sábado, 19 de febrero de 2011

Las Once mil vergas (Capítulo III)


Algunos días después de la sesión, que el cochero del vehículo 3.269 y el agente de policía habían acabado de manera tan singular, el príncipe Vibescu apenas se había respuesto de sus emociones. Las marcas de la flagelación habían cicatrizado y él estaba desmayadamente tendido en un sofá de una habitación del Grand-Hótel. Para excitarse leía la sección de sucesos del Journal. Le apasionaba una historia. El crimen era espantoso. El lavaplatos de un restaurante había hecho asar el culo de un joven pinche, luego, aún caliente y sangrante, lo había enculado y comido los trozos asados que se desprendían del trasero del efebo. Los vecinos habían acudido a los gritos del Vatel y habían detenido al sádico lavaplatos. La historia estaba contada con todos los detalles y el príncipe la saboreaba masturbándose lentamente el miembro que se había sacado.
En ese momento, llamaron. Una criada complaciente, fresca y muy bonita con su cofia y su delantal, entró con el permiso del príncipe. Sostenía una carta y enrojeció viendo el aspecto descompuesto de Mony que se volvió a poner los pantalones:
–No se vaya, bella y rubia señorita, tengo que decirle unas palabras.
Al mismo tiempo, cerró la puerta y, agarrando a la preciosa Mariette por la cintura, la besó vorazmente en la boca. Al principio ella se defendió, apretando fuertemente los labios, pero pronto, bajo el abrazo, comenzó a abandonarse, luego su boca se abrió. La lengua del príncipe penetró en ella, siendo mordida inmediatamente por Mariette cuya hábil lengua empezó a cosquillear la punta de la de Mony.
Con una mano, el joven le rodeaba la cintura; con la otra le levantaba las faldas. No llevaba bragas. Su mano se colocó rápidamente entre dos muslos redondos y grandes que nadie le hubiera supuesto, pues era alta y delgada. Tenía un coño muy peludo. Estaba muy enardecida, y la mano estuvo muy pronto en el interior de una húmeda grieta, mientras que Mariette se abandonaba avanzando el vientre. Su mano se paseaba por encima de la bragueta de Mony que al fin consiguió desabrochar. Extrajo el soberbio florete que al entrar sólo había podido entrever. Se masturbaban mutua y suavemente; él le pellizcaba el clítoris; ella, apretando su pulgar sobre el orificio del pene. Él le levantó las piernas y se las puso sobre los hombros, mientras ella se desabrochaba para hacer surgir dos soberbios pechos erectos que él se puso a chupar alternativamente, haciendo penetrar su ardiente miembro en el coño. Inmediatamente ella se echó a gritar:
–¡Qué bueno, qué bueno... qué bien lo haces!
En aquel momento ella dio unas desordenadas culadas, luego él la sintió descargar diciendo:
–Toma... qué gusto... toma... tómalo todo.
Inmediatamente después, le agarró bruscamente el miembro diciendo:
–Por aquí ya hay bastante.
Lo sacó del coño y se lo introdujo en otro agujero completamente redondo situado un poco más abajo, como un ojo de cíclope entre dos globos carnosos, blancos y vigorosos. El miembro, lubrificado por los licores femeninos, penetró fácilmente y, tras haber vivamente culeado, el príncipe soltó todo su esperma en el culo de la preciosa camarera. Enseguida sacó su miembro que hizo: “floc”, como cuando se descorcha una botella y sobre la punta aún quedaba algo de semen mezclado con un poco de mierda. En este momento, en el corredor sonó una llamada y Mariette dijo: “Debo ir a ver”. Y se largó después de besar a Mony que le puso dos luises en la mano. Cuándo hubo salido, él se lavó la cola, luego abrió la carta que contenía esto:
“Mi hermoso rumano:
“¿Qué es de ti? Debes haberte repuesto de tus fatigas. Pero recuerda lo que me dijiste: Si no hago el amor veinte veces seguidas, que once mil vergas me castiguen. No lo hiciste veinte veces, peor para ti.
