que Lorca había pintado una infinita avenida de arena amarilla. En primer plano, en el origen de la avenida, podía verse a una marioneta sudanesa, una mendiga negra de greñas grisáceas que cantaba Nessum Dorma, al tiempo que ejercía el arte de la adivinación, anunciando el ne­gro futuro de la conjura shandy.     
Otra de las más interesantes funciones de mario­netas corría a cargo de Stephan Zenith, que conver­tía a los títeres en transformistas y les hacía repre­sentar, con notable brevedad e ingenio, los hechos más extraordinarios de las más selectas biografías shandys. Para cada hecho, un disfraz diferente. Todo a una gran velocidad, digna de Frégoli. Seis o siete escenas para cada biografía, pues la vida —lo sien­to— no da para mucho más.
Tras esas veloces transformaciones, se llegaba a la escena final, y ésta era idéntica para todos: Apa­recía un esqueleto con guadaña y, aparentando que andaba sin buscar a su víctima pero sabiendo, en el fondo, que andaba para encontrarla, en cuanto tropezaba con ella, segaba de cuajo la vida abrevia­da del portátil.
Nunca faltaban para esa escena los aplausos, tris­tes y resignados, de los espectadores. Y es que si algo se había ido haciendo ostensible, allí a bordo del Bahnhof Zoo, era que la conjura podía, en cual­quier momento, entrar en su agonía, pues la Muerte parecía estar estrechando ya su cerco.
La pobre y desvalida Muerte. «Entró en el sub­marino —comenta Klee— pero salió por piernas, asustada. Y se fue a navegar en tierra firme, por una senda de estremecedoras rocas bretonas.» Esta­mos al final del cuaderno de bitácora de Klee, cuando éste, no queriendo ser muy explícito a la hora de abordar las causas por las que el viaje inmóvil llegó a su término, recurre a una imaginería poética para informarnos de que, pese a ser visitados por la Muerte, lograron asustarla y así retrasar el inicio de la agonía de la heroica conjura.
A mí siempre me ha gustado creer literalmente lo que Paul Klee nos cuenta al término de su cuaderno de navegación. Siempre me ha gustado creer que, en efecto, la Muerte llegó de madrugada, con su esque­leto y su guadaña, curiosa por ver qué era lo que sucedía allí en el submarino. Tres sorpresas le aguar­daban. La primera fue descubrir que allí, en el Bahnhof Zoo, todo recordaba a aquella espléndida des­cripción de Livio acerca de la destrucción de Alba Longa y de cuando los habitantes de esa ciudad va­gaban por sus calles, despidiéndose de las piedras. La segunda de las sorpresas fue ver que en el fondo del mar llovía y «caía densa una lágrima que, derra­mándose parsimoniosa y como fantasma de sí mis­ma, simulaba extinguirse con vago ademán de olvi­do, en un mar razonable, donde la lluvia era lenta y oblicua, y lo que lloraba era prosa...».
En cuanto a la tercera sorpresa fue grande, y puso en fuga a la pobre y desvalida Muerte. A ésta se le ocurrió entrar en el salón Malabar, y allí descubrió su condición de marioneta. Se la vio tomar asiento y, antes de huir aterrada, fumar opio, sudar a ma­res y, como una espectadora más, aguardar impa­ciente a que terminara la última escena para ave­riguar si había algo más después de ella. 

Enrique Vila-Matas