Belano, nuestro querido
Arturo Belano, vuelve a la Ciudad de México. Han pasado más de veinte años
desde la última vez que estuvo allí. El avión sobrevuela el DF y Belano
despierta de golpe. La sensación de malestar que lo ha acompañado durante todo
el viaje se hace más aguda. En el aeropuerto del DF tiene que tomar un enlace
para Guadalajara, para la Feria del Libro, adonde ha sido invitado. Belano es
ahora un autor de cierto prestigio y suelen invitarlo a muchos lugares, aunque
él no viaja mucho. Éste es el primer viaje a México en más de veinte años. El
año pasado lo invitaron dos veces y a última hora decidió no asistir. El año
antepasado lo invitaron cuatro veces y a última hora decidió no asistir. Hace
tres años lo invitaron ya no recuerdo cuántas veces y a última hora decidió no
asistir. Ahora, sin embargo, está en México, en el aeropuerto del DF, y camina
tras la gente, unos perfectos desconocidos, que se dirigen a la zona de
tránsito para tomar el avión que lo llevará a Guadalajara. El pasillo es un
laberinto encristalado. Belano es el último de la fila. Sus pasos cada vez se
hacen más lentos, más dubitativos. En una sala de espera divisa a un joven
escritor argentino que también va hacia Guadalajara. De inmediato Belano se
refugia tras una columna. El argentino está leyendo el periódico, posiblemente
las páginas culturales, en donde sólo se habla de la Feria del Libro, y al cabo
de unos instantes, como si se supiera observado, alza la vista y mira en todas
las direcciones, pero no ve a Belano y vuelve a las páginas del periódico. Al
cabo de un rato una mujer muy guapa se acerca al argentino y lo besa por
detrás. Belano la conoce. Es la mujer del argentino, una mexicana nacida en
Guadalajara. Ambos, el argentino y la mexicana, viven juntos en Barcelona y
Belano es amigo de ellos. La mexicana y el argentino cruzan unas palabras. De
alguna manera ambos se sienten observados. Belano intenta leerles los labios,
pero resulta imposible descifrar nada. Escondido detrás de la columna, espera
hasta que ellos le dan la espalda para salir de su escondite. Cuando por fin
puede salir del pasillo la cola que se dirigía a tomar el enlace de Guadalajara
ha desaparecido y Belano descubre, con una creciente sensación de alivio, que a
él ya no le interesa viajar a Guadalajara ni participar en la Feria del Libro,
sino quedarse en el DF. Y eso hace. Se dirige a la salida. Le miran el
pasaporte y poco después está fuera, buscando un taxi.
Otra
vez en México, piensa. El taxista lo mira como si lo conociera desde siempre.
Belano ha oído historias sobre los taxistas del DF y sobre los asaltos en los
aledaños del aeropuerto. Pero todas esas historias ahora se desvanecen. ¿Adónde
vamos a ir, joven?, dice el taxista, que es más joven que él. Belano le da la
última dirección conocida de Ulises Lima. Órale, dice el taxista, y acelera y
el coche se interna en la ciudad. Belano cierra los ojos, como cuando vivía
allí y cerraba los ojos, pero ahora está tan cansado que los abre casi de
inmediato y la ciudad, su vieja ciudad de la adolescencia, se despliega
gratuitamente para él. Nada ha cambiado, piensa, aunque sabe que todo ha cambiado.
La mañana es una mañana de
camposanto. El cielo es de color amarillo terroso. Las nubes, que se mueven
lentamente de sur a norte, parecen cementerios perdidos que por momentos se
separan, permitiéndole ver fragmentos de cielo gris, y por momentos se funden
con un chirrido de tierra seca que nadie, ni él, escucha, y que hace que le
duela la cabeza, como cuando era adolescente y vivía en la colonia Lindavista o
en la colonia Guadalupe-Tepeyac.
La
gente que camina por las aceras, sin embargo, es la misma, acaso más jóvenes,
probablemente aún no habían nacido cuando él se marchó por última vez de allí,
pero en el fondo son las mismas caras que vio en 1968, en 1974, en 1976. El
taxista intenta entablar conversación, pero Belano no tiene ganas de hablar.
