miércoles, 4 de abril de 2012

Un jirón de vida

En la habitación contigua, Pavel Romanovich se desternillaba de risa, mientras contaba cómo le había abandonado su mujer.
Yo no podía soportar el ruido de aquella risa horrible y, sin siquiera consultar con mi espejo, tal y como estaba –con aquel traje todo arrugado con el que me había echado una perezosa siesta después del almuerzo, y sin duda todavía con las marcas de la almohada en la mejilla–, me dirigí a la habitación contigua (el comedor de mi casero), donde interrumpí la siguiente escena: mi casero, un individuo llamado Plekhanov (sin relación alguna con el conocido filósofo social), escuchaba solícito, enfrascado en llenar unos cigarrillos rusos con un inyector de tabaco, mientras Pavel Romanovich caminaba sin cesar en torno a la mesa, con un rostro que era una pura pesadilla, cuya palidez parecía extenderse por su cabeza entera, habitualmente bien parecida y rasurada: un tipo de limpieza muy específicamente ruso, que de ordinario te lleva a pensar en la tropa de un batallón de limpios ingenieros, pero que en el momento presente recordaba algo maligno, algo tan aterrador como el cráneo de un criminal.
Había venido, en realidad, con la esperanza de encontrar a mi hermano, que justamente acababa de marcharse, pero esa circunstancia no pareció importarle demasiado: su dolor tenía que encontrar sus palabras y su interlocutor: y lo encontró, un interlocutor bien dispuesto, en este personaje más bien antipático al que apenas conocía. Se reía, pero sus ojos contradecían sus carcajadas cuando contaba cómo su mujer había ido recogiendo sus cosas por todo el piso, cómo se había llevado sus gafas favoritas sin darse cuenta, cómo todos los parientes de su mujer estaban al corriente de lo que pasaba mientras él seguía en la inopia, cómo se había puesto a pensar que...
-Sí, una cuestión interesante –continuó, dirigiéndose ahora directamente a Plekhanov, un viudo temeroso de Dios (porque sus palabras hasta entonces habían sido más o menos una especie de arenga dirigida al espacio)–, una cuestión interesante, considerar. ¿Qué pasará en el más allá... vivirá entonces conmigo o con ese cerdo?
-Vayamos a mi habitación –dije en mi tono de voz más cristalino, y sólo entonces se dio cuenta de mi presencia. Yo me había quedado apoyada desmayadamente contra una esquina del aparador oscuro, que parecía fundirse con mi diminuta figura enfundada en un traje negro, sí, llevo luto, por todo el mundo, por todas las cosas, por mí misma, por Rusia, por los fetos que me han arrancado de mis entrañas. Él y yo pasamos a la habitación diminuta que yo alquilaba: apenas podía acomodar un sofá absurdamente grande cubierto de seda y junto a él, la mesa auxiliar donde se apoyaba una lámpara cuya base era una verdadera bomba de cristal grueso llena de agua –y en aquel ambiente de privada intimidad Pavel Romanovich se convirtió inmediatamente en un hombre diferente.
Se sentó en silencio, frotándose los ojos inflamados. Yo me acurruqué a su lado, acomodé unos cojines y me perdí en mis pensamientos, pensamientos femeninos que surgen cuando apoyamos la cabeza en la mano, y me puse a observarle, su cabeza turquesa, sus hombros poderosos, más bien hechos para enfundarse una casaca militar que la americana cruzada que llevaba. Le contemplaba y al hacerlo me asombraba al pensar cómo podía haberme vuelto loca por aquel tipo bajito, corpulento, de rasgos anodinos (excepto por los dientes... ¡Dios mío, qué dientes tan hermosos!); y sin embargo estuve loca por él apenas hace ahora dos años, al comienzo de mi vida de expatriada en Berlín, en una época en la que él sólo pensaba en casarse con su diosa –¡y qué loca estuve, cuánto lloré por él, y cómo me perseguía y dominaba mis sueños aquella delgada cadenilla de acero que él llevaba en la muñeca!