“El otro día fuiste recibido en el picadero de Alexine, en la calle Duphot. Ahora que te conocemos, puedes venir a mi casa. No puedes ir a casa de Alexine. No puede recibirme ni siquiera a mí. Por eso tiene un picadero. Su senador es demasiado celoso. A mí me da lo mismo; mi amante es explorador, debe estar a punto de enfilar perlas con las negras de Costa de Marfil. Puedes venir a mi casa, el 214 de la calle de Prony. Te esperamos a las cuatro.
Culculine d'Ancóne.”
Tan pronto leyó esta carta, el príncipe miró la hora. Eran las once de la mañana. Llamó para hacer subir al masajista que le masajeó y le enculó limpiamente. Esta sesión le vivificó. Tomó un baño y se sentía fresco y dispuesto al llamar al peluquero que le peinó y le enculó artísticamente. El pedicuro-manicura subió inmediatamente. Le hizo las uñas y le enculó vigorosamente. El príncipe, entonces, se sintió completamente a gusto. Bajó a los bulevares, desayunó copiosamente, luego tomó un fiacre que le condujo a la calle de Prony. Era un hotelito, habitado exclusivamente por Culculine. Una vieja sirvienta le franqueó la entrada. La habitación estaba amueblada con un gusto exquisito.
Enseguida le hicieron entrar en un dormitorio cuya cama, muy baja y de cobre, era enorme. El entarimado estaba cubierto con pieles de animales que ahogaban el ruido de las pisadas. El príncipe se desvistió rápidamente y quedó completamente desnudo cuando entraron Alexine y Culculine enfundadas en unos maravillosos deshabillés. Se echaron a reír y lo besaron. Él empezó por sentarse, luego colocó a cada una de las muchachas encima de una de sus piernas, pero lo hizo levantándoles la falda, de manera que ellas permanecían decentemente vestidas y él sentía sus culos desnudos sobre los muslos. Luego empezó a masturbar a cada una con una mano, mientras ellas le cosquilleaban el miembro. Cuando sintió que estaban completamente excitadas les dijo:
–Ahora vamos a dar clase.
Las hizo sentar en una silla enfrente suyo y, después de reflexionar un instante, les dijo:
–Señoritas, acabo de notar que no llevan bragas. Deberían avergonzarse. Corran a ponerse una.
Cuando volvieron, comenzó la clase.
–Señorita Alexine Mangetout, ¿cómo se llama el rey de Italia?
–Si crees que me importa, ¡no tengo ni idea! –dijo Alexine.
–Tiéndase en la cama –gritó el profesor.
La hizo colocar de rodillas y de espaldas sobre la cama, le hizo levantar las faldas y abrir la raja de los calzones de los que emergieron los globos radiantes de blancura de las nalgas. Entonces empezó a golpearlas con la palma de la mano; pronto el trasero empezó a enrojecer. Esto excitaba a Alexine que hacía muy buen culo, pero enseguida el mismo príncipe no pudo contenerse. Pasando sus manos alrededor del busto de la joven, le agarró los pechos por debajo del peinador, luego haciendo descender una mano, le acarició el clítoris y notó lo mojado que tenía el coño.
Las manos de ella no permanecían inactivas; habían agarrado el miembro del príncipe conduciéndolo por el angosto sendero de Sodoma. Alexine se inclinaba para que su culo sobresaliera mejor y para facilitar la entrada a la verga de Mony.
El glande estuvo dentro muy pronto, el resto le siguió y los testículos iban a pegar contra la base de las nalgas de la joven. Culculine, que se aburría, también se echó sobre la cama y lamió el coño de Alexine que, festejada por los dos lados, gozaba hasta llorar. Su cuerpo sacudido por la voluptuosidad se retorcía como si estuviera sufriendo atrozmente. Estertores voluptuosos se escapaban de su garganta. El enorme instrumento le llenaba el culo y yendo hacia delante y hacia atrás, chocaba contra la membrana que lo separaba de la lengua de Culculine que recogía el líquido provocado por este pasatiempo. El vientre de Mony embestía el culo de Alexine. Luego el príncipe culeó más deprisa. Empezó a morder el cuello de Alexine. El miembro se hinchó. Alexine no pudo soportar tanta felicidad; se dejó caer sobre la cara de Culculine que no cesó en sus lameteos, mientras que el príncipe la seguía en su caída, la verga introducida en su culo. Unas arremetidas más, luego Mony soltó su semen. Ella permaneció tendida en la cama mientras Mony iba a lavarse y Culculine se levantaba para orinar. Ella tomó un cubo, se sentó a horcajadas en él, las piernas muy separadas, se levantó la falda y orinó copiosamente, luego, para quitarse las últimas gotas que habían quedado entre los pelos, soltó un pedo pequeño, tierno y discreto que excitó considerablemente a Mony.
