miércoles, 13 de julio de 2011

Acerca del estilo

El estilo es el hombre, el individuo, el único: su manera de ver y sentir el universo, su manera de “pensar” la realidad, o sea es manera de mezclar sus pensamientos a sus emociones y sentimientos, a su tipo de sensibilidad, a sus prejuicios y manías, a sus tics.
No tiene sentido, pues, referirse al estilo de Pitágoras en su teorema. El lenguaje de la ciencia pura puede y en rigor debe ser reemplazado por puros y abstractos símbolos, tan impersonales como las figuras platónicas a que hacen referencias. La ciencia es genérica y el arte individual, y por eso hay estilo en el arte y no hay en la ciencia. El arte es la manera de ver el mundo de una sensibilidad intensa y curiosa, manera que es propia de cada uno de sus creadores, e intransferible.
Los retóricos consideraban el estilo como ornamento, como un lenguaje festival. Cuando en verdad es la única forma en que un artista puede decir lo que tiene que decir. Y si el resultado es insólito, no es porque el lenguaje lo sea sino porque lo es la manera que tiene ese hombre de ver el mundo. Lo que el lenguaje hace luego es ceñirse a esa visión como las sutiles mallas de las bailarinas a los músculos de sus cuerpos.
El artista es un individuo dotado de una sensibilidad y de una inteligencia que no son ordinarias, que ve cosas donde los demás no ven nada. O donde los demás no veían nada. Porque, justamente, una de las misiones del arte es develar realidades que los otros inadvierten: un costado, una perspectiva, una trama, un esplendor, un matiz. Motivo por el cual ahora vemos paisajes que no veíamos antes de los impresionistas, y endemoniados que no conocíamos antes de Shakespeare. El artista es un revelador. Y esa revelación se hace con una forma que se denomina estilo.
Para admitir esa nueva forma de ver el universo se necesita cierto candor y cierta generosidad, sin embargo; esa generosidad, ese candor y esa humildad que muchas veces es más fácil encontrar en un simple lector que en otro creador, como se prueba recordando que Gide arrojó al canasto los manuscritos de Proust. Muy pocos son capaces de admitir que la realidad pueda ser mostrada o expresada de otra manera, y por eso la inmensa mayoría de los críticos reiteradamente se equivocan, pues juzgan lo nuevo por lo viejo.
Durante siglos se creyó en la existencia de dos lenguajes: uno para entrecasa y otro para el arte, algo así como un lenguaje dominguero. Un “contenido” se podía expresar con palabras sencillas, si sólo se trataba del trato cotidiano con los hombres y las cosas; o con las palabras rebuscadas, con perifollos y adornos, si se trataba de hacer arte. Todavía persiste esta doctrina entre muchos periodistas y no pocos escritores, que creen más distinguido poner “equino” donde modestamente debe decirse “caballo”. Ignorando que no se hace poesía son cursilerías y que no hay palabras poéticas sino hechos poéticos; hechos que deben ser expresados en la forma más transparente y ceñida posible, con palabras sencillas que no se interpongan entre ese hecho y el lector.
El grande y conmovedor Gramsci, que era capaz de pensar en una cárcel infame sobre los más puros problemas del espíritu, tiene excelentes consideraciones sobre este problema; conviviendo, como convivía, con un pueblo propenso a la ópera. Y observa que entre los escritores italianos de su tiempo se advierte un doble estilo, hasta el punto que a veces parecemos encontrarnos frente a dos escritores distintos: un estilo para su correspondencia privada, otro para sus obras literarias. En el primer caso, predomina la sobriedad, la simplicidad; en el segundo predomina el engreimiento, el estilo oratorio, la hipocresía estilística. Enfermedad tan difundida que finalmente afecta al pueblo, para el cual “escribir bien” significa montarse en zancos, ponerse de fiesta; y como la universidad de esa gente eran los libretos de ópera, terminaban escribiendo como en los melodramas. Momento en que el problema de la relación entre contenido y forma, además de su significado estético, toma un significado histórico.
