jueves, 12 de noviembre de 2009

La maldad y la poesía



En la saga de La Profecía, Sam Neill en su papel de Damián le comenta a su amigo “El mal, en su forma mas pura, es tan simple y poderoso como el bien”, pero como la mayoría de los escritores dados a la fantasía y el ingenio, poco sabia David Seltzer que las nociones del bien y el mal son un invento relativamente reciente (si pensamos, claro, que el Hombre lleva sobre la tierra algo así como un millón setecientos mil años). Aunque no podemos tener certeza acerca de la fecha, ya en el siglo VI A. de C. Zaratustra (que pudieron ser dos o mas), le dio forma a la dualidad bien/mal, y es difícil pensar hoy, en que estas nociones se encuentran tan entronizadas incluso en nuestra vida diaria, que antes de ese hecho, ambas no existían ni se usaban. Y no es menos cierto que tremendo hallazgo no podía dejarse pasar de lado por uno de los filósofos mas influyentes de la era moderna: El filósofo alemán Friedrich Nietzsche (uno de los tres Maestros de la sospecha), en una de sus obras fundamentales, La genealogía de la moral, examina los términos alemanes gut («bueno»), schlecht («malo») y böse («malvado») desde el punto de vista etimológico, llegando a la conclusión de que la distinción entre “el bien” y “el mal” es en origen meramente descriptiva, o sea, una referencia amoral a aquéllos que eran privilegiados (los amos), en contraste con los que eran inferiores (los esclavos). El contraste bueno/malvado surge precisamente cuando los esclavos se vengan convirtiendo los atributos de la supremacía en vicios. De ahí vendría en último término la llamativa coincidencia u homonimia entre el mal, como dolencia o enfermedad, y el mal en sentido moral, los cuales, en apariencia, nada tienen que ver entre sí. Un poco más cercano a nosotros quizá sea el caso del maestro Panero, arquetipo del malditismo, que pasó por la prisión y quizá por que clase de drogas, nos escribió alguna vez que “La Maldad nace de la Supresión hipócrita del Gozo”: “Una cucaracha recorre el jardín húmedo / de mi chambre y circula por entre las botellas / vacías: / la miro a los ojos y veo tus dos ojos / azules, madre mía./ Y cantas, cantas por las noches parecida a la locura, / velas/ con tu maldición para que no me caiga dormido,/ para que no me olvide / y esté despierto para siempre frente a tus / dos ojos / azules, madre mía.”, estremeciéndonos, desde el corazón y el alma de un hombre que ha estado entrando y saliendo de sanatorios mentales desde la década de los setentas. Y sin embargo, Manuel Altolaguirre, otro español malagueño de la Generación del 27, considerado el más espiritual e intimista, no tuvo miedo de ver el otro lado del amor, y escribió el poema “Maldad”; “El silencio eres tú./ Pleno como lo oscuro,/ incalculable/ como una gran llanura/ desierta, desolada,/ sin palmeras de música,/ sin flores, sin palabras./ Para mi oído atento/ eres noche profunda/ sin auroras posibles./ No oiré la luz del día,/ porque tu orgullo terco,/ rubio y alto, lo impide./ El silencio eres tú:/ cuerpo de piedra.”, pero es, para mi humilde gusto, Svetlana Makarovič, poeta nacida en eslovenia y quien pensaba que el pecado original de la humanidad no es sólo la falta o la incapacidad de amar, sino el don particular del hombre para la maldad, escribió algunos de los poemas mas estremecedores que he leído recientemente, donde la maldad se vuelve real a través de una carga de pasmosa hermosura, porque sabemos, que lo hermoso no es sino finalmente el argumento de la existencia: si algo es hermoso, entonces debe ser, de alguna manera, real. Y Makarovič ejecuta ese plan con estremecedora belleza. Son muchos los poemas que logra construir bajo ese discurso y que la convierten, probablemente, en un interesante hallazgo a pesar de haber nacido por allá por 1939. Leamos entonces, en traducción de Damjana Pintarič, el poema “La Caza”, que pudiera ser, quizás, una escaramuza de guerra, o de la simple vida cotidiana:
Hueles a semilla caliente, ciervo.
A ti huele todo el bosque, y yo.
El cuchillo ya está afilado para ti, ciervo.
Lo presiente el bosque, y lo sé yo.
Pasarás el claro de luna, ciervo,
mi ciervo con ojos de zarzamora.
Olerá profundamente a sangre, ciervo.
De pronto sabrás adónde vas y quién eres.
Jorge Alberto Collao