lunes, 17 de octubre de 2011

Soneto en IX

El de sus puras uñas ónix, alto en ofrenda,
La Angustia, es medianoche, levanta, lampadóforo,
Mucho vesperal sueño quemado por el Fénix
Que ninguna recoge ánfora cineraria:
Salón sin nadie ni en las credencias conca alguna,
Espiral espirada de inanidad sonora
(El Maestro se ha ido, llanto en la Estigia capta
con ese solo objeto nobleza de la Nada).
Mas cerca la ventana vacante al norte, un oro
Agoniza según tal vez rijosa fábula
De ninfa alaceada por llamas de unicornios
Y ella apenas difunta desnuda en el espejo
Que ya en las nulidades que clausura el marco
Del centellar se fija súbito el septimino. 

Stéphane Mallarmé
 Traducción de Octavio Paz

domingo, 16 de octubre de 2011

Aparición


La luna se afligía. Dolientes serafines
Vagando –ocioso el arco– en la paz de las flores
Vaporosas, vertían de exánimes violines
Por los azules cálices blanco lloro en temblores.
–De tu beso primero era el bendito día.
Como en martirizarme mi afán se complacía,
Se embriagaba a conciencia con ese desvaído
Aroma en que –sin lástimas y sin resabio– anega
La cosecha de un sueño al alma que lo siega.
Yo iba mirando al suelo, errante y abstraído,
Cuando –con los cabellos en sol– toda sonriente,
En la calle, en la tarde, te me has aparecido.
Y creí ver el hada del casco refulgente
Que cruzaba mis éxtasis de niño preferido,
Dejando siempre, de sus manos entrecerradas,
Nevar blancos racimos de estrellas perfumadas.

Stéphane Mallarmé
Traducción Alfonso Reyes

sábado, 15 de octubre de 2011

Autobiografía de Alice B. Toklas [Fragmento]

