De no haber sido por una muchacha llamada Betty Ryan
que vivía en la misma casa que yo en París, nunca hubiera ido a Grecia. Una
tarde, ante un vaso de vino blanco, comenzó a charlar sobre sus experiencias de
trotamundos. Siempre la escuché con gran atención, no sólo porque sus
experiencias eran singulares, sino porque narraba con tal arte que parecía uno
estar viviendo lo descrito: sus relatos se grababan en mi mente como si fueran
perfectos lienzos pintados de mano maestra. La conversación de esa tarde fue
muy peculiar; empezamos hablando de China y del idioma chino, que ella había
principiado a estudiar. Pronto nos encontramos en el norte de África, en el
desierto, entre gentes de las que nunca había oído hablar. Y luego, de repente,
se quedó sola, caminando junto a un río, y la luz era intensa y yo la seguía
bajo el sol cegador, pero se perdió y me encontré vagando en una tierra
extraña, escuchando un idioma que jamás había oído hasta ese momento. La
muchacha no es precisamente una escritora, pero, es de todas formas una
artista, ya que nadie ha sabido darme el ambiente de un lugar tan a fondo como ella
me lo dio de Grecia. Mucho tiempo después me enteré de que fue cerca de Olimpia
donde se perdió, y yo con ella, pero entonces Grecia sólo era para mí un mundo
de luz como nunca lo había soñado ni esperaba ver.
Durante meses,
antes de tener esta conversación, había estado recibiendo cartas de Grecia,
escritas por
mi amigo Lawrence Durrell, quien prácticamente se había domiciliado en Corfú.
Sus cartas eran también maravillosas, aunque me parecían un poco irreales.
Durrell es poeta y sus cartas eran poéticas; me causaban una cierta confusión
porque en ellas la ficción y la realidad, lo histórico y lo mitológico, estaban
artísticamente mezclados. Más adelante iba a descubrir por mi propia cuenta que
esa confusión es real y no debida enteramente a la facultad poética. Pero en
ese tiempo creía que era un pretexto para tentarme a aceptar las repetidas
invitaciones que me había hecho de reunirme con él.
Pocos meses
antes de estallar la guerra decidí tomarme unas largas vacaciones. Desde hacía
tiempo acariciaba la idea de visitar el valle del Dordoña. Así, pues, hice la
maleta y cogí el tren para Rocamadour, adonde llegué de madrugada, cuando el
Sol estaba a punto de salir y la Luna todavía brillaba resplandeciente. Fue una
inspiración la que me llevó a la Dordoña antes de sumergirme en ese brillante y
blanquecino mundo griego. Echar un vistazo al negro y misterioso río, en Domme,
desde el hermoso risco situado en el extremo de la ciudad, es algo que no se
puede olvidar en toda la vida. Para mí este río, esta región, pertenecen al
poeta Rainer María Rilke. No es francesa, ni austriaca, ni siquiera europea; es
la reglón del encanto en la que se han aventurado los poetas y la que sólo
ellos tienen derecho a reivindicar. De este lado de Grecia, es la parte más próxima
al Paraíso. Por hacer una concesión llamémosle el paraíso francés. En efecto,
ha debido ser un paraíso durante muchos miles de años. Creo que así fue para el
hombre de Cromagnon, a pesar de que los restos fosilizados de las grandes
cavernas parecen indicar una vida azorada y aterradora. Creo que el hombre de
Cromagnon se estableció en este sitio porque era extremadamente inteligente y
tenía desarrollado en alto grado el sentido de la belleza. Creo que su
sentimiento religioso estaba ya muy adelantado y que florecía aquí, aunque el
hombre viviera como un animal en las profundidades de las cavernas. Creo que
esta apacible región de Francia será siempre un lugar sagrado para el hombre, y
que cuando las ciudades maten a los poetas ella será el refugio y la cuna de
los venideros. Lo repito, el ver la Dordoña fue para mí de la mayor
importancia: me da esperanza en el futuro de la raza, en el futuro de la tierra
misma. Francia puede dejar de existir un día, pero la Dordoña vivirá como viven
los sueños y sustentará el alma de los hombres.
