Existen
únicamente dos textos que nos hablen de los días que los shandys pasaron en el
submarino alquilado por el príncipe Mdivani. Uno de ellos, el escrito por el
propio príncipe, no es de fiar, pues se trata de un simple y absurdo delirio,
ya que se empeña en describirnos un viaje del submarino al fin del mundo
cuando en realidad el Bahnhof Zoo -no se
movió, ni podía moverse, del puerto de Dinard, en Bretaña, pues no era
más que una antigualla bélica: restos del primer conflicto mundial que, antes de ser alquilados por el príncipe, habían sido
utilizados como restaurante chino. El otro texto, el cuaderno de
navegación del pintor Paul Klee, es mucho más
fiable, aunque al final se extravía y se deja llevar por una vena lírica
que ensombrece los datos históricos
reales.
Como dije,
el texto de Mdivani es puro delirio. Ignoro si fue porque estaba obsesionado
por fascinar a sus lectores o simplemente quería hacer rentable su inversión
económica, pero en cualquier caso lo cierto es que el príncipe se inventó un
divertido pero, a todas luces, improbable viaje de aventura
que se iniciaba en Zanzíbar y acababa en el fondo del mar del
Nunca Jamás. He aquí una breve muestra del notable delirio del príncipe:
«Navegando hacía Balboa bajo la luna llena contra la marea menguante, las nubes
como huesos de caballa, Hércules imprecisos, crepúsculos malvas, terribles para
los enajenados viajeros. La costa panameña parece el país de Gales».
En cuanto a
Paul Klee creo que hay que agradecerle su esfuerzo por informar y hay que
perdonarle su extravío final, que es más producto de su repentino
descubrimiento de la poesía que de otra cosa.
Además, tiene el detalle de extraviarse tarde, lo que nos permite
enterarnos prácticamente de casi todo lo que deseábamos saber acerca del
Bahnhof Zoo, y, por otra parte, las páginas
de su extravío son hermosas y a mí me gusta creer literalmente lo que en
ellas expresa: esa imagen, por ejemplo, de la pobre Muerte visitando el
submarino...
Klee
empieza su cuaderno de navegación explicando de dónde surgió el nombre de
Bahnhof Zoo. Nos dice que, en el Berlín de
la época, el punto de encuentro más
conocido de la ciudad era Bahnhof Zoo; debajo del reloj que presidía ese
lugar, podía verse, a todas horas, una multitud de personas aguardando a sus
amores o amistades. Para el príncipe Mdivani, Bahnhof Zoo era el nombre más
adecuado para su viejo submarino, pues en Berlín y bajo ese reloj (fabricado en
Zurich por una empresa llamada Nave de los locos) aguardó más de una vez
a una mujer fatal que acabó
haciéndole terriblemente desdichado y empujándole a la decisión de consolarse
alquilando un submarino estático para que se divirtieran sus amigos portátiles.
Por otra parte, la palabra Zoo evocaba la bíblica Arca de Noé, tan
parecida al submarino, pues nunca como en esta ocasión hubo tanta variedad de
fieras portátiles reunidas. Junto a los históricos asistentes a la fiesta de
Viena, embarcaron a última hora gente tan peculiar como Marianne Moore, Cyril
Connoly, Carla Orengo, Ezra Pound, Josephine Baker, Jacobo Sureda, Erich von
Stroheim, el joyero Rozanes y Ossip Mandelstam, entre otros, así como un
pintoresco capitán de barco que afirmaba llamarse Missolonghi y que no era otro
que Robert Walser, que, tras haber pasado años bordeando la locura, había
finalmente caído al abismo de la demencia.
«Este tal Missolonghi —escribe Paul Klee—
llevaba
una chaqueta forrada de piel con el cuello vuelto hacia arriba; una gorra azul, y un aspecto colosal con su perfil
ganchudo contra la escotilla; siempre estaba enfadado con los que él creía que
eran los estibadores; continuamente les gritaba maldiciones y órdenes en un
incomprensible idioma.»
Esos que él creía estibadores eran, en realidad, un grupo de poetas
ingleses, amigos del joyero Rozanes y grandes admiradores de la poesía de
Baudelaire, que se encargaban de velar por el correcto funcionamiento del salón
Macao, un lujoso fumadero de opio que imitaba a un palacio noruego saqueado y
que constituía, junto a un teatro de marionetas, uno
de los mayores atractivos del Bahnhof Zoo.