En aquellos días, Guillaume Apollinaire y Salmon vivían en Montmartre. Salmon era un hombre alegre y vivaz, pero Gertrude Stein jamás le consideró un tipo interesante, aun cuando sentía simpatía hacia él. Contrariamente, Guillaume Apollinaire era una maravilla de hombre. Fue en aquella época, es decir, en la época en que miss Stein conoció a Guillaume Apollinaire, cuando éste causó sensación al concertar un duelo con otro escritor. Fernande y Pablo se lo contaron a Gertrude Stein, tan excitados, entre tantas risas y con tanto argot de Montmartre —esto pasó en los primeros tiempos de la amistad entre Gertrude Stein y los Picasso—, que la escritora siempre lo explicó de un modo vago. Lo importante es que Guillaume Apollinaire desafió al otro, y que Max Jacob fue designado padrino de Guillaume. Guillaume y su adversario se quedaron cada cual en el café que solían frecuentar, mientras los padrinos iban de uno a otro lugar. Gertrude Stein no recuerda el final de la historia, excepto que no hubo duelo, pero lo verdaderamente divertido fueron las notas que los padrinos transmitieron a sus patrocinados. En cada una de estas notas se hacía constar que los padrinos se habían tomado un café durante las conversaciones habidas en tal o cual café, cuando se reunieron para hablar a solas. También se suscitó la cuestión de saber en qué circunstancias estaban los padrinos obligados, ineludiblemente obligados, a tomarse un coñac con el café. Y también, cuántos cafés habrían tomado, durante aquel tiempo, en el caso de que no hubieran actuado de testigos. Eso provocó interminables discusiones, y muchas más consumiciones. El asunto duró varios días, quizá semanas y meses, y se ignora quién pagó, si es que alguien pagó. Era público y notorio que Apollinaire se resistía siempre a pagar, incluso las más ínfimas cantidades. La historia del duelo fue verdaderamente apasionante.
Apollinaire era un hombre muy atractivo y muy interesante. Tenía cabeza de emperador romano de los últimos tiempos del Imperio. Su hermano, de quien oíamos hablar a menudo, pero a quien nadie conocía, trabajaba en un Banco, por lo que vestía con cierta corrección. Cuando alguien de Montmartre tenía que ir a algún lugar en que forzosamente se debía respetar las convenciones acerca del atuendo, ya fuera para ver a algún conocido, ya para efectuar una gestión, todos sabían que el habitante de Montmartre en cuestión llevaba una u otra prenda del hermano de Guillaume.
Guillaume era extraordinariamente brillante, y fuese cual fuera el tema que se abordaba, a poco que supiera de él, e incluso sin saber nada, comprendía rápidamente el meollo del asunto y lo desarrollaba con ingenio y fantasía, llegando a conclusiones mucho más avanzadas que aquellas a las que pudieran llegar los enterados, y lo más sorprendente era que sus conclusiones resultaban impecables.
En una ocasión, bastantes años más tarde, en que cenábamos con los Picasso, logré derrotar a Guillaume en una discusión, lo cual me dejó muy satisfecha, pero, como dijo Eve (Picasso ya no vivía con Fernande), jamás hubiera logrado mi triunfo si Guillaume no hubiera estado terriblemente borracho. Sólo cuando se encontraba así, se podía derrotar a Guillaume en el campo de la dialéctica. Pobre Guillaume. Le vimos por última vez cuando desde el frente de guerra regresó a París. Había recibido una grave herida en la cabeza, a consecuencia de la cual tuvieron que quitarle un hueso del cráneo. Presentaba un aspecto magnífico, con su uniforme azul horizonte y la cabeza vendada. Almorzó con nosotros y tuvimos una larga conversación. Parecía cansado y movía pesadamente la cabeza. Estuvo todo el tiempo muy serio, casi solemne. Poco después, nosotras nos fuimos, entonces trabajábamos en el Fondo Norteamericano de Ayuda a los Heridos Franceses, y ya no volvimos a verle. Más tarde, Olga Picasso (la esposa de Picasso) nos dijo que Guillaume Apollinaire había muerto la noche del Armisticio, que estuvieron con él toda la tarde, que hacía calor y las ventanas estaban abiertas, y que la multitud que pasaba por la calle gritaba «à bas Guillaume!», y como sea que todo el mundo llamaba Guillaume a Guillaume Apollinaire, estos gritos amargaron su agonía.
Guillaume se había comportado de un modo verdaderamente heroico. Por ser extranjero, hijo de madre polaca y de padre probablemente italiano, no tenía por qué incorporarse voluntariamente a filas. Era hombre acostumbrado a la vida literaria y a la buena mesa, y pese a todo fue voluntario a la guerra. Primeramente le destinaron a artillería. Entonces se consideraba que la artillería no era tan peligrosa, ni comportaba una vida tan dura como la infantería. Pero al poco tiempo, a Guillaume le pareció que la artillería no era todo lo expuesta que él quería, y solicitó el traslado a infantería. Y en esta arma fue herido, en el curso de un asalto. Pasó una larga temporada en el hospital, luego mejoró un poco de su lesión, fue entonces cuando le vimos, y al fin murió el día del Armisticio.
La muerte de Guillaume Apollinaire, precisamente en aquel día, tuvo gran importancia para todos sus amigos, además de la que comportaba el dolor de su pérdida. Fue justamente después de la guerra, cuando las cosas comenzaron a cambiar, y se produjo la desunión de muchos grupos. Guillaume hubiera sido un vínculo unificador, ya que tenía la virtud de mantener a la gente unida, pero al desaparecer, cada cual se fue por su lado. Pero eso ocurrió mucho después, y, ahora, debemos volver al principio, cuando Gertrude Stein conoció a Guillaume y a Marie Laurencin.

Gertrude Stein

viernes, 14 de octubre de 2011

Desde lo alto de Monserrat

                                                   Todo ha de tornar al fuego original
Tempestad de llamas
Así hablaba HERÁCLITO
Levante y poniente del hombre lúcido y duro.
—Habrás de ver el flujo y el reflujo
De las pasiones despreciables.
—Aceptarás la humedad al igual que se ama
A la madre que nos engendró.
—Hombres y mujeres abocados estáis al
Fuego de lava inmaterial
Aquí y allá ligera, arrolladora
Siempre mortal
Viva siempre
Que no ama sino lo que vendrá.
Siempre arrojados a los volcanes de vida y de muerte.
Y paracelso: ambas manos apoyadas
En la espada de la sabiduría
En intimidad con los astros y las piedras
Enamorado de las cavernas del hombre
Del vientre del universo.
Y tú ZARATUSTRA ojo de luz
En el centro de un mundo terrible y alegre
Os saludo desde lo alto
de Monserrat.
Hasta las botas en los ojos
hasta las lágrimas del barro
hasta las manos inflamadas de pus
conduce el camino del desafío
de los largos estertores de la tumba
donde silbó una muerte sin aire
y de la ausencia de esperanza
nace la estrella de la nube

