viernes, 16 de diciembre de 2011

El Árbol

Sobre la casa que miraba a las colinas de Jarvis, a lo lejos, se alzaba una torre donde anidaban las aves diurnas, una torre en torno a la cual merodeaban de noche las lechuzas. Desde el pueblo se avistaba en el ventanuco de la torre una luz como de luciérnaga tras las vidrieras, pero el interior del cuartucho sobre el que anidaban los gorriones pocas veces estaba iluminado. Del techo deslucido pendían las telarañas; desde la ventana se divisaban veinte millas a la redonda, y sus rincones polvorientos, con sus huellas de aves, albergaban algún secreto.
El niño se sabía la casa palmo a palmo, se sabía de memoria los prados irregulares y el cobertizo repleto de flores que sobresalían de los tiestos, pero no lograba encontrar una llave que abriese el portón de la torre.
La casa cambiaba al compás de sus caprichos; un prado podía tornarse mar, orilla o cielo. Cuando un prado se convertía en una triste milla marítima y él surcaba navegando en una flor la superficie quebrada de las olas, del cobertizo asomaba el jardinero como si saliera de un islote de matojos. También asido a un tallo, el jardinero se hacía a la mar. A horcajadas de un escobón podía volar hasta donde el niño quisiera. El jardinero conocía todas las historias desde que el mundo era mundo.
—Al principio había un árbol —decía a veces.
—¿Cómo era el árbol?
—Como aquel, donde está piando el mirlo.
—Un halcón, es un halcón —exclamaba el niño.
El jardinero levantaba la vista hacia el árbol y veía un gigantesco halcón encaramado en una rama, o un águila que se mecía al viento.
El jardinero adoraba la Biblia. Cuando el sol declinaba y el jardín se llenaba de gente, solía sentarse en el cobertizo a la luz de una vela y leía el pasaje del primer amor y la leyenda de la manzana y la serpiente, pero el trozo que más le gustaba era el de la muerte de Cristo en un madero. A su alrededor, los árboles formaban un cerco, y los tonos de sus cortezas y el fluir oculto de la savia por las raíces le avisaban del paso de las estaciones. Su mundo cambiaba al ritmo con que mudaba la primavera la desnudez del follaje. De aquella tierra en forma de manzana nacía su Dios como un árbol que diera brotes a sus hijos, y que los dejara a merced de las brisas del invierno, que se los llevarían a la deriva. El invierno y la muerte se movían en un mismo viento. El jardinero, sentado en su cobertizo, leía el pasaje de la crucifixión mientras contemplaba los tiestos en el alféizar las noches de invierno. En noches como esas daba en pensar que el amor de bien poco vale, y que muchos de sus hijos se tronzan.
En sus juegos, el niño transfiguraba los prados que acariciaba el viento. El jardinero le llamaba por el nombre de su madre; sentándoselo sobre las rodillas, le contaba las maravillas de Jerusalén y el nacimiento en el pesebre.
—En el principio érase la aldea de Belén —le susurraba al niño antes de que la campanilla le reclamase para merendar.
—¿Dónde está Belén?
—Muy lejos —decía el jardinero—. En Oriente.
Por Oriente se alzaban las lomas de Jarvis y ocultaban el sol al tiempo que los árboles dibujaban la luna entre los herbazales.
El niño estaba en cama. Contempló su caballo de balancín y quiso tener alas para montar en él y surcar los cielos de Arabia, pero los vientos de Gales batían contra las cortinas, y ascendía el chirriar de los grillos desde la sucia parcela que estaba bajo la ventana. Sus juguetes estaban muertos. Se puso a llorar, pero paró al entender que no sabía cuál era la razón de sus lágrimas. La noche era fría, soplaba el viento, y él se encontraba calentito entre las sábanas; la noche era enorme como el monte, y él no era más que un niño en su cama.