Cuando por fin puede cerrar los ojos sólo ve su taxi que se desplaza por una
avenida llena de coches, a toda velocidad, mientras otros taxis son asaltados y
sus ocupantes mueren con expresiones de horror. Gestos y palabras que le son
vagamente familiares. El miedo. Después ya no ve nada y cae en el sueño como
una piedra en el interior de un pozo.
Ya
hemos llegado, dice el taxista.
Belano
mira por la ventana. Están en la calle donde vivía Ulises Lima. Paga y se baja.
¿Es su primera visita a México?, le pregunta el taxista. No, dice, hace tiempo
yo viví aquí. ¿Es usted mexicano?, dice el taxista mientras le da el cambio.
Más o menos, dice Belano.
Luego
se queda solo en la acera contemplando la fachada del edificio.
Belano
lleva el pelo corto. Una calvicie redonda tonsura su coronilla. Ya no es el
joven de pelo largo que una vez recorrió estas calles. Ahora se viste con una
americana negra y pantalones grises y camisa blanca y usa zapatos Martinelli.
Ha venido a México invitado a un congreso de escritores hispanoamericanos. En
el congreso participan, por lo menos, dos amigos suyos. Sus libros se leen
(aunque no mucho) en España y en Latinoamérica y están todos traducidos a
varias lenguas. ¿Qué hago aquí?, piensa.
Camina hacia el portal del edificio.
Saca su libreta de direcciones. Llama al piso en donde vivió Ulises Lima. Tres
timbrazos largos. No le contesta nadie. Llama a otro departamento. Una voz de
mujer pregunta quién es. Soy amigo de Ulises Lima, dice Belano. Cuelgan abruptamente.
Llama a otro departamento. Una voz de hombre grita ¿quién es? Un amigo de
Ulises Lima, dice Belano sintiéndose cada vez más ridículo. Con un chasquido
eléctrico la puerta se abre y Belano empieza a subir por las escaleras hasta el
tercer piso. Cuando alcanza el rellano se ha puesto a sudar por el esfuerzo.
Hay tres puertas y un pasillo largo y mal iluminado. Aquí vivió Ulises sus
últimos días, piensa, pero cuando toca el timbre tiene la irrazonable esperanza
de oír al otro lado los pasos de su amigo que se acerca y luego ver su rostro
sonriente asomándose a la puerta entreabierta.
Nadie contesta a su llamada.
Nadie contesta a su llamada.
Belano
vuelve a bajar las escaleras. Cerca, en la misma colonia Cuauhtémoc, encuentra
un hotel. Durante mucho rato permanece sentado en la cama, mirando la
televisión mexicana y sin pensar en nada. Ya no reconoce ningún programa, pero
de alguna manera los viejos programas se infiltran en los nuevos y así Belano
ve en la pantalla el rostro del Loco Valdés o cree oír su voz. Más tarde, mientras
cambia de canal, encuentra una película de Tin-Tan y la deja hasta el final.
Tin-Tan era el hermano mayor del Loco Valdés. Tin-Tan ya estaba muerto cuando
él se vino a vivir a México. Posiblemente el Loco Valdés haya muerto también.
Cuando
la película acaba Belano se mete en la ducha y después, aún sin secarse,
telefonea a un
amigo. No hay
nadie en casa. Sólo el contestador automático, pero Belano prefiere no dejar
ningún mensaje.
Cuelga.
Se viste. Se acerca a la ventana y contempla la calle Río Pánuco. No ve gente
ni coches ni árboles, sólo el pavimento gris y una calma que tiene algo de
inmemorial. Después aparece un niño y una joven, tal vez su hermana mayor o su
madre, que caminan por la acera de enfrente. Belano cierra los ojos.
No
tiene hambre, no tiene sueño, no tiene ganas de salir. Así que vuelve a
sentarse en la cama y sigue viendo la televisión mientras fuma un cigarrillo
detrás de otro, hasta que se le acaba el paquete. Entonces se pone su americana
negra y sale a la calle.
Inevitablemente,
como si tarareara una canción de moda, vuelve a la casa de Ulises Lima.