El salón
Macao, presidido por una inmensa brújula de origen chino, fue el escenario del
incidente entre Rita Malú y Carla Orengo cuando, al enterarse ésta de que la
otra también estaba enamorada de Picabia, aguardó a que la Malú estuviera en plena
ensoñación de opio para dejarla sin cabellera, la cabeza completamente rapada. Fue todo un escándalo, un grave
incidente al que pronto se añadió
otro: Max Ernst, que estaba en secreto enamorado de la Orengo, cayó en una locura
pasajera que le condujo a escribir al rey Alfonso XIII de
España ofreciéndole los servicios amorosos
de Josephine Baker, al tiempo que le proponía entrar a formar parte de
«una sociedad secreta o perímetro portátil que deja libre, en el centro mismo
del lenguaje, una gran playa de imaginación, sin más llave que su juego». La
carta fue interceptada a tiempo por Henri Michaux que logró que Max Ernst
recuperara la cordura a base de hablarle de la locura shandy de hacer aquel
viaje inmóvil en el fondo del mar.
Henri Michaux estaba convencido de que sumergirse
en las profundidades del puerto de Dinard debía entenderse como un viaje hacia
abajo. Y para Michaux bajar era abismarse en lo que nos sustenta, era desfondar el fundamento que nos subyace;
según él, cuando bajamos a lo que realmente está abajo perdemos nuestros
puntos de referencia, y quienes tienen la audacia de bajar radicalmente comprueban
cómo lo de arriba pasa a ser lo que les cubre; al tiempo que lo abierto, en un
lugar cerrado (como el Bahnhof Zoo, por ejemplo), pasa a cobrar una lejana
indeterminación opaca.
Pero no
todos los shandys, al sumergirse en busca del salón de opio, cayeron en la
cuenta de las perspectivas que se les habían abierto en las profundidades.
Para muchos, aquello era una exótica pero simple bajada a un fumadero en el
fondo del mar, y poca cosa más; hasta que comprendieron que se trataba de un
movimiento instintivo que, en realidad, se acoplaba o podía acoplarse
perfectamente con el sentimiento portátil y, además permitía, por pura
paradoja, la continuación del viaje shandy, ya que se trataba nada menos que de
inmovilizarse en lo que está abajo para poder así poder recobrar plenamente la
movilidad en lo que está arriba.
«Fueron
aquellos —nos dice Paul Klee— días de gran excitación y mucho humo. Ningún
portátil, siguiendo consignas previas,
olvidó entrar con un bastón en el Bahnhof Zoo, destacando muy especialmente
el de César Vallejo, que era de caoba y que, a cierta altura, se hinchaba y le aparecían dos pezones. No era más que un bastón, pero, en aquel punto,
bruscamente se feminizaba. Tanto nos fascinó el bastón de Vallejo que, junto al piano del salón Macao, lo
incorporamos al escudo heráldico de los shandys.»
Bastón y
piano protagonizaron también un poema de
César Vallejo que, escrito a bordo del Bahnhof Zoo, ha sido hasta ahora
considerado como un texto sumamente hermético cuando, en realidad, es una
sugerente y diáfana aproximación al viaje estático, hacia abajo
y hacia dentro, del opio portátil:
«Este
bastón es un piano que viaja para dentro, / y hacia abajo, / con saltos
alegres. / Luego medita en ferrado reposo, / clavado con diez horizontes. /
Adelanta. Arrástrase bajo túneles, / más allá, bajo túneles de dolor, / bajo
vértebras que fugan naturalmente. / Otras veces van sus trompas, / lentas
ansias amarillas de vivir, / van de eclipse, / y se espulgan pesadillas
insectiles, / ya muertas para el trueno, heraldo de los génesis. / Piano oscuro,
¿a quién atisbas con tu sordera que me oye,
con tu mudez que me asorda? / Oh, pulso misterioso.»
Colette,
Cocteau, Várese y Antheil, siempre por riguroso turno, pulsaban con tristeza
las teclas del piano del salón Macao, un lugar a todas horas muy concurrido. Pero sucedió que Antheil se enamoró
de Pola Negri y tuvo que ser sustituido por Erik Satie. Y es que, en su
afán de conquistar a la mujer fatal, Antheil empezó a realizar estudios oceanográficos,
sumergirse en las aguas profundas con una
escafandra, catalogar moluscos
desconocidos, etc. Cualquier actividad, con tal de llamar la atención.