Cerró los ojos y vio una cueva como un embudo giratorio, pero más profunda que la oscuridad del jardín en que se erguía solitario el primer árbol que liberó imposibles pájaros con un fulgor de fuego. Se le escaparon las lágrimas de los párpados; pensó que el primer árbol estaba plantado muy cerca, como un amigo en el jardín. Saltó de la cama y se acercó de puntillas a la puerta. El caballo de balancín se columpió, gimieron sus muelles y el niño, sobresaltado, se escurrió sigilosamente y volvió a la cama. Miró al caballito. Estaba inmóvil. Volvió a levantarse otra vez, avanzó de puntillas por la alfombra, alcanzó la puerta, dio una vuelta al picaporte y escapó a todo correr. A ciegas, subió hasta el final de las escaleras; arriba, contempló los escalones oscuros que llegaban hasta la puerta de entrada; vio que una hueste de sombras bullía por los rincones, y al oír sus voces sinuosas imaginó las cuencas de sus ojos y la delgadez de sus brazos lacios. Eran sombras pequeñas y secretas, y no tenían sangre; eran sombras surgidas de armaduras invisibles y envueltas por cendales de telaraña. Le tocaron en el hombro y le hablaron al oído en un susurro. Bajó las escaleras corriendo; ni una sombra en la entrada, ni tampoco en los rincones vacíos. Extendió la mano, acarició la oscuridad, y creyó sentir que una cabeza de terciopelo seco se le escurría entre los dedos y le rozaba las uñas como si fuese la bruma. Pero no había nadie. Abrió la puerta y las sombras se precipitaron al jardín.
Una vez en el sendero dejó de tener miedo. La luna se había posado sobre los matojos y la escarcha se extendía sobre la hierba. Llegó al final del sendero, hasta el árbol iluminado, más viejo aún que la luz, lleno del hervor de los bichos bajo la corteza; le salían las ramas del tronco como los brazos helados de una mujer. El niño tocó el árbol y este se plegó a su tacto. Una estrella que brillaba más que todas las del cielo ardió sobre la torre de los pájaros con un fulgor que no alcanzó a alumbrar más que las ramas sin hojas, el tronco y las raíces inquietas. El niño se encaminó hacia el árbol sin vacilar. Rezó frente a él sus oraciones, arrodillado sumisamente sobre la leña renegrida que el viento de la noche había arrastrado. Entonces, temblando de amor y de frío, volvió a correr por los prados, camino de la casa.
Al este de la comarca vivía un cretino que vagaba por aquellos parajes y pedía limosna. En las granjas o en las casas de las viudas pedía un poco de pan por caridad. Una vez, el párroco le había regalado un traje que pendía desmañadamente sobre su escuálida figura y que flotaba al viento cuando recorría los campos. Tenía los ojos tan grandes y tan limpio el cuello que nadie podía negarse a sus súplicas. Y si pedía agua, leche le daban.
—¿De dónde vienes?
—De Oriente —decía.
Todos sabían que era un cretino, y le daban de comer a cambio de que limpiase los huertos.
Una vez, al clavar el rastrillo en el estiércol, oyó que del fondo de su corazón subía una voz. Echó mano de un montón de heno, atrapó un ratón, le hizo una carantoña en el hocico y lo dejó escapar.
Todo el día estuvo el niño pensando en el árbol; toda la noche le acompañó en sus sueños mientras la luna lucía sobre los campos. Una mañana de mediados de diciembre, cuando el viento soplaba desde las colinas más lejanas y zarandeaba la casa, cuando la nieve de las horas oscuras aún blanqueaba los tejados y los prados, salió corriendo hacia el cobertizo. El jardinero andaba reparando un rastrillo que había encontrado roto. Sin decir palabra, el niño se sentó a sus pies sobre un cajón lleno de simiente, y se quedó a verle coser las púas del rastrillo. Le pareció que nunca lo conseguiría con un simple alambre. Observó las botas del jardinero, húmedas por la nieve; observó las rodilleras de sus pantalones, los botones desabrochados de su zamarra y los pliegues de la barriga, que se adivinaban bajo una camisa de franela llena de remiendos. Miró sus manos ocupadas en los nudos dorados del alambre; eran unas manos toscas, pardas; bajo las uñas rotas había manchas de tierra, y en las yemas de los dedos tenía manchas amarillas de tabaco. El jardinero tenía una expresión adusta y decidida en el rostro mientras pasaba el alambre por las púas del rastrillo, pues presentía que se iban a desprender del mango. Al niño le impresionaron la fuerza y la suciedad del viejo, pero al mirarle la larga y espesa barba blanca, inmaculada como la nieve, recuperó enseguida la confianza. Era la barba de un apóstol.