Sacó del bolsillo del pantalón su enorme pitillera de «batalla» (como él decía). Moviendo la cabeza abatido, empezó a dar golpecitos contra su tapa con el extremo sin filtro de su cigarrillo ruso varias veces, muchas más de lo que era habitual en él.
-Sí, María Vasilevna –dijo finalmente entre dientes mientras encendía el cigarrillo, arqueando con fuerza sus cejas triangulares–. Sí, nadie habría podido predecir semejante cosa. Yo creía en esa mujer, creía con toda mi fe, tenía una confianza absorta en ella.
Tras su reciente ataque de locuacidad repentina, se respiraba ahora una tranquilidad inquietante. Se oía el golpeteo de la lluvia contra el alféizar de la ventana, el clic del inyector de Plekhanov, los gemidos de un viejo perro neurótico encerrado en la habitación de mi hermano al otro lado del pasillo. No sé por qué –bien porque el tiempo estuviera tan gris, o quizá porque el tipo de desgracia que le había sucedido a Pavel Romanovich exigiera cierto tipo de reacción en el mundo circundante (disolución, eclipse)–, pero yo tenía la impresión de que era ya tarde, de que la noche se había echado encima, aunque en realidad eran sólo las tres de la tarde y yo tenía todavía que ir a la otra punta de Berlín para hacer un recado que mi encantador hermano habría muy bien podido hacer por sí mismo.
Pavel Romanovich retomó la palabra, ahora con tonos sibilantes: «Esa vieja puta maloliente», dijo, «ella, ella fue la que hizo de Celestina. Siempre la encontré repugnante y no se lo oculté a Lenochka. ¡Qué puta!
Ya la conoces, creo... unos sesenta años, teñida de rojo alazán brillante, gorda, tan gorda, que parece que tenga joroba. Es una pena que Nicolás haya salido. Dile que me llame en cuanto venga. Yo soy, como bien sabes, un hombre sencillo, que dice las verdades, y le llevo diciendo a Lenochka desde hace años que su madre es una bruja peligrosa. Y ahora escucha lo que tengo pensado: quizá tu hermano me pueda ayudar a pergeñar una carta para la vieja bruja, una especie de declaración formal explicando que sé perfectamente y que me doy cuenta de quién ha sido la instigadora de todo ello, quién ha empujado a mi mujer, sí, algo así, formulado evidentemente de forma educada, desde luego».
No dije nada. Estaba allí, visitándome por primera vez (sus visitas a Nicolás no contaban), por primera vez se sentaba en mi Kautsch, y por primera vez dejaba caer la ceniza en mis cojines policromos; sin embargo, este acontecimiento, que en otros tiempos me hubiera supuesto un placer divino, no me alegraba ahora en lo más mínimo. Las buenas gentes llevaban tiempo contándome que su matrimonio había sido un fracaso, que su mujer había resultado ser una loca barata, vulgar y frívola, y había rumores proféticos que hacía tiempo le habían otorgado un amante, en la persona misma que ahora había caído rendida ante su belleza vacuna. La noticia del desastre del matrimonio no me suponía, por tanto, una sorpresa; en realidad quizá esperara vagamente que algún día Pavel Romanovich fuera depositado a mis pies por una de las olas de la tormenta. Pero por más que escrutara en mi interior, no conseguía encontrar ni una brizna de alegría; al contrario, me sentía tan triste, mi corazón tan agobiado, no sabéis cuánto. Todos mis amores, por alguna especie de colusión entre sus héroes, han seguido invariablemente el mismo esquema preestablecido de mediocridad y de tragedia o, más precisamente, su mediocridad misma acababa imponiéndoles su vena trágica. Cuando pienso cómo empezaron, me lleno de vergüenza y, en cuanto a su desenlace, me produce repugnancia, mientras que la parte central, la parte que debería haber sido la esencia y el corazón de esta o aquella relación, mi mente la recuerda como una especie de ballet indolente entrevisto a través del agua derramada o de la niebla pegajosa. Mi enamoriscamiento de Pavel Romanovich tuvo al menos la maravillosa ventaja de no haber llegado a término y de haber sido algo bonito y fresco, diferente al resto, pero incluso aquel sentimiento, tan remoto, tan profundamente enterrado en mi pasado, adquiría en este momento los tintes del presente, tiñéndose, en sentido inverso, de desgracia, de fracaso, incluso de pura y simple mortificación, sólo porque me veía obligada a escuchar a aquel hombre que se quejaba de su mujer, de su suegra.