¡Cágate en mis manos, cágate en mis manos! –exclamaba.
Ella sonrió; él se colocó detrás de ella, que bajaba un poco el culo y empezaba a hacer esfuerzos. Llevaba unos diminutos calzones de batista transparente a través de los cuales se entreveían sus bellos y vigorosos muslos. Unas medias negras le llegaban hasta por encima de la rodilla y moldeaban dos maravillosas pantorrillas de silueta incomparable, ni demasiado gruesas ni demasiado delgadas. En esta posición el culo resaltaba, admirablemente encuadrado por la abertura de los calzones. Mony observaba atentamente las dos morenas y rosadas nalgas, vellosas, regadas por una sangre generosa. Advertía la extremidad de la espina dorsal, algo salida y, debajo, el comienzo de la raya del culo. Primero ancha, luego estrechándose y haciéndose más profunda a medida que aumentaba el espesor de las nalgas; se llegaba así hasta el orificio obscuro y redondo, completamente arrugado. Los primeros esfuerzos de la joven consiguieron dilatar el agujero del culo y hacer salir un poco de la piel lisa y rosada que se encuentra en su interior y que parece un labio remangado.
¡Caga ya! –gritaba Mony.
Enseguida apareció una puntita de mierda, picuda e insignificante, que mostró la cabeza y se retiró inmediatamente a su caverna. Seguidamente reapareció, seguida lenta y majestuosamente por el resto del salchichón que constituía uno de los más bellos cagajones que un intestino haya producido jamás.
La mierda salía untuosa e ininterrumpidamente, hilada con cuidado como un cable de navío. Oscilaba graciosamente entre las bellas nalgas que se separaban cada vez más. Pronto se balanceó más briosamente. El culo se dilató aún más, se agitó un poco y la mierda cayó, caliente y humeante toda ella, en las manos de Mony que se tendían para recibirla. Entonces él grito: “ ¡No te muevas! “, y, agachándose, le lamió cuidadosamente el orificio del culo, amasando el cagajón con sus manos. Luego lo aplastó con voluptuosidad y se embadurnó todo el cuerpo con él. Culculine se desvestía para imitar a Alexine que se había desnudado y mostraba a Mony su voluminoso y transparente culo de rubia: “¡Cágame encima!”, gritó Mony a Alexine arrojándose al suelo. Ella se acuclilló encima, pero no del todo. Él podía gozar del espectáculo que ofrecía su ano. Los primeros esfuerzos consiguieron hacer salir un poco del semen que Mony había depositado allí; luego salió la mierda, amarilla y blanda, que cayó en varias veces y, como ella reía y se meneaba, la mierda se desparramaba por todo el cuerpo de Mony que pronto tuvo el vientre adornado con muchas de estas fragantes babosas.
Al mismo tiempo Alexine había orinado y el chorro, muy caliente, al caer sobre el miembro de Mony, había despertado sus instintos animales. Poco a poco el pendolón se iba irguiendo, hinchándose hasta que, alcanzado su volumen normal, el glande se atirantó, colorado como una enorme ciruela, ante los ojos de la joven que, acercándose, se agachó cada vez más, haciendo penetrar la verga en erección por entre los bordes peludos del coño ampliamente abierto. Mony gozaba con el espectáculo. El culo de Alexine, al descender, mostraba cada vez más a las claras su apetitosa rotundidad. Sus escalofriantes redondeces imponían y la separación de las nalgas se acusaba cada vez más. Cuando el culo hubo descendido completamente, cuando el miembro fue totalmente engullido, el culo se levantó de nuevo y comenzó un bonito movimiento de vaivén que modificaba su volumen en proporciones notables, y era un espectáculo delicioso. Mony, lleno de mierda, gozaba profundamente: al cabo de poco tiempo sintió como se apretaba la vagina y Alexine dijo con voz estrangulada:
¡Puerco, ya viene... estoy gozando!
