sábado, 3 de diciembre de 2011

El dueño de la luna

  Después de fracasar en innumerables negocios, me refugié finalmente en la literatura, en la que uno sabe de antemano que no ganará dinero. La literatura no decepciona: promete no dar dinero y siempre cumple lo prometido. Los burgueses piensan que la literatura es refugio de ilusos. ¡Error craso! Quien se asila en ella es porque viene de vuelta en todas aquellas cosas en las que probó su ineptitud.
  Es cierto que hay algunos que sueñan con la gloria, esa absurda entelequia. Pero después de comerse sus obras u obsequiarlas a sus amigos, se dan cuenta que no siquiera la gloria es verdad. El golpe final sobreviene cuando, visitando las librerías de viejo, encuentran que sus libros, a los cuales ni siquiera arrancaron la dedicatoria, están a la venta de a tres por un bolívar.
  Pocos escritores poseen aptitud pragmática. Un amigo mío, que tiene la rara facultad de equilibrar las necesidades del espíritu con la vil materia, me iluminó sobre el particular y descubrió ante mis ojos mis trágicas limitaciones. Ambidextro, sagaz, había encontrado el camino hacia los compartimientos estancos de la literatura y el pan. Además era abogado…
  Nunca olvidaré una demostración de su genio mercantil. Cuando los yanquis enviaron su nave a la luna, y el primer hombre puso un pie sobre el satélite, mi amigo lanzó una campaña de prensa alegando que la luna le había sido robada… ¡La luna era suya! Una gran carcajada nacional celebró su graciosa salida. Pero todo el mundo se quedó patidifuso cuando mi previsor amigo exhibió públicamente las pruebas notariales de su lunática propiedad. Había tenido la precaución de inscribirla a su nombre mucho antes de que la NASA soñara en proyectar el viaje.
  Los norteamericanos, suficientes como de costumbre, no le dieron ninguna beligerancia, primero porque mi amigo era desde el punto de vista internacional un desconocido, y segundo porque muchos sabios norteamericanos creían que Chile estaba en la Argentina. Mi amigo se sintió tan despojado como Juan Sutter, el colonizador de California, quien terminó su vida sentado en las escalinatas  del Palacio de Justicia reclamando sus legítimos derechos territoriales.
  Mi amigo no fue indemnizado por sus despojadores. ¿Qué podía hacer contra la CIA y el Departamento de Estado? Tuvo que “morir pollo”. Pero cada vez que observa a algunos rezagados del amor contemplando la luna, piensa que  es algo de su propiedad, algo que le fue injustamente quitado. Se conmueve y no les cobra un centavo por mirarla. Además no olvida que le fue arrebatada por una nación poderosa, y eso lo ha cubierto de un halo de grandeza.
   Es obcecado y no ceja con la facilidad. Es cierto que ya no tiene la luna, pero piensa que todavía están pendientes de inscripción Venus, Marte, Júpiter y hasta Plutón, cuyas posibilidades futuras son imposibles de prever.
 Estoy seguro, conociendo como conozco a mi amigo, que ya los tiene inscritos a su nombre en alguna escribanía, para el caso de que los países desarrollados continúen apropiándose del cielo. No sé lo que ocurrirá, sin embargo. Todos sabemos muy bien que la legalidad es constantemente atropellada. 

Mahfud Massís
de La radio de MM, crónicas radiales de Mahfud Massís.