Empieza a ponerse el sol en el DF
cuando Belano consigue, tras varios intentos infructuosos, que un vecino le
franquee el portal. Debo de estar volviéndome loco, piensa mientras sube las
escaleras de dos en dos. La altura no me afecta. No comer no me afecta. Estar
solo en el DF no me afecta. Durante unos segundos interminables y, a su manera,
felices, permanece junto a la puerta de Ulises sin llamar. Toca el timbre tres
veces. Cuando está dándose la vuelta, dispuesto a abandonar el edificio (aunque
no para siempre, él lo sabe), la puerta de al lado se abre y una cabeza sin
pelos, enorme, de color cobrizo pero en donde también se pueden adivinar
algunos relámpagos rojos, como si hubiera estado pintando una pared o un cielo
raso, se asoma y le pregunta a quién busca.
Belano,
al principio, no sabe qué contestar. No sirve de nada decir que busca a Ulises
Lima. De pronto ya no tiene ganas de mentir. Así que se queda callado y observa
a su interlocutor: la cabeza pertenece a un joven, no debe de tener más de
veinticinco años, y por la manera en que lo mira deduce que está ofuscado o que
vive en un permanente estado de ofuscación. Ese dep está vacío, dice el joven.
Ya lo sé, dice Belano. ¿Entonces por qué tocas, buey?, dice el joven. Belano lo
mira a los ojos y no contesta. La puerta se abre del todo y el joven sin pelos
sale al pasillo. Es gordo y está vestido sólo con unos bluejeans muy anchos,
sujetos con una correa antigua. La hebilla es grande, metálica, aunque la
barriga del joven la oculta en parte. ¿Quiere pegarme?, piensa Belano. Durante
un instante ambos se estudian. Nuestro Arturo Belano, queridos lectores, tiene
ya cuarentaiséis años y está mal, como todos sabéis o deberíais saber, del
hígado, del páncreas e incluso del colon, pero aún sabe boxear y sopesa con la
mirada la figura voluminosa que tiene enfrente. Cuando vivió en México se peleó
muchas veces y nunca perdió, lo que ahora le parece increíble. Peleas en la
prepa y broncas tabernarias. Así que Belano ahora mira al joven gordo y calcula
en qué momento embestirá y en qué momento pegarle y en dónde. Pero el gordo se
lo queda mirando y luego mira hacia el interior de su propio departamento y
entonces aparece otro joven, éste vestido con una sudadera marrón con un
transfer en donde se ve a tres tipos en actitud desafiante, de pie en medio de
una calle llena de basura, con una leyenda en letras rojas en la parte
superior: Los Amos del Barrio.
El dibujo, por un instante, concita
toda la atención de Belano. Esos tres tipos más bien patéticos de la camiseta
le resultan familiares. O tal vez no. Tal vez es la calle la que le resulta
familiar. Hace muchos años yo estuve allí, piensa, hace muchos años yo pasé por
allí, sin prisas, mirándolo todo, inútilmente.
El de la camiseta, que es casi tan gordo como el primero, le hace una pregunta que le suena a agua hirviendo y que no entiende. No es, sin embargo, de eso está seguro, una pregunta agresiva. ¿Qué?, dice Belano. ¿Eres fan de Los Amos del Barrio, buey?, repite el gordo de la camiseta.
Belano sonríe. No yo no soy de aquí, dice.
El de la camiseta, que es casi tan gordo como el primero, le hace una pregunta que le suena a agua hirviendo y que no entiende. No es, sin embargo, de eso está seguro, una pregunta agresiva. ¿Qué?, dice Belano. ¿Eres fan de Los Amos del Barrio, buey?, repite el gordo de la camiseta.
Belano sonríe. No yo no soy de aquí, dice.