Pola Negri, que inicialmente mostró una absoluta indiferencia
hacia el activo músico, acabó apiadándose
de él cuando vio que caía enfermo, y, entonces, recordando su condición
de mujer fatal, comenzó a cortejarle en su lecho de resfriado. Durante unos
días, compartieron la misma litera en el salón Macao. Hasta la tarde en que
él, de pronto, comenzó a notar que ella estaba aquejada de un extraño mal. Ella
sí que era, en realidad, una enferma, pues no sabía amar.
Y el agua la mataba. Eso reveló a todos los portátiles que no sólo ellos
estaban condenados. También las mujeres fatales lo estaban. Al detectar, ya en
pleno ocaso y agonía de la sociedad secreta,
la presencia de ese mal, de esa extraña
enfermedad que, a su vez, revelaba la presencia del agua, de la nada y
de la muerte, George Antheil quedó visiblemente conmocionado, y dijo: «Que rara
es una muerta.» Muerta por agua, añadiría yo, parafraseando a T. S. Eliot y a
sus versos de homenaje a la desaparición de Pola Negri. En el fondo (del mar y
de sus conciencias), todos homenajearon esa muerte, del mismo modo que a ninguno se le escapó que también los odradeks
estaban aquejados de aquel extraño mal. En una ensoñación de opio, Paul Klee
asegura haber visto a su odradek salir volando de la litera y, envuelto en una
nube de humo malva, huir del Bahnhof Zoo, bucear hacia Saint Malo, sentarse en
la tumba de Chateaubriand, y allí, al pie de un ancla azul dibujada sobre la
pared encalada, observar el paso de los veleros para posteriormente sacar un
revólver del bolsillo, llevárselo a la boca y apretar el gatillo. «Por un momento —escribe Paul Klee—, siguió
el odradek viendo la tumba, el resplandor del mar y los veleros. Pero poco
después, todo, incluso él, se desvaneció en el ocaso bretón.»
Esta
historia, entre otras muchas, pasó a ser representada en el teatro de
marionetas del salón Malabar del submarino. Todos los
shandys recordaban aquel célebre arranque
del Wilhelm Meister de Goethe, en el que éste cuenta cómo se
introdujo en el maravilloso mundo del
espectáculo de la mano de un portátil teatro de marionetas que su padre
le regalara en temprana ocasión. Por ello, no podía faltar en el Bahnhof Zoo
el fascinante universo del títere.
Las
marionetas valían, para los portátiles, como metáfora de un ser feliz y en
movimiento cuya acción no dependía de su propia conciencia. Les servían
también para postular las bases de un peregrinar sabio entre los riscos del
saber y la alta luz de la gracia. Y les servían asimismo para contarse
continuamente historias, placer esencial de todo viaje.
Alguna de estas historias tenían un especial interés, como la que representaba René Daumal que, valiéndose
de un viejo armario, reflexionaba en torno a la muerte de la literatura. Su
espectáculo concluía con estas sabias palabras, pronunciadas por un muñeco que
pretendía ser el fantasma de la Ópera: «Y es que si bien se mira, la literatura
vivirá mientras alguien que se disponga a escribir una simple carta dude unos
instantes acerca de la manera de hacer verosímil lo que se propone decir en ella.
Y en el peor de los casos, aun suponiendo que la gente deje de escribir cartas,
la literatura no morirá mientras los poetas, además de escribir, sepan leer. Es
decir, señoras y señores: Los poetas no morirán, precisamente porque mueren».
La muerte,
el lenguaje de la muerte, el lenguaje y la muerte del lenguaje eran los temas
más socorridos en las representaciones del Malabar. Y cuando
les llegó la noticia de la desaparición en Palermo de Jacques Rigaut, la
escenificación de la muerte de éste, por parte de Georgia O'Keefe, pasó a ser
una de las favoritas del público portátil.
Era una
representación narrada de forma cruel y
despiadada, pues aparecía en escena un Jacques Rigaut que desvariaba y
acababa arrastrándose grotescamente en un colchón que parecía una canoa,
pataleando ante la muerte. Algo desagradable e injusto, lo que acabó generando
reacciones en contra, destacando muy
especialmente la de Federico García Lorca que, sin haber conocido
personalmente a Rigaut, decidió asumir su defensa y escenificó una de las más
bellas funciones de marionetas que se vieron en el Bahnhof Zoo.
