En su
imaginación vio una estación de ferrocarril en Karagatch. Estaba de pie junto a
su equipaje. La potente luz delantera del expreso Simplón-Oriente atravesó la
oscuridad, y abandonó Tracia, después de la retirada. Ésta era una de las cosas
que había reservado para escribir en otra ocasión, lo mismo que lo ocurrido
aquella mañana, a la hora del desayuno, cuando miraba por la ventana las
montañas cubiertas de nieve de Bulgaria y el secretario de Nansen le preguntó
al anciano si era nieve. Éste lo miró y le dijo: «No, no es nieve. Aún no ha
llegado el tiempo de las nevadas.» Entonces, el secretario repitió a las otras
muchachas: «No. Como ven, no es nieve.» Y todas decían: «No es nieve. Estábamos
equivocadas.» Pero era nieve, en realidad, y él las hacía salir de cualquier
modo si se efectuaba algún cambio de poblaciones. Y ese invierno tuvieron que
pasar por la nieve, hasta que murieron...
Y era nieve
también lo que cayó durante toda la semana de Navidad, aquel año en que vivían
en la casa del leñador, con el gran horno cuadrado de porcelana que ocupaba la
mitad del cuarto, y dormían sobre colchones rellenos de hojas de haya. Fue la
época en que llegó el desertor con los pies sangrando de frío para decirle que la Policía estaba siguiendo
su rastro. Le dieron medias de lana y entretuvieron con la charla a los
gendarmes hasta que las pisadas hubieron desaparecido.
En Schrunz, el
día de Navidad, la nieve brillaba tanto que hacía daño a los ojos cuando uno
miraba desde la taberna y veía a la gente que volvía de la iglesia. Allí fue
donde subieron por la ruta amarillenta como la orina y alisada por los trineos
que se extendían a lo largo del río, con las empinadas colinas cubiertas de
pinos, mientras llevaban los esquíes al hombro. Fue allí donde efectuaron ese
desenfrenado descenso por el glaciar, para ir a la Madlenerhaus. La
nieve parecía una torta helada, se desmenuzaba como el polvo, y recordaba el
silencioso ímpetu de la carrera, mientras caían como pájaros.
La ventisca los
hizo permanecer una semana en la Madlenerhaus, jugando a los naipes y fumando a la
luz de un farol. Las apuestas iban en aumento a medida que Herr Lent perdía.
Finalmente, lo perdió todo. Todo: el dinero que obtenía con la escuela de
esquí, las ganancias de la temporada y también su capital. Lo veía ahora con su
nariz larga, mientras recogía las cartas y las descubría, Sans Voir. Siempre
jugaban. Si no había nada de nieve, jugaban; y si había mucha también. Pensó en
la gran parte de su vida que pasaba jugando.
Pero
nunca había escrito una línea acerca de ello, ni de aquel claro y frío día de
Navidad, con las montañas a lo lejos, a través de la llanura que había
recorrido Gardner, después de cruzar las líneas, para bombardear el tren que
llevaba a los oficiales austriacos licenciados, ametrallándolos mientras ellos
se dispersaban y huían. Recordó que Gardner se reunió después con ellos y
empezó a contar lo sucedido, con toda tranquilidad, y luego dijo: « ¡Tú,
maldito! ¡Eres un asesino de porquería!»
Y
con los mismos austriacos que habían matado entonces se había deslizado después
en esquíes. No; con los mismos, no. Hans, con quien paseó con esquí durante
todo el año, estaba en los Káiser-Jagers (Cazadores imperiales), y cuando
fueron juntos a cazar liebres al valle pequeño, conversaron encima del
aserradero, sobre la batalla de Pasubio y el ataque a Pertica y Asalone, y
jamás escribió una palabra de todo eso. Ni tampoco de Monte Corno, ni de lo que
ocurrió en Siete Commum, ni lo de Arsiero.
¿Cuántos
inviernos había pasado en el Vorarlberg y el Arlberg? Fueron cuatro, y recordó
la escena del pie a Bludenz, en la época de los regalos, el gusto a cereza de
un buen kirsch y el ímpetu de la corrida a través de la blanda nieve, mientras
cantaban: « ¡Hi! ¡Ho!, dijo Rolly.»
Así recorrieron
el último trecho que los separaba del empinado declive, y siguieron en línea
recta, pasando tres veces por el huerto; luego salieron y cruzaron la zanja,
para entrar por último en el camino helado, detrás de la posada. Allí se
desataron los esquíes y los arrojaron contra la pared de madera de la casa. Por
la ventana salía la luz del farol y se oían las notas de un acordeón que
alegraba el ambiente interior, cálido, lleno de humo y de olor a vino fresco.
(…)
Ernest
Hemingway