(Noviembre 43) 
Georges Bataille

jueves, 13 de octubre de 2011

Sombra


Sí, aunque marcho por el valle de la Sombra.
(Salmo de David, XXIII)

Vosotros los que leéis aún estáis entre los vivos; pero yo, el que escribe, habré entrado hace mucho en la región de las sombras. Pues en verdad ocurrirán muchas cosas, y se sabrán cosas secretas, y pasarán muchos siglos antes de que los hombres vean este escrito. Y, cuando lo hayan visto, habrá quienes no crean en él, y otros dudarán, mas unos pocos habrá que encuentren razones para meditar frente a los caracteres aquí grabados con un estilo de hierro.
El año había sido un año de terror y de sentimientos más intensos que el terror, para los cuales no hay nombre sobre la tierra. Pues habían ocurrido muchos prodigios y señales, y a lo lejos y en todas partes, sobre el mar y la tierra, se cernían las negras alas de la peste. Para aquellos versados en la ciencia de las estrellas, los cielos revelaban una faz siniestra; y para mí, el griego Oinos, entre otros, era evidente que ya había llegado la alternación de aquel año 794, en el cual, a la entrada de Aries, el planeta Júpiter queda en conjunción con el anillo rojo del terrible Saturno. Si mucho no me equivoco, el especial espíritu del cielo no sólo se manifestaba en el globo físico de la tierra, sino en las almas, en la imaginación y en las meditaciones de la humanidad.
En una sombría ciudad llamada Ptolemáis, en un noble palacio, nos hallábamos una noche siete de nosotros frente a los frascos del rojo vino de Chíos. Y no había otra entrada a nuestra cámara que una alta puerta de bronce; y aquella puerta había sido fundida por el artesano Corinnos, y, por ser de raro mérito, se la aseguraba desde dentro. En el sombrío aposento, negras colgaduras alejaban de nuestra vista la luna, las cárdenas estrellas y las desiertas calles; pero el presagio y el recuerdo del Mal no podían ser excluidos. Estábamos rodeados por cosas que no logro explicar distintamente; cosas materiales y espirituales, la pesadez de la atmósfera, un sentimiento de sofocación, de ansiedad; y por, sobre todo, ese terrible estado de la existencia que alcanzan los seres nerviosos cuando los sentidos están agudamente vivos y despiertos, mientras las facultades yacen amodorradas. Un peso muerto nos agobiaba. Caía sobre los cuerpos, los muebles, los vasos en que bebíamos; todo lo que nos rodeaba cedía a la depresión y se hundía; todo menos las llamas de las siete lámparas de hierro que iluminaban nuestra orgía. Alzándose en altas y esbeltas líneas de luz, continuaban ardiendo, pálidas e inmóviles; y en el espejo que su brillo engendraba en la redonda mesa de ébano a la cual nos sentábamos, cada uno veía la palidez de su propio rostro y el inquieto resplandor en las abatidas miradas de sus compañeros. Y, sin embargo, reíamos y nos alegrábamos a nuestro modo –lleno de histeria–, y cantábamos las canciones de Anacreonte –llenas de locura–, y bebíamos copiosamente, aunque el purpúreo vino nos recordaba la sangre. Porque en aquella cámara había otro de nosotros en la persona del joven Zoilo. Muerto y amortajado yacía tendido cuan largo era, genio y demonio de la escena. ¡Ay, no participaba de nuestro regocijo! Pero su rostro, convulsionado por la plaga, y sus ojos, donde la muerte sólo había apagado a medias el fuego de la pestilencia, parecían interesarse en nuestra alegría, como quizá los muertos se interesan en la alegría de los que van a morir. Mas aunque yo, Oinos, sentía que los ojos del muerto estaban fijos en mí, me obligaba a no percibir la amargura de su expresión, y mientras contemplaba fijamente las profundidades del espejo de ébano, cantaba en voz alta y sonora las canciones del hijo de Teos.