-Espero –dijo– que Nicky vuelva pronto. Tengo otro plan preparado, en reserva, y creo que es un buen plan. Y mientras tanto será mejor que me vaya.
Y yo seguía sin decir nada, mirándole con profunda tristeza, mis labios ocultos por el volante de mi chal negro. Se quedó un momento de pie junto a la ventana, por cuyo cristal subía una mosca apresurada, subía, se daba la vuelta, se golpeaba contra el cristal y volvía a subir para luego volverse a caer. Después él rozó con los dedos el dorso de los libros de mi biblioteca. Como la mayoría de la gente que lee poco, mostraba un afecto secreto por los diccionarios y ahora sacó un voluminoso volumen rosa en cuya portada estaban dibujadas una cabeza de dragón y una joven de rizos pelirrojos.
«Khoroshaya shtooka», dijo. Metió con dificultad el volumen en su sitio y rompió a llorar de repente. Lo senté junto a mí en el sofá y él se fue inclinando poco a poco a un lado sin dejar de sollozar violentamente y acabó escondiendo la cabeza en mi regazo. Acaricié ligeramente su cálida cabeza y su nuca robusta y rosada, cuya lisura siempre me ha resultado muy atractiva en los hombres. Poco a poco sus espasmos se fueron calmando. Me mordió con ternura por debajo de la falda y luego se incorporó.
-¿Sabes qué? –dijo Pavel Romanovich y mientras hablaba palmeó sonoramente con las palmas cóncavas de sus manos dispuestas horizontalmente (no pude evitar reírme porque me acordé de un tío mío, un terrateniente del Volga que solía imitar así el ruido de una procesión de dignas cabras que dejaban que sus ubres golpearan unas contra otras en su camino)–. ¿Sabes qué, cariño? Vayamos a mi casa. No aguanto estar solo en casa. Cenaremos allí, tomaremos unas copas de vodka y luego iremos al cine... ¿qué dices?
No pude declinar su invitación, aunque sabía que me arrepentiría. Mientras telefoneaba para cancelar mi visita al antiguo lugar de trabajo de Nick (necesitaba sus botas de goma que se había dejado allí), me vi en el espejo del vestíbulo como si fuera una pequeña monja triste de rostro cerúleo y adusto; pero un minuto más tarde, mientras me arreglaba y me ponía el sombrero, me sumergí por así decir en las profundidades de mis grandes ojos negros llenos de experiencias y encontré en ellos un reflejo que no tenía nada de conventual –¡brillaban a través del velo!, ¡Dios mío cómo brillaban!
En el tranvía, camino de su casa, Pavel Romanovich volvió a ponerse triste y distante: yo le contaba cosas del nuevo empleo de Nick en la biblioteca eclesiástica, pero mantenía una mirada huidiza, era evidente que no me escuchaba. Llegamos. El desorden de los tres cuartos más bien exiguos que había ocupado con su Lenochka era sencillamente increíble –como si sus cosas y las de ella hubieran librado una guerra sin cuartel. Para divertir a Pavel Romanovich empecé a hacer de doncella con un delantal diminuto que se había quedado perdido y olvidado en un rincón de la cocina, restablecí una cierta armonía en el desorden de los muebles, puse la mesa de forma aseada –tanto que Pavel Romanovich se puso a aplaudir de nuevo y decidió hacer borstch (estaba bastante orgulloso de sus dotes culinarias).