Trasladó
García Lorca la acción de Palermo a Granada, concretamente al Alhambra Hotel,
donde un Rigaut, pálido y andaluz, vivía lúdicamente su muerte mientras
contemplaba el trágico zapateado de unas píldoras bailarinas, cuyo rutilante
azul cegaba a todos los espectadores. Tras la deslumbrante y barbitúrica danza
de la muerte, aparecía en escena un aparato eléctrico, inventado por el propio
Lorca, cuya misión consistía en irradiar, en cuanto entraba en funcionamiento,
un espeluznante frío, de gran intensidad. Justo en ese momento, y mientras los
espectadores sólo pensaban en cómo abrigarse, caía el telón sobre el que Lorca
había pintado una infinita avenida de arena amarilla. En primer plano, en el
origen de la avenida, podía verse a una marioneta
sudanesa, una mendiga negra de greñas grisáceas que cantaba Nessum Dorma, al
tiempo que ejercía el arte de la adivinación, anunciando el negro futuro de la conjura shandy.
Otra de las más interesantes funciones de marionetas corría a cargo de Stephan Zenith, que convertía
a los títeres en transformistas y les hacía representar, con notable brevedad
e ingenio, los hechos más extraordinarios de las más selectas biografías shandys. Para cada hecho, un disfraz diferente.
Todo a una gran velocidad, digna de Frégoli. Seis o siete escenas para
cada biografía, pues la vida —lo siento— no da para mucho más.
Tras esas
veloces transformaciones, se llegaba a la escena final, y ésta era idéntica
para todos: Aparecía un esqueleto con guadaña y, aparentando que andaba sin
buscar a su víctima pero sabiendo, en el fondo, que andaba para encontrarla, en
cuanto tropezaba con ella, segaba de cuajo
la vida abreviada del portátil.
Nunca faltaban para esa escena los aplausos, tristes
y resignados, de los espectadores. Y es que si algo se había ido haciendo
ostensible, allí a bordo del Bahnhof Zoo,
era que la conjura podía, en cualquier momento, entrar en su agonía,
pues la Muerte
parecía estar estrechando ya su cerco.
La pobre y
desvalida Muerte. «Entró en el submarino —comenta Klee— pero salió por
piernas, asustada. Y se fue a navegar en tierra firme, por una senda de estremecedoras rocas bretonas.» Estamos
al final del cuaderno de bitácora de Klee, cuando
éste, no queriendo ser muy explícito a la hora de abordar las causas por las
que el viaje inmóvil llegó a su término, recurre a una imaginería poética para
informarnos de que, pese a ser visitados por la Muerte, lograron asustarla
y así retrasar el inicio de la agonía de la heroica conjura.
A mí siempre me ha gustado creer literalmente lo que
Paul Klee nos cuenta al término de su cuaderno de navegación. Siempre me ha gustado creer que, en efecto, la Muerte llegó de madrugada, con su esqueleto
y su guadaña, curiosa por ver qué era lo que sucedía
allí en el submarino. Tres sorpresas le aguardaban. La primera fue
descubrir que allí, en el Bahnhof Zoo, todo recordaba a aquella espléndida descripción
de Livio acerca de la destrucción de Alba Longa y de cuando los habitantes de
esa ciudad vagaban por sus calles, despidiéndose de las piedras. La segunda de
las sorpresas fue ver que en el fondo del
mar llovía y «caía densa una lágrima que, derramándose parsimoniosa y
como fantasma de sí misma, simulaba
extinguirse con vago ademán de olvido, en un mar razonable, donde la
lluvia era lenta y oblicua, y lo que lloraba era prosa...».
En cuanto a la tercera sorpresa fue grande, y puso en
fuga a la pobre y desvalida Muerte. A ésta se le ocurrió entrar en el salón
Malabar, y allí descubrió su condición de marioneta. Se la vio tomar asiento y,
antes de huir aterrada, fumar opio, sudar a mares y, como una espectadora más,
aguardar impaciente a que terminara la última escena para averiguar si había
algo más después de ella.
Enrique Vila-Matas