lunes, 16 de julio de 2012

El coloso de Marusi [Fragmento]


De no haber sido por una muchacha llamada Betty Ryan que vivía en la misma casa que yo en París, nunca hubiera ido a Grecia. Una tarde, ante un vaso de vino blanco, comenzó a charlar sobre sus experiencias de trotamundos. Siempre la escuché con gran atención, no sólo porque sus experiencias eran singulares, sino porque narraba con tal arte que parecía uno estar viviendo lo descrito: sus relatos se grababan en mi mente como si fueran perfectos lienzos pintados de mano maestra. La conversación de esa tarde fue muy peculiar; empezamos hablando de China y del idioma chino, que ella había principiado a estudiar. Pronto nos encontramos en el norte de África, en el desierto, entre gentes de las que nunca había oído hablar. Y luego, de repente, se quedó sola, caminando junto a un río, y la luz era intensa y yo la seguía bajo el sol cegador, pero se perdió y me encontré vagando en una tierra extraña, escuchando un idioma que jamás había oído hasta ese momento. La muchacha no es precisamente una escritora, pero, es de todas formas una artista, ya que nadie ha sabido darme el ambiente de un lugar tan a fondo como ella me lo dio de Grecia. Mucho tiempo después me enteré de que fue cerca de Olimpia donde se perdió, y yo con ella, pero entonces Grecia sólo era para mí un mundo de luz como nunca lo había soñado ni esperaba ver.
Durante meses, antes de tener esta conversación, había estado recibiendo cartas de Grecia,
escritas por mi amigo Lawrence Durrell, quien prácticamente se había domiciliado en Corfú. Sus cartas eran también maravillosas, aunque me parecían un poco irreales. Durrell es poeta y sus cartas eran poéticas; me causaban una cierta confusión porque en ellas la ficción y la realidad, lo histórico y lo mitológico, estaban artísticamente mezclados. Más adelante iba a descubrir por mi propia cuenta que esa confusión es real y no debida enteramente a la facultad poética. Pero en ese tiempo creía que era un pretexto para tentarme a aceptar las repetidas invitaciones que me había hecho de reunirme con él.
Pocos meses antes de estallar la guerra decidí tomarme unas largas vacaciones. Desde hacía tiempo acariciaba la idea de visitar el valle del Dordoña. Así, pues, hice la maleta y cogí el tren para Rocamadour, adonde llegué de madrugada, cuando el Sol estaba a punto de salir y la Luna todavía brillaba resplandeciente. Fue una inspiración la que me llevó a la Dordoña antes de sumergirme en ese brillante y blanquecino mundo griego. Echar un vistazo al negro y misterioso río, en Domme, desde el hermoso risco situado en el extremo de la ciudad, es algo que no se puede olvidar en toda la vida. Para mí este río, esta región, pertenecen al poeta Rainer María Rilke. No es francesa, ni austriaca, ni siquiera europea; es la reglón del encanto en la que se han aventurado los poetas y la que sólo ellos tienen derecho a reivindicar. De este lado de Grecia, es la parte más próxima al Paraíso. Por hacer una concesión llamémosle el paraíso francés. En efecto, ha debido ser un paraíso durante muchos miles de años. Creo que así fue para el hombre de Cromagnon, a pesar de que los restos fosilizados de las grandes cavernas parecen indicar una vida azorada y aterradora. Creo que el hombre de Cromagnon se estableció en este sitio porque era extremadamente inteligente y tenía desarrollado en alto grado el sentido de la belleza. Creo que su sentimiento religioso estaba ya muy adelantado y que florecía aquí, aunque el hombre viviera como un animal en las profundidades de las cavernas. Creo que esta apacible región de Francia será siempre un lugar sagrado para el hombre, y que cuando las ciudades maten a los poetas ella será el refugio y la cuna de los venideros. Lo repito, el ver la Dordoña fue para mí de la mayor importancia: me da esperanza en el futuro de la raza, en el futuro de la tierra misma. Francia puede dejar de existir un día, pero la Dordoña vivirá como viven los sueños y sustentará el alma de los hombres.