Después de dos o tres tragos de vodka entró en una fase enérgica y seudosuficiente, como si de verdad existiera algún tipo de proyecto que debiera ser puesto en práctica al momento. Soy incapaz de saber si es que se había visto afectado por la solemnidad teatral con la que los avezados borrachos gustan de decorar la ingesta de alcohol ruso, o si realmente creía que él y yo habíamos empezado, cuando todavía estábamos en mi habitación, a maquinar y a discutir una especie de plan, pero allí estaba, cargando la pluma y sacando con un gesto como de complicidad lo que él llamaba el dossier: cartas de su mujer recibidas la primavera pasada en Bremen, adonde había ido en representación de una compañía de seguros de exiliados para la que trabajaba. Empezó a citar pasajes de aquellas cartas en los que quedaba manifiesto que ella le quería a él y no al otro tipo. Entre medias insistía en repetir con fuerza pequeñas frases hechas, tales como: «Esto lo dice todo», «Claro está», «Y ahora veremos» –mientras seguía bebiendo. Su argumentación se reducía a la idea de que si Lenochka escribía: «Te acaricio mentalmente, Baboonovich, querido», no podía estar enamorada de otro hombre, y si ella creía que lo estaba había que explicarle pacientemente que estaba en un error. Después de unos cuantos tragos cambió de estrategia y su expresión se hizo más tosca y sombría. Sin razón aparente alguna, se quitó los zapatos y los calcetines, y luego empezó a sollozar y a caminar sollozando, de una punta a otra de su piso, ignorando por completo mi presencia y dando feroces puntapiés con su pie desnudo a la silla contra la que tropezaba una y otra vez en su deambular. De paso, se las arregló para acabar la botella y entonces entró en una tercera fase, la parte final de aquel ebrio silogismo que ya había unido, siguiendo las más estrictas reglas dialécticas, un espectáculo inicial de brillante eficacia y un período central de melancolía absoluta. En la fase actual, resultaba que él y yo habíamos llegado a algún tipo de conclusión (cuál fuera ella exactamente seguía siendo algo extremadamente dudoso) que mostraba al amante de su mujer como el mayor y más bajo de los villanos y el plan consistía en que yo fuera a ver a su mujer, por propia iniciativa, por decirlo de alguna manera, para «avisarla». Debía decirle asimismo que, por supuesto, Pavel Romanovich se oponía frontalmente a cualquier intrusión o presión y que sus sugerencias estaban marcadas por el más profundo y angélico desinterés. Antes de que yo pudiera recobrar el juicio que tenía perdido y prendido en la maraña de sus susurros pastosos (y mientras se ponía los zapatos a toda prisa), me encontré llamando a su mujer por teléfono y hasta que no oí su voz atiplada y estúpida no caí súbitamente en la cuenta de que estaba borracha y comportándome como una idiota. Colgué de golpe, pero empezó a besarme las manos frías y crispadas y la volví a llamar, fui identificada sin ningún entusiasmo, dije que tenía que verla para un asunto urgente y, tras una ligera duda, aceptó que fuera a verla en seguida. Para entonces, quiero decir para cuando estuve lista para salir, nuestro plan parecía haber madurado en todos sus detalles y resultaba increíblemente sencillo. Yo tenía que decirle a Lenochka que Pavel Romanovich tenía que comunicarle algo de excepcional importancia, algo que en modo alguno, de ninguna manera, tenía la más mínima relación con la ruptura de su matrimonio (él insistió en este punto con vehemencia, saboreando la perfección de su táctica) y que la estaría esperando en el bar de enfrente de su casa.
Me llevó una eternidad, una eternidad oscura, subir la escalera, y por alguna extraña razón me atormentaba el pensamiento de que la última vez que nos vimos, yo llevaba el mismo sombrero y los mismos zorros negros. Lenochka, por el contrario, apareció ante mí elegantemente vestida. Parecía que acabara de rizarse el pelo, aunque no era un peinado bonito, y en conjunto tenía un aspecto más bien vulgar; en torno a su boca pintada con esmero se veían unas pequeñas hinchazones que hacían que se perdiera todo posible chic que hubiera querido adornar su persona.
-No creo –me dijo, examinándome con curiosidad– que sea tan importante, pero si cree que todavía tenemos cosas que discutir, está bien, acepto ir a la cita, pero quiero que sea con testigos, me da miedo quedarme sola con él, ya he pasado lo mío, muchas gracias.
