Te lo diré –dijo–. Con la primera
chica que tuve empecé cuando yo tenía dieciséis años. Era la hija de un maestro
de Ollerton, bonita, realmente preciosa. Se suponía que yo era una especie de
joven tipo inteligente de la escuela secundaria de Sheffield, con un poco de francés
y alemán, muy por encima. Ella era de ese tipo romántico que detesta todo lo
vulgar. Me empujó a la poesía y a la lectura: en una palabra, hizo un hombre de
mí. Leía y pensaba como acuciado por el fuego, a causa de ella. Y entré a
trabajar en las oficinas de Butterley, era un tipo delgado y pálido que echaba
humo con todo lo que leía. Y de todo le
hablaba a ella: pero de todo. Hablábamos como metiéndonos en Persépolis y
Tombuctú. Éramos la pareja literariamente más culturalizada de diez condados.
Me sentía arrebatado, absolutamente arrebatado por ella. Sencillamente, es que
me elevaba como el humo. Y ella me adoraba. La serpiente oculta en la hierba
fue el sexo. De alguna manera ella carecía de él; o al menos no lo tenía donde
se supone que está. Fui adelgazando y enloqueciendo. Le dije entonces que
teníamos que ser amantes. La incité a hablar de aquello, como de costumbre. Y
me dejó a hacer. Yo me excitaba, y ella no quería jamás. Sencillamente es que
no quería. Me adoraba, le gustaba que le hablase y la besase: en ese sentido
estaba apasionada por mí. Pero lo otro es que sencillamente no quería. Y hay
momentos de mujeres así. Y era precisamente lo otro lo que yo quería. Así que
nos separamos. Cometí esa crueldad de dejarla. Entonces me lié con otra chica,
una maestra, que había provocado un escándalo al tener relaciones con un hombre
casado y que casi le había vuelto loco. Era suave, de piel muy blanca, ese tipo
de mujer suave, mayor que yo, y tocaba el violín. Y era un diablo. Le gustaba
todo en el amor, salvo el sexo. Se pegaba, te acariciaba, te adulaba hasta
meterse dentro de uno de todas las formas posibles; pero si la forzabas al sexo
propiamente, es que le rechinaban los dientes y te largaba su odio. Yo la
forzaba y ella casi me paralizaba de odio por eso. Así que me vi frustrado otra
vez. Aborrecía todo aquello. Quería una mujer que me quisiera y que quisiera
»Entonces apareció Bertha Coutts. Eran vecinos
nuestros siendo yo un chico, así que los conocía perfectamente. Y eran gente
vulgar. Pero Bertha se fue a no sé qué sitio de Birmingham; según ella, como
dama de compañía; lo que decía todo el mundo es que como camarera o algo así de
un hotel. El caso es que justo cuando estaba harto de aquella otra chica,
teniendo ya los veintiún años, vuelve Bertha, con aires, y gracias y vestidos
de moda, y hecha una frescura, como una floración sensual que se puede ver a
veces en una mujer, o en una ramera. Bien, yo estaba como para asesinar. Largué
mi trabajo en Butterley porque pensaba que era nefasto trabajar allí de
empleado; y me metí de herrero en Tevershall: a herrar caballos mayormente. Mi
padre había tenido ese empleo, y yo siempre había estado con él. Era un empleo
que me gustaba: manejar caballos; y me iba, naturalmente. Así que dejé de
hablar “fino”, como lo llaman, a hablar el inglés propiamente, y volví a hablar
dialecto. Seguí leyendo libros en mi casa: pero trabajaba de herrero y tenía mi
propio cochecillo, y era mi propio Señor Pata de Pato. Mi padre me dejó
trescientas libras al morir. Así que me lié con Bertha, y me alegraba que fuese
vulgar. Yo quería que fuese vulgar. Yo mismo quería ser vulgar. Bueno, el caso
es que me casé con ella, y que ella no era mala. Todas aquellas otras mujeres
“puras” casi me habían dejado sin pelotas, pero ella era perfecta en ese
aspecto. Me quería, y no hacía remilgos. Y me sentía tan complacido como un
títere. Aquello era lo que quería: una mujer que quisiera joder conmigo. Y me la jodía como el mejor. Y creo que
ella me despreciaba un poco por hallarme tan complacido con eso y porque a
veces le llevaba el desayuno a la cama. Ella no se ocupaba de las cosas, no me
preparaba una verdadera comida cuando volvía a casa del trabajo, y si yo decía
algo, me atacaba violentamente. Y yo la atacaba a mi vez, con la misma
virulencia. Me tiraba una taza y yo le agarraba por el pescuezo y lo exprimía
hasta asfixiarla. ¡Esa clase de cosas! Pero me trataba con insolencia. Y se
puso de tal forma que nunca me aceptaba cuando yo la quería: nunca. Siempre me
rechazaba, brutal como no puedes imaginarte. Y entonces, cuando ella acababa de
rechazarme, y yo no quería, ella venía con arrullos de tórtola, y me conseguía.