En Marsella me embarqué para El Pireo. Mi amigo Durrell me esperaba en Atenas para llevarme a Corfú. En el barco iba mucha gente del Levante. Inmediatamente mi atención se  fijó en ella, ganando mis preferencias sobre los americanos, franceses e ingleses. Tenía un  enorme deseo de hablar con árabes, turcos, sirios, etcétera. Sentía curiosidad por saber cómo eran. El viaje duró cuatro o cinco días, y conté con tiempo más que suficiente para trabar  relación con los que más deseaba conocer. Pero, por mera casualidad, el primer amigo que hice fue un griego, estudiante de Medicina, que regresaba de París. Hablamos en francés. La primera noche estuvimos de charla hasta las tres o las cuatro de la madrugada, tratando principalmente de Knut Hamsun, quien, por lo que oí, era muy admirado en Grecia. Al principio me pareció extraño hablar sobre ese genio nórdico mientras navegábamos por aguas templadas. Pero esa conversación me hizo ver en seguida que los griegos son un pueblo apasionado, entusiasta y curioso. Pasión era algo que hacía tiempo echaba de menos en Francia. No solamente pasión, sino espíritu de contradicción, confusión, caos, todas esas genuinas cualidades humanas que volvía a descubrir y apreciar en la persona de mi nuevo amigo. Y generosidad, de la que casi llegué a pensar que había desaparecido de la Tierra. Allí  estábamos un griego y un americano con algo en común, aun siendo dos seres muy diferentes.
Fue una espléndida introducción a ese mundo que pronto se abriría ante mis ojos. Antes de ver el país, ya estaba enamorado de Grecia y de los griegos. Me di cuenta con antelación de que eran gente cordial, hospitalaria, y con la que sería fácil entenderse.
Al día siguiente entablé conversación con los otros: un turco, un sirio, algunos estudiantes del Líbano y un argentino de origen italiano. El turco me fue antipático casi desde el primer
momento. Tenía una verdadera manía por la lógica que me sacaba de quicio. Además era una lógica absurda. Y lo mismo que en los demás, todos ellos profundamente antipáticos, advertí en él una expresión del espíritu americano en su peor acepción. El progreso era la obsesión de todos ellos. Más máquinas, más eficiencia, más capital, más comodidades; he aquí su único tema. Les pregunté si habían oído hablar de los millones de personas que estaban sin trabajo en América. No me hicieron caso. Les pregunté si se daban cuenta de lo vacíos, desasosegados y miserables que eran los americanos con todas sus máquinas productoras de lujo y comodidades. Mi sarcasmo no les hizo mella. Lo que deseaban era éxito: dinero, poder, la Luna a ser posible. Ninguno quería volver a su país; por alguna razón les habían obligado a regresar en contra de su voluntad. Decían que no había vida para ellos en sus respectivos países. Estuve tentado de preguntarles: ¿Cuándo creían que empezaba la vida? Cuando poseyeran todas las cosas que tiene América, Alemania o Francia. Por lo que pude entender, la vida estaba hecha de cosas, de máquinas principalmente. La vida sin dinero era una imposibilidad: se necesitaban trajes, una buena casa, una radio, una raqueta de tenis, etc. Les dije que no tenía ninguna de esas cosas y era feliz, y que si me había marchado de América había sido precisamente porque esas cosas no significaban nada para mí. Me contestaron que era el americano más raro que habían conocido. Sin embargo se encontraban a gusto conmigo.
Se me pegaron durante todo el viaje, acosándome con variedad de preguntas que en vano contestaba. Por las noches me reunía con el griego. Nos entendíamos mejor, mucho mejor que con los demás, a pesar de su adoración por Alemania y su régimen. También él, naturalmente, quería ir a América algún día. Todo griego sueña con ir a América y hacer allí su nido. No intenté disuadirle: le hice un retrato de América tal como la conocía, tal como la había visto y vivido. Eso pareció asustarle un poco; reconoció que nunca había oído hablar así de América.
«Vaya y vea usted mismo  –le dije–. Puedo estar equivocado. Solamente le digo lo que conozco por propia experiencia.» Y añadí: «Recuerde que Knut Hamsun no encontró la vida americana tan deliciosa como usted cree, ni su admirado Edgar Allan Poe... (...)
  
Henry Miller