—He rezado al árbol —dijo el niño.
—Reza siempre a los árboles —dijo el jardinero, que pensaba en el Calvario y en el paraíso.
—Le rezo al árbol todas las noches.
El alambre se escurrió sobre las púas del rastrillo.
—He rezado a aquel árbol.
El alambre se rompió con un chasquido.
El niño levantó el dedo por encima del invernadero y señaló el árbol que, a diferencia de los demás, no tenía ni rastro de nieve.
—Es un aliso viejo —dijo el jardinero, y el niño, encaramado ahora en el cajón, gritó con tanta fuerza que el rastrillo estropeado cayó al suelo con gran estruendo
—Es el primer árbol, el primero del que me hablaste. Al principio había un árbol, dijiste. Yo te oí —exclamó el niño.
—El aliso es tan bueno como los demás —dijo el jardinero con voz condescendiente.
—Es el primer árbol de todos —murmuró el niño.
Reconfortado por la voz del jardinero, sonrió mirando al árbol a través de los cristales. El alambre volvió a escurrirse del rastrillo roto.
—Dios crece en los árboles más raros —dijo el viejo—. Sus árboles vienen a descansar a extraños parajes.
Mientras el jardinero relataba la historia de las doce estaciones de la cruz, el árbol agitaba sus ramas como si saludase al niño. De los pulmones alquitranados del jardinero surgió la voz de un apóstol.
Le ayudaron a subir al árbol y le insertaron los clavos en la tripa y en los pies. La sangre del sol de mediodía, sobre el tronco del aliso, teñía su corteza.
Desde las colinas de Jarvis, el cretino contemplaba el valle impoluto en cuyas aguas y praderas se alzaban y se difuminaban las brumas matinales.
Vio que se deshilachaba el rocío, vio que el ganado se miraba en los arroyos, vio que las nubes oscuras huían con el rumor del sol. Sobre los bordes de un cielo transparente y acuoso apareció el sol como un caramelo en un vaso de agua. El cretino tuvo hambre de luz cuando las primeras gotas invisibles de la lluvia le cayeron en los labios; tomó en las manos unas briznas de hierba y, después de probarlas, creyó notar su verdor en la lengua. Había luz en su boca, y la luz era un ruido en sus oídos: todo el valle era el reino de la luz. Ya conocía las colinas de Jarvis; por encima de las laderas del condado se erguían sus perfiles; podían distinguirse desde muchas millas de distancia, pero nadie le había hablado nunca del valle al que se abrían las colinas. Belén, dijo el cretino al valle, y meditó el sonido de las palabras para infundirles toda la gloria de aquella mañana galesa. Se sintió hermano del mundo que le rodeaba, aspiró el aire igual que un recién nacido abraza la luz y se hermana con ella. La vida del valle de Jarvis, como un vapor que ascendía de aquel cuerpo de árboles y prados y de aquel manojo de arroyos, les prestaba sangre nueva. La noche le había secado las venas, y el amanecer del valle le devolvía la sangre.
—Belén —dijo el cretino al valle.
El jardinero no tenía regalos que dar al niño, así que se sacó una llave del bolsillo y le dijo así:
—Esta es la llave de la torre. En Nochebuena te abriré las puertas.
Antes de oscurecer, el niño y él subieron las escaleras de la torre, metieron la llave en el ojo de la cerradura y la puerta, como la tapadera de una caja llena de secretos, se abrió ante ellos dos. El cuarto estaba vacío.
—¿Dónde están los secretos? —preguntó el niño, mientras contemplaba las vigas enmarañadas, las telarañas de los rincones y las vidrieras emplomadas.
—Basta con que te haya dado la llave —dijo el jardinero, que creía que en su bolsillo se escondía la llave del universo junto a las plumas de las aves y las semillas de las flores.