Alguien observó que Napoleón hacia frases cuando se dirigía al pueblo, pero nunca en su correspondencia. Stendhal, que se vanagloriaba de su rama Guadani, leía el Código Civil antes de disponerse a escribir. Y no confundamos esta actitud con frialdad de espíritu, no imaginemos que la pasión deba expresarse con grandes frases; al contrario, hay motivos para pensar que esas grandes frases se han hecho para manifestar la falsa pasión; mientras que la exaltada dureza, la concisión, la nitidez de Dante corresponden a la máxima potencia emocional. Stendhal era un romántico con lenguaje de jurista o matemático.
Desde Dante hasta los escritores actuales, la mejor tradición italiana ha sido la de la precisión y la sobriedad. La pompa de sus peores exponentes es consecuencia de esa incredulidad de fondo que suele encontrase en los italianos, de su cínico y escéptico realismo. Sólo los extranjeros creían en las frases de Mussolini: los más exaltados de sus partidarios se encontraban fuera del país.
La más importante de las alhajas literarias que adornan el estilo era para Aristóteles la metáfora. El primero en advertir semejante equivocación fue Gianbattista Vico, quien afirmó que la poesía y el lenguaje son esencialmente idénticos y que la metáfora, lejos de ser un recurso “literario”, constituye el cuerpo central de todas las lenguas (Cf. Sciencia Nuova). De modo que no sólo el hombre habla en prosa sin saberlo sino que su prosa está principalmente constituida de metáforas. En los comienzos, debieron de consistir en actos mudos o en ademanes con cuerpos que tuvieran alguna relación con las ideas o sentimientos que se querían expresar. También los jeroglíficos, los blasones y los emblemas no son otra cosa que metáforas. Y hasta la propia palabra figura ya es una figura. Es imposible hablar o escribir sin metáforas, y cuando parece que no lo hacemos es porque se han hecho tan familiares que se han vuelto invisibles; y así nadie advierte que cuando decimos “al correr de los años” procedemos con desaforada prosa metafórica.
Un buen escritor expresa grandes cosas con pequeñas palabras; a la inversa del mal escritor, que dice cosas insignificantes con grandes palabras.
A propósito de esos individuos que creen más elegante decir “capital del reino” en lugar de “París”, comentaba Pascal: “Cuando uno se encuentra con un estilo natural, se queda asombrado y encantado: porque esperaba hallarse con un autor y se encuentra con un hombre”.
Pero advirtamos que “estilo natural” no significa aquí “estilo espontáneo”, ya que el lenguaje que surge espontáneamente es casi siempre el más artificioso, debido a una subsistencia de mala literatura. La naturalidad y la sencillez son el resultado de un arduo trabajo de limpieza, y el propio Pascal es un ejemplo: el estilo de los Provinciales, que parece más natural, es más trabajado que el de los Pensamientos.
Todos los grandes escritores escriben con sencillez, pero casi siempre a costa de mucho esfuerzo. Ya decía Cicerón que “hay un arte de parecer sin arte”. La sencillez produce la impresión de que no ha costado nada, la impresión de que cualquiera de nosotros podremos escribir como Tolstoi en cuanto nos pongamos delante de una cuartilla. (...)
Sólo un escritor mediocre puede desdeñar ciertas palabras, como un mal jugador desdeña un peón: ignora que muchas veces sostiene una posición.
En “el silencio amistoso de la callada luna”, Virgilio no emplea más triviales epítetos, pero es la yuxtaposición de esos epítetos a esos sustantivos lo que crea, en una sola línea, una atmósfera poética de melancólica belleza. Por otra parte, dos simples palabras, que separadamente representan sentimientos o cosas o ideas corrientes, al ser insólitamente vinculadas no sólo cobran un resplandor novedoso sino que revelan una realidad que hasta ese momento nunca había sido revelada.

Ernesto Sábato
Del libro El escritor y sus fantasmas