Y yo iba siempre. Pero cuando la tenía, ella jamás se corría a la vez que yo.
¡Jamás! Simplemente esperaba. Si yo me retenía por más tiempo. Y cuando llegaba
a correrme y había terminado por fin, entonces empezaba ella por su cuenta, y
yo tenía que detenerme dentro de ella hasta que ella se provocaba su propia
corrida, retorciéndose y gritando, aferrándose más y más a sí misma ahí abajo,
y entonces se corría como en un auténtico éxtasis. Y luego decía: “¡Fue
delicioso!” Poco a poco fui asqueándome de aquello: y ella se ponía peor. Iba
poniéndose cada vez más y más ruda para correrse, y medio me destrozaba ahí
abajo, como si fuera un pico haciéndome pedazos. Por Dios, se piensa que una
mujer es tan delicada ahí abajo, como un higo. Pero te aseguro que las viejas
bataclanas tienen picos entre las piernas, y con eso te destrozan hasta dejarte
impedido. ¡Yo! ¡Yo! ¡Yo! ¡todo yo! ¡Desgarrando y gritando! Se habla del
egoísmo de los hombres, pero dudo que pueda siquiera compararse con el picoteo
enceguecido de una mujer, en cuanto se ha metido en eso. ¡Como una vieja
pelandusca! Y ella no podía evitarlo. Yo se lo decía, le decía cuánto detestaba
aquello. Y ella llegó hasta a intentarlo. Trataba de quedarse quieta y dejarme
a mí dedicarme al asunto. Lo
intentaba. Pero sin resultados. Mi dedicación no la suscitaba sentimientos.
Tenía que hacerse la cosa por su cuenta, molerse su propio café. Y era algo que
la asaltaba como una especie de necesidad delirante, tenía que dejarse por
aquello, y desgarrar, desgarrar, desgarrar, como si careciera de toda sensación
que no estuviese en la punta de su toda sensación que no estuviese en la punta
de su pico, en el mismísimo extremo exterior de la punta, que se restregaba y
desgarraba. Así solían ser las viejas rameras, según decían los hombres. Era
una forma rastrera de testarudez la que tenía, una especie delirante de
testarudez: como la de una mujer que bebe. El caso es que al final no podía
soportarlo. Dormíamos separados. Fue ella misma la que empezó a hacerlo, cuando
quería desembarazarse de mí en sus accesos, cuando decía que yo la mandoneaba.
Fue ella la que empezó con lo de tener su propio cuarto. Pero llegó un momento
en el que yo no la dejaba venir a mi habitación. Me negué.
»Yo
odiaba aquello. Y ella me odiaba a mí. ¡Dios mío, cómo llegó a odiarme antes de
que naciera esa chica! A menudo pienso que la concibió de puro odio. En
cualquier caso, después del nacimiento de la niña la dejé sola. Y luego vino la
guerra, y me enrolé. Y no volví hasta saber que estaba con ese tipo de Stack
Gate.
D.H. Lawrence