Como no había secretos, el niño se puso a llorar. Exploró una vez y otra la estancia vacía, se lió a patadas con el polvo, tratando de hallar alguna trampilla disimulada, y golpeó con los nudillos las paredes desnudas en busca de la voz hueca del cuarto, una voz que pudiera haber más allá de la torre. Pasó la mano por las telarañas que cubrían la ventana, y a través del polvo divisó la nieve que caía en Nochebuena. Un mundo repleto de colinas se escalonaba hasta el cielo bien medido, y aquellas cumbres que el niño nunca había visto se dilataban hacia los copos de nieve. Se extendían allí delante las peñas y los bosques, anchos mares de tierra estéril y una marea nueva de cielos que barrían las negras playas. Hacia Oriente, los perfiles de las criaturas innombrables y una madriguera de árboles.
—¿Quiénes son aquellas? ¿Quiénes son?
—Son las colinas de Jarvis —dijo el jardinero—. Han estado ahí desde el principio.
Tomó al niño de la mano y lo apartó de la ventana. La llave giró en la cerradura.
Aquella noche el niño durmió bien. Había una fuerza especial en la nieve y en la oscuridad, una música inalterable en el silencio de las estrellas y un silencio espeso en el viento apresurado. Y Belén estaba más cerca de lo que él suponía.
La mañana de Navidad el cretino llegó al jardín. Traía el pelo húmedo y los zapatos rotos y enfangados. Cansado del largo viaje desde las colinas de Jarvis y desmayado de hambre, se sentó junto al aliso, allí donde el jardinero había arrastrado un tronco. Entrelazó los dedos y miró los parterres desolados y las malas hierbas que crecían en las lindes del sendero. Por encima de un alero rojo sobresalía la torre como un árbol de piedra y cristal. Se subió el cuello del abrigo, pues un viento fresco sacudía el árbol; se miró las manos y vio que estaban rezando. Entonces, el miedo del jardín se apoderó de él; los matorrales se habían vuelto enemigos y los árboles que jalonaban la avenida hasta la verja alzaban los brazos pavorosamente. El lugar estaba muy alto; desde el temblor de los penachos de una nueva montaña, parecía en cambio que estuviera muy bajo. El viento soplaba allí con fuerza y rasgaba rabiosamente el silencio, arrancando de las ramas del aliso una voz judaica. El silencio latía como el corazón de un ser humano. Sentado ante las crueles colinas, oyó una voz que clamaba en su interior: «¿Por qué me trajiste aquí?».
No pudo decir por qué había venido. Le habían dicho que viniera y alguien le había guiado, pero no sabría decir quién. De los arriates surgió una voz y empezó a diluviar.
—Dejadme —dijo el cretino volviéndose contra el cielo—. Tengo lluvia en la cara y el viento en las mejillas.
Se hermanó con la lluvia.
Así lo encontró el niño, al amparo del árbol, soportando la tortura del tiempo con paciencia infinita, con la triste sombra de una sonrisa en los labios y el cabello desaliñado por el viento.
¿Quién era aquel extraño? Tenía fuego en los ojos y el cuello desnudo bajo el abrigo, pero sonreía andrajoso y sentado bajo el árbol en el día de Navidad.
—¿De dónde vienes? —preguntó el niño.
—De Oriente —respondió el cretino.
No le había engañado el jardinero. La torre tenía un secreto. Aquel árbol tenebroso y raído que relucía en la noche era el primer árbol de todos.
Y volvió a preguntar:
—¿De dónde vienes?
—De las colinas de Jarvis.
—Ponte de pie contra el árbol.
El cretino, sonriente, se levantó y reclinó la espalda contra el tronco.
—Pon los brazos así.
El cretino extendió los brazos.
El niño escapó corriendo hacia el cobertizo, y al llegar a los prados empapados vio que el cretino no se había movido, que todavía seguía de espaldas contra el árbol, con los brazos abiertos, erguido y sonriente.
—Déjame atarte las manos.
El cretino notó que el alambre inútil del rastrillo le ceñía las muñecas, se le clavaba en la carne, y la sangre de las heridas manaba brillante y caía sobre el árbol.—Hermano —dijo, y vio que el niño sostenía en la palma de la mano unos clavos de plata.

Dylan Thomas