jueves, 20 de enero de 2011

El día de los difuntos (Fragmento de El Azul del Cielo)

Poco a poco, de noche, dejamos de distinguir los campanarios. Al pasar por un lindero, vimos una casa baja, pero amplia, abrigada por plantas trepadoras. Dorothea me habló de comprar aquella casa y de vivir allí conmigo. Entre nosotros ya no había más que un desencanto hostil. Lo sentíamos, éramos poca cosa el uno para el otro, al menos, desde el momento en que no nos encontrábamos sumidos en la angustia. Nos apresurábamos hacia una habitación de hotel, en una ciudad que no conocíamos la víspera. A veces, en la sombra, nos buscábamos. Nos mirábamos a los ojos: no sin temor. Estábamos ligados el uno al otro, pero carecíamos ya de la más ínfima esperanza. En una revuelta del camino se abrió un vacío por debajo de nosotros. Extrañamente, aquel vacío no era menos ilimitado, allí a nuestros pies, que un firmamento estrellado sobre nuestras cabezas. Un sin fin de lucecillas, balanceadas por el viento, celebraban en la noche una fiesta silenciosa, incomprensible. Aquellas estrellas, aquellas velas, se encontraban a centenares, en llamas, por el suelo: el suelo en el que se alineaba la multitud de tumbas iluminadas. Cogí a Dorothea del brazo. Estábamos fascinados por aquel abismo de fúnebres estrellas. Dorothea se pegó a mí. Me besó largamente en la boca. Me abrazó, estrechándome violentamente: era, desde hacía mucho tiempo, la primera vez que se arrebataba. Presurosamente, salimos del camino y, en la tierra labrada, dimos los diez pasos que suelen dar los amantes. Seguíamos estando sobre las tumbas. Dorothea se abrió, yo la desnudé hasta el sexo. Ella misma me desnudó a mí. Caímos sobre la tierra blanda y yo me hundí en su cuerpo húmedo como un arado bien manipulado se hunde en la tierra. Debajo de aquel cuerpo la tierra se abría como una tumba, su vientre desnudo se abrió a mí como una tumba reciente. Estábamos anonadados, haciendo el amor sobre un cementerio estrellado. Cada una de las lucecillas anunciaba un esqueleto en una tumba, formaban así un cielo vacilante, tan turbio como los movimientos de nuestros cuerpos entremezclados. Hacía frío, mis manos se hundían en la tierra: desabroché a Dorothea, ensucié su ropa y su pecho con la tierra fresca que se había quedado adherida a mis dedos. Sus senos, surgidos de la ropa, eran de una blancura lunar. De vez en cuando nos abandonábamos, permitiéndonos temblar de frío: nuestros cuerpos temblaban como pueden hacerlo dos filas de dientes castañeteando una con otra.
El viento hizo en los árboles un ruido salvaje. Yo le dije tartamudeando a Dorothea, yo tartamudeaba, hablaba como un salvaje:
-...mi esqueleto... estás temblando de frío... los dientes te castañetean...
Me había parado, pesaba sobre ella sin moverme, jadeaba como un perro. De pronto estreché sus riñones desnudos. Me dejé caer con todo mi peso. Ella profirió un grito terrible. Apreté los dientes con todas mis fuerzas. En aquel mismo momento resbalamos por un pequeño talud.
Más abajo había un trozo de roca que surgía sobre el vacío. Si no hubiese detenido aquel deslizamiento de una patada, habríamos caído en la noche, y yo bien pudiera haber creído, maravillado, que caíamos en el vacío del cielo. 

Georges Bataille