Entonces
alguien empuja al segundo gordo y aparece un tercer gordo, éste muy moreno, una
especie de gordo azteca con bigotito, y les pregunta a sus compañeros de departamento
qué pasa. Tres contra uno, piensa Belano, es hora de marcharse. El gordo del
bigotito lo mira y le pregunta qué quiere. Este pendejo estaba tocando el
timbre en el departamento de Ulises Lima, dice el primer gordo. ¿Conociste a
Ulises Lima?, dice el gordo del bigotito. Sí, dice Belano, fui su amigo. ¿Y tú
cómo te llamas, cabrón?, dice el gordo de la camiseta. Entonces Arturo Belano
dice su nombre y luego añade que se va a marchar, que siente haberlos
molestado, pero esta vez los tres gordos lo miran con verdadero interés, como
si lo vieran bajo otro prisma, y el gordo de la camiseta sonríe y dice no me
vaciles, tú no te puedes llamar Arturo Belano, aunque por la forma como lo dice
Belano se da cuenta de que el otro aunque no lo crea, quiere creerlo.
Después
se ve a sí mismo, como si estuviera contemplando una película tan triste que él
jamás iría a ver, en el interior del departamento de los gordos, atendido por
éstos, que le ofrecen cervezas, no gracias, ya no bebo, dice Belano, sentado en
un sillón destartalado con un estampado de flores marchitas, y un vaso de agua
en la mano que no se decide a probar, pues el agua del DF, se lo advirtieron y
además siempre lo ha sabido, provoca gastroenteritis, mientras los gordos toman
posiciones en las sillas que hay alrededor e incluso uno, el que lleva el torso
desnudo, se sienta en el suelo, como si temiera romper con su peso otra silla o
como si temiera la reacción de sus compañeros ante tal eventualidad.
El
gordo que lleva el torso desnudo se comporta de alguna forma como un esclavo,
piensa Belano.
Lo que sigue es caótico y sentimental: los gordos le informan de que ellos fueron los últimos discípulos de Ulises Lima (lo expresan así: discípulos). Le hablan de su muerte, atropellado por un coche misterioso, un Impala negro, y le hablan de su vida, una sucesión de borracheras sin cuento en las cuales fue dejando su impronta, como si los bares y los cuartos en donde Ulises Lima se sintió mal y vomitó fueran los diversos volúmenes de su obra completa. También, sobre todo, hablan de ellos mismos: tienen un grupo de rock llamado El Ojete de Morelos y tocan en discotecas de los suburbios del DF. Han grabado un disco que las emisoras de radio oficiales se niegan a poner debido al contenido de sus letras. Las pequeñas emisoras, por el contrario, están todo el día pinchando sus canciones. Somos cada día más famosos, dicen, pero seguimos siendo rebeldes. La senda de Ulises Lima, dicen, las balas trazadoras de Ulises Lima, la poesía del más grande poeta mexicano.
Lo que sigue es caótico y sentimental: los gordos le informan de que ellos fueron los últimos discípulos de Ulises Lima (lo expresan así: discípulos). Le hablan de su muerte, atropellado por un coche misterioso, un Impala negro, y le hablan de su vida, una sucesión de borracheras sin cuento en las cuales fue dejando su impronta, como si los bares y los cuartos en donde Ulises Lima se sintió mal y vomitó fueran los diversos volúmenes de su obra completa. También, sobre todo, hablan de ellos mismos: tienen un grupo de rock llamado El Ojete de Morelos y tocan en discotecas de los suburbios del DF. Han grabado un disco que las emisoras de radio oficiales se niegan a poner debido al contenido de sus letras. Las pequeñas emisoras, por el contrario, están todo el día pinchando sus canciones. Somos cada día más famosos, dicen, pero seguimos siendo rebeldes. La senda de Ulises Lima, dicen, las balas trazadoras de Ulises Lima, la poesía del más grande poeta mexicano.
Luego pasan del dicho al hecho y ponen
un compact disc con temas de El Ojete de Morelos que Belano escucha inmóvil,
con la mano agarrotada sosteniendo el vaso de agua que aún no ha bebido y
mirando el suelo, sucio, y las paredes, llenas de afiches de Los Amos del
Barrio y de El Ojete de Morelos y de otros grupos que él desconoce o que tal
vez sean formaciones musicales en donde antes tocaron Los Amos del barrio o El
Ojete de Morelos, muchachos mexicanos que lo miran desde las fotos o desde el
infierno esgrimiendo sus guitarras eléctricas como si fueran armas o como si se
estuvieran muriendo de frío.
Roberto Bolaño
del libro El
Secreto del mal