Y dejó escapar su chorro. Pero Culculine, que había asistido a esta operación y parecía acalorada, la extrajo brutalmente del palo y, abalanzándose sobre Mony sin preocuparse de la mierda que la ensució también, se introdujo la cola en el coño exhalando un suspiro de satisfacción. Comenzó a dar terribles culadas mientras decía: “ ¡Han!” a cada arremetida. Pero Alexine, despechada por haber sido desposeída de su bien, abrió un cajón y sacó de él unos zorros hechos con tiras de cuero. Comenzó a azotar el culo de Culculine cuyos saltos se hicieron aún más apasionados. Alexine, excitada por el espectáculo, golpeaba dura y vigorosamente. Los golpes llovían sobre el soberbio trasero. Mony, ladeando ligeramente la cabeza, veía, en un espejo que tenía enfrente, subir y bajar el gran culo de Culculine. Al subir las nalgas se entreabrían y la roseta aparecía por un breve instante para desaparecer al bajar cuando las bellas nalgas mofletudas se estrechaban de nuevo. Debajo, los labios peludos y distendidos del coño devoraban la enorme verga que, al subir, se veía mojada y salía casi totalmente. En un momento los golpes de Alexine habían enrojecido completamente el pobre culo que ahora se estremecía de voluptuosidad. Pronto un golpe dejó una marca sangrienta. Las dos, la que golpeaba y la azotada, estaban frenéticas como bacantes y parecían gozar con idéntica intensidad. El mismo Mony empezó a compartir su furor y sus uñas surcaron la espalda satinada de Culculine. Alexine, para  golpear cómodamente  a  Culculine,  se arrodilló junto al grupo. Su mofletudo culazo, sacudiéndose a cada golpe que daba, quedó a dos dedos de la boca de Mony.
Su lengua no tardó en introducirse allí dentro, luego animado por un furor voluptuoso, empezó a morder la nalga derecha. La joven lanzó un grito de dolor. Los dientes habían penetrado en su carne y la sangre roja y fresca vino a aliviar el gaznate reseco de Mony. La bebió a lengüetadas, apreciando su sabor de hierro ligeramente salado. En este momento los saltos de Culculine eran ya completamente incontrolados. Sus ojos estaban en blanco. Su boca, manchada por la mierda acumulada sobre el cuerpo de Mony. Lanzó un gemido y descargó al mismo tiempo que Mony. Alexine cayó sobre ellos, agonizante y rechinando los dientes, y Mony que colocó la boca en su coño no tuvo que dar más que dos o tres lengüetazos para obtener una descarga. Luego, tras algunos sobresaltos, los nervios se relajaron y el trío se tendió sobre la mierda, la sangre y el semen. Se durmieron sin darse cuenta y se despertaron cuando las doce campanadas de medianoche sonaron en el reloj de péndulo de la habitación.
–No nos movamos, he oído ruido –dijo Culculine–, y no es mi criada, está acostumbrada a no preocuparse por mí. Debe estar acostada.
Un sudor frío bañaba las frentes de Mony y de las jóvenes. Sus cabellos se pusieron de punta y los escalofríos recorrían sus cuerpos desnudos y merdosos.
¡Hay alguien! –añadió Alexine.
¡Hay alguien! –confirmó Mony.
En este mismo momento se abrió la puerta y la poca luz que llegaba desde la nocturna calle permitió vislumbrar dos sombras humanas envueltas en abrigos con el cuello alzado y cubiertos con sombreros hongo.
Bruscamente, el primero de ellos hizo centellear una linterna que llevaba en la mano. El resplandor iluminó la habitación, pero en el primer momento los asaltantes no advirtieron el grupo tendido en el suelo.
¡Esto huele muy mal! –dijo el primero.
–Entremos de todos modos, ¡debe haber guita en los cajones! –replicó el segundo.
Entonces, Culculine, que se había arrastrado hasta el interruptor de la luz, iluminó bruscamente la habitación.