Cuando entramos en el bar, Pavel Romanovich estaba sentado con los codos apoyados en una mesa junto a la barra; con el dedo meñique se frotaba sus ojos rojos y desnudos, mientras impartía a discreción, en un tono monótono, su sabiduría acerca de un «jirón de vida», como le gustaba decir, a un completo desconocido sentado en la misma mesa, un alemán de estatura enorme, con raya en medio y el pelo engominado, pero con una nuca llena de vello oscuro y uñas mordidas.
-Sin embargo –decía Pavel Romanovich en ruso–, mi padre no quería tener problemas con las autoridades y por lo tanto decidió construir una valla alrededor. De acuerdo, ese problema quedó resuelto. Nuestra casa estaba tan lejos de la suya... –se volvió para mirar en torno suyo, saludó distraído a su mujer y continuó con expresión totalmente relajada–, como de aquí al tranvía, de forma que ya no podían tener más exigencias. Pero coincidirá conmigo en que pasar todo el otoño en Vilna sin electricidad no tiene nada de divertido. Bien, entonces, muy a disgusto...
Yo no conseguía entender de qué estaba hablando. El alemán escuchaba atento, con la boca medio abierta: sus conocimientos de ruso eran escasos, el mero proceso de intentar entenderle le proporcionaba placer. Lenochka, que estaba sentada tan cerca de mí que sentía su desagradable calor, empezó a buscar algo en su bolso.
-La enfermedad de mi padre  –seguía Pavel Romanovich– contribuyó a su decisión. Si usted realmente vivió allí, como dice, entonces se acordará perfectamente de aquella calle. Está oscuro, por allí, por la noche, y con frecuencia te enteras de que allí...
-Pavlik –dijo Lenochka–, aquí tengo tus gafas. Me las llevé en el bolso por equivocación.
-Está muy oscuro, allí, por la noche –repitió Pavel Romanovich, abriendo mientras hablaba la funda de las gafas que ella le había tirado por encima de la mesa. Se puso las gafas, sacó un revólver y empezó a disparar a su mujer.
Con un gran aullido, ella cayó bajo la mesa arrastrándome consigo, mientras que el alemán tropezó sobre nosotras uniéndose a nuestra caída, de forma que los tres nos encontramos revueltos en el suelo; pero yo tuve tiempo de ver cómo un camarero llegaba corriendo hasta el agresor por detrás y cómo le golpeaba con delectación y fuerza monstruosas en la cabeza con un cenicero de hierro, después todo ocurrió como suele ser habitual en casos como éste, el lento retorno al orden del mundo destrozado, con la participación de mirones, policías, ambulancias. Se llevaron al hospital a Lenochka, que se quejaba teatralmente (una bala se había limitado a atravesar su hombro bronceado) pero no sé por qué extraña razón me perdí la detención de Pavel Romanovich. Cuando terminó todo –esto es para cuando todo hubo recuperado su lugar en el mapa–: las farolas, las casas, las estrellas, me encontré paseando por una calle desierta en compañía de nuestro superviviente alemán: aquel inmenso hombre guapo, sin sombrero, con un impermeable voluminoso flotaba junto a mí y al principio pensé que me estaba acompañando a casa pero luego me di cuenta de que nos encaminábamos a su casa. Nos detuvimos delante de su portal y me explicó –despacio, ponderado, pero no sin una cierta poesía, y por alguna razón, en un francés muy malo– que no podía llevarme a su cuarto porque vivía con un colega que era como su padre, su hermano, o incluso su esposa. Sus excusas me parecieron tan insultantes que le ordené que llamara inmediatamente a un taxi para que me llevara a mi casa. Esbozó una sonrisa asustada y me dio con la puerta en las narices, y allí me encontré caminando por una calle que, a pesar de que hacía horas que había cesado de llover, seguía mojada todavía y como que desprendía un aire de humillación profunda, sí, allí estaba yo caminando completamente sola, como ha sido mi destino desde el comienzo de los tiempos, y ante mis ojos no veía sino a Pavel Romanovich que se levantaba una y otra vez y se quitaba la sangre y la ceniza de su pobre cabeza.

Vladimir Nabokov