En Marsella me
embarqué para El Pireo. Mi amigo Durrell me esperaba en Atenas para llevarme a
Corfú. En el barco iba mucha gente del Levante. Inmediatamente mi atención
se fijó en ella, ganando mis
preferencias sobre los americanos, franceses e ingleses. Tenía un enorme deseo de hablar con árabes, turcos,
sirios, etcétera. Sentía curiosidad por saber cómo eran. El viaje duró cuatro o
cinco días, y conté con tiempo más que suficiente para trabar relación con los que más deseaba conocer.
Pero, por mera casualidad, el primer amigo que hice fue un griego, estudiante
de Medicina, que regresaba de París. Hablamos en francés. La primera noche
estuvimos de charla hasta las tres o las cuatro de la madrugada, tratando
principalmente de Knut Hamsun, quien, por lo que oí, era muy admirado en
Grecia. Al principio me pareció extraño hablar sobre ese genio nórdico mientras
navegábamos por aguas templadas. Pero esa conversación me hizo ver en seguida
que los griegos son un pueblo apasionado, entusiasta y curioso. Pasión era algo
que hacía tiempo echaba de menos en Francia. No solamente pasión, sino espíritu
de contradicción, confusión, caos, todas esas genuinas cualidades humanas que
volvía a descubrir y apreciar en la persona de mi nuevo amigo. Y generosidad,
de la que casi llegué a pensar que había desaparecido de la Tierra. Allí estábamos un griego y un americano con algo
en común, aun siendo dos seres muy diferentes.
Fue una
espléndida introducción a ese mundo que pronto se abriría ante mis ojos. Antes
de ver el país, ya estaba enamorado de Grecia y de los griegos. Me di cuenta
con antelación de que eran gente cordial, hospitalaria, y con la que sería
fácil entenderse.
Al día siguiente entablé conversación
con los otros: un turco, un sirio, algunos estudiantes del Líbano y un
argentino de origen italiano. El turco me fue antipático casi desde el primer
momento. Tenía
una verdadera manía por la lógica que me sacaba de quicio. Además era una
lógica absurda. Y lo mismo que en los demás, todos ellos profundamente
antipáticos, advertí en él una expresión del espíritu americano en su peor
acepción. El progreso era la obsesión de todos ellos. Más máquinas, más
eficiencia, más capital, más comodidades; he aquí su único tema. Les pregunté
si habían oído hablar de los millones de personas que estaban sin trabajo en
América. No me hicieron caso. Les pregunté si se daban cuenta de lo vacíos,
desasosegados y miserables que eran los americanos con todas sus máquinas
productoras de lujo y comodidades. Mi sarcasmo no les hizo mella. Lo que
deseaban era éxito: dinero, poder, la Luna a ser posible. Ninguno quería volver
a su país; por alguna razón les habían obligado a regresar en contra de su
voluntad. Decían que no había vida para ellos en sus respectivos países. Estuve
tentado de preguntarles: ¿Cuándo creían que empezaba la vida? Cuando poseyeran
todas las cosas que tiene América, Alemania o Francia. Por lo que pude
entender, la vida estaba hecha de cosas, de máquinas principalmente. La vida
sin dinero era una imposibilidad: se necesitaban trajes, una buena casa, una
radio, una raqueta de tenis, etc. Les dije que no tenía ninguna de esas cosas y
era feliz, y que si me había marchado de América había sido precisamente porque
esas cosas no significaban nada para mí. Me contestaron que era el americano
más raro que habían conocido. Sin embargo se encontraban a gusto conmigo.
Se me pegaron
durante todo el viaje, acosándome con variedad de preguntas que en vano contestaba.
Por las noches me reunía con el griego. Nos entendíamos mejor, mucho mejor que
con los demás, a pesar de su adoración por Alemania y su régimen. También él,
naturalmente, quería ir a América algún día. Todo griego sueña con ir a América
y hacer allí su nido. No intenté disuadirle: le hice un retrato de América tal
como la conocía, tal como la había visto y vivido. Eso pareció asustarle un
poco; reconoció que nunca había oído hablar así de América.
«Vaya y vea
usted mismo –le dije–. Puedo estar
equivocado. Solamente le digo lo que conozco por propia experiencia.» Y añadí:
«Recuerde que Knut Hamsun no encontró la vida americana tan deliciosa como
usted cree, ni su admirado Edgar Allan Poe... (...)
Henry Miller