Los asaltantes quedaron boquiabiertos ante las desnudeces:
¡Mierda! –dijo el primero–, a fe de Cornaboeux, tenéis buen gusto.
Era un coloso moreno cuyas manos eran extraordinariamente velludas. Su barba enmarañada le hacía aún más feo de lo que era.
–Qué coña –dijo el segundo–, a mí me va la mierda, trae buena suerte.
Era un bribón macilento y tuerto que mascaba una apagada colilla.
–Tienes razón, Chalupa –dijo Comaboeux–, ahora mismo acabo de pisarla y para primera felicidad creo que voy a ensartar a la señorita. Pero primero pensemos en el joven.
Y abalanzándose sobre el aterrorizado Mony, los asaltantes le amordazaron y le ataron brazos y piernas. Luego volviéndose hacia las dos trémulas mujeres, algo divertidas no obstante, Chalupa dijo:
–Y vosotras, muñecas, intentad ser amables; si no se lo diré a Prosper.
Llevaba un bastoncillo en la mano y se lo dio a Culculine ordenándole golpear a Mony con todas sus fuerzas. Luego colocándose a su espalda, sacó un pene delgado como un meñique, pero muy largo. Chalupa comenzó palmeándole las nalgas al tiempo que decía:
¡Bien!, mi grueso carigordo, vas a tocar la flauta, me gusta la tierra amarilla.
Sobaba y palpaba ese culazo suave y, pasando una mano por delante, manoseaba el clítoris, luego bruscamente introdujo el delgado y largo pene. Culculine empezó a menear el culo mientras golpeaba a Mony que, al no poder gritar ni defenderse, se convulsionaba como un gusano a cada bastonazo, que le dejaba una marca roja que pronto se volvía violácea. Luego, a medida que la enculada avanzaba, Culculine, excitada, golpeaba más fuerte gritando:
    –Puerco, toma, por tu sucia basura... Chalupa, éntrame tu palillo hasta el fondo.
El cuerpo de Mony quedó ensangrentado en un momento.
Mientras tanto, Cornaboeux había agarrado a Alexine y la había tirado encima de la cama. Comenzó por mordisquearle los pechos que empezaron a endurecerse. Luego descendió hasta el coño y lo cubrió completamente con su boca, mientras tironeaba los preciosos pelos rubios y rizados de la mota. Se incorporó y sacó su miembro enorme, pero corto, con la cabeza violeta. Volteando a Alexine, empezó a golpear su culazo rosado; de vez en cuando pasaba la mano por el surco del culo. Luego se puso a la joven debajo del brazo izquierdo de manera que el coño quedara al alcance de su mano derecha. Con la izquierda la agarraba por la barba del coño... lo que le hacía daño. Ella se echó a llorar y sus gemidos aumentaron cuando Cornaboeux empezó a pegarle en las posaderas con todas sus fuerzas. Sus gruesos muslos rosados se estremecían y el culo temblaba cada vez que se abatía sobre él la enorme manaza del salteador. Con sus manecitas libres empezó a arañar la cara barbuda. Le estiraba los pelos del rostro igual que él le estiraba los mechones del coño:
¡Esto funciona! –dijo Cornaboeux, y le dio la vuelta.
En este preciso instante, ella se dio cuenta del espectáculo formado por Chalupa enculando a Culculine que golpeaba a Mony, completamente ensangrentado, y esto la excitó. La enorme verga de Cornaboeux chocaba contra su trasero, pero erraba el golpe, pegando a derecha y a izquierda o bien algo más arriba o algo más abajo, luego cuando encontró el agujero, colocó sus manos sobre las caderas tersas y redondeadas de Alexine y la atrajo hacia sí con todas sus fuerzas. El dolor que le causó ese enorme miembro que le desgarraba el culo la hubiera hecho aullar de dolor si no hubiera estado tan excitada por todo lo que acababa de pasar. Inmediatamente de haber entrado el miembro en el culo, Cornaboeux volvió a sacarlo, luego volteando a Alexine encima de la cama le hundió su instrumento en el vientre. El útil entró a duras penas a causa de su enormidad, pero desde que estuvo dentro, Alexine cruzó las piernas en torno a las caderas del asaltante y lo mantuvo tan apretado contra sí que si él hubiera querido escaparse no hubiera podido. Las culadas se encarnizaron. Cornaboeux le chupaba los pechos y su barba le raspaba, excitándola; ella introdujo una mano dentro de los pantalones e introdujo un dedo en el ojo del culo del asaltante. Enseguida empezaron a morderse como bestias salvajes, pegando culadas. Descargaron frenéticamente. Pero el miembro de Cornaboeux, constreñido en la vagina de Alexine, se endureció de nuevo. Alexine cerró los ojos para saborear mejor este segundo abrazo. Descargó catorce veces mientras Cornaboeux lo hacía tres. Cuando volvió en sí, se dio cuenta de que su coño y su culo estaban ensangrentados. Habían sido heridos por la enorme verga de Cornaboeux. Vio a Mony convulsionándose en el suelo.
Su cuerpo no era más que una llaga.
Culculine, por mandato del tuerto Chalupa, le chupaba la cola, arrodillada ante él:
¡Vamos, de pie, golfa!–gritó Cornaboeux.
Alexine obedeció y él le pegó una patada en el culo que la hizo caer sobre Mony. Cornaboeux la ató de brazos y piernas y la amordazó sin tener en cuenta sus súplicas y, tomando el bastoncillo, empezó a rayarle a golpes su bonito cuerpo falsamente enjuto. El culo se estremecía a cada bastonazo, luego fue la espalda, el vientre, los muslos, los senos, quienes recibieron la paliza. Pataleando y debatiéndose, Alexine dio con el miembro de Mony que se erguía como el de un cadáver. Se acopló por casualidad al coño de la joven y se metió en él.
Cornaboeux redobló sus golpes que cayeron indistintamente sobre Mony y sobre Alexine que gozaban de una manera atroz. Al poco rato la bonita piel rosada de la rubia joven ya no era visible bajo los latigazos y la sangre que chorreaba. Mony se había desmayado, ella lo hizo un instante después. Cornaboeux, cuyo brazo empezaba a cansarse, se volvió hacia Culculine que intentaba que Chalupa descargara en su boca. Pero el tuerto no podía hacerlo.
Cornaboeux ordenó a la bella morena que separara los muslos. Tuvo grandes dificultades para ensartarla a la manera de los perros. Ella sufría mucho pero estoicamente, sin soltar la verga de Chalupa que continuaba chupando. Cuando Cornaboeux tomó posesión del coño de Culculine, le hizo levantar el brazo derecho y le mordisqueó el pelo de los sobacos donde tenía unos mechones muy tupidos. Cuando llegó el goce, fue tan intenso que Culculine se desvaneció mordiendo violentamente la verga de Chalupa. Él lanzó un terrible grito de dolor, pero el glande ya estaba separado del cuerpo. Cornaboeux, que acababa de descargar, sacó bruscamente su machete del coño de Culculine que, desvanecida, cayó al suelo. Chalupa, desmayado, perdía toda su sangre. –Pobre Chalupa –dijo Cornaboeux–, estás jodido, es mejor morir deprisa.
Y sacando un cuchillo, asestó un golpe mortal a Chalupa sacudiendo las últimas gotas de semen que colgaban de su miembro sobre el cuerpo de Culculine. Chalupa murió sin decir ni “uf”.
Cornaboeux se volvió a poner los pantalones con todo cuidado, vació todo el dinero de los cajones y de los vestidos; también se llevó los relojes, las joyas. Luego miró a Culculine que yacía, desvanecida, en tierra.
–He de vengar a Chalupa –pensó.
Y sacando de nuevo su cuchillo, asestó un terrible golpe entre las dos nalgas de Culculine que continuó desmayada. Cornaboeux dejó el cuchillo en el culo. En los relojes sonaron las tres de la madrugada. Entonces se marchó como había entrado, dejando cuatro cuerpos tendidos en el suelo de la habitación llena de sangre, de semen y de un desorden sin nombre.
Ya en la calle, se dirigió alegremente hacia Ménilmontant cantando: Un culo debe oler a culo
Y no como agua de Colonia... y también:
Luz de gas Luz de gas Alumbra, alumbra, a mi pimpollo.

Guillaume Apollinaire