Poco a poco, sin embargo, mis canciones fueron callando y sus ecos, perdiéndose entre las tenebrosas colgaduras de la cámara, se debilitaron hasta volverse inaudibles y se apagaron del todo. Y he aquí que de aquellas tenebrosas colgaduras, donde se perdían los sonidos de la canción, se desprendió una profunda e indefinida sombra, una sombra como la que la luna, cuando está baja, podría extraer del cuerpo de un hombre; pero ésta no era la sombra de un hombre o de un dios, ni de ninguna cosa familiar. Y, después de temblar un instante, entre las colgaduras del aposento, quedó, por fin, a plena vista sobre la superficie de la puerta de bronce. Mas la sombra era vaga e informe, indefinida, y no era la sombra de un hombre o de un dios, ni un dios de Grecia, ni un dios de Caldea, ni un dios egipcio. Y la sombra se detuvo en la entrada de bronce, bajo el arco del entablamento de la puerta, y sin moverse, sin decir una palabra, permaneció inmóvil. Y la puerta donde estaba la sombra, si recuerdo bien, se alzaba frente a los pies del joven Zoilo amortajado. Mas nosotros, los siete allí congregados, al ver cómo la sombra avanzaba desde las colgaduras, no nos atrevimos a contemplarla de lleno, sino que bajamos los ojos y miramos fijamente las profundidades del espejo de ébano. Y al final yo, Oinos, hablando en voz muy baja, pregunté a la sombra cuál era su morada y su nombre. Y la sombra contestó: «Yo soy SOMBRA, y mi morada está al lado de las catacumbas de Ptolemáis, y cerca de las oscuras planicies de Clíseo, que bordean el impuro canal de Caronte.»

Y entonces los siete nos levantamos llenos de horror y permanecimos de pie temblando, estremecidos, pálidos; porque el tono de la voz de la sombra no era el tono de un solo ser, sino el de una multitud de seres, y, variando en sus cadencias de una sílaba a otra, penetraba oscuramente en nuestros oídos con los acentos familiares y harto recordados de mil y mil amigos muertos.

FIN

Edgar Allan Poe
Traducción de Julio Cortázar

miércoles, 12 de octubre de 2011

Letanías de Satán

Oh tú, el Ángel más bello y asimismo el más sabio
Dios privado de suerte y ayuno de alabanzas,

¡Oh Satán, ten piedad de mi larga miseria!

Príncipe del exilio, a quien perjudicaron,
Y que, vencido, aún te alzas con más fuerza,

¡Oh Satán, ten piedad de mi larga miseria!

Tú que todo lo sabes, oh gran rey subterráneo,
Familiar curandero de la angustia del hombre,

¡Oh Satán, ten piedad de mi larga miseria!

Tú, que incluso al leproso y a los parias más bajos
Sólo por amor muestras el gusto del Edén,

¡Oh Satán, ten piedad de mi larga miseria!

Oh tú, que de la Muerte, tu vieja y firme amante,
Engendras la Esperanza ¡esa adorable loca!

¡Oh Satán, ten piedad de mi larga miseria!

Tú que das al proscrito esa altiva mirada
Que en torno del cadalso condena a un pueblo entero

¡Oh Satán, ten piedad de mi larga miseria!

Tú sabes las guaridas donde en tierras lejanas
El celoso Dios guarda toda su pedrería,

¡Oh Satán, ten piedad de mi larga miseria!

Tú, cuyos claros ojos, saben en qué arsenales
Amortajado el pueblo duerme de los metales,

¡Oh Satán, ten piedad de mi larga miseria!

Tú, cuya larga mano disimula el abismo
Al sonámbulo errante sobre los edificios,

¡Oh Satán, ten piedad de mi larga miseria!

Tú que, mágicamente, ablandas la osamenta
Del borracho caído al pie de los caballos,

¡Oh Satán, ten piedad de mi larga miseria!

Tú, que por consolar al débil ser que sufre
A mezclar nos enseñas azufre con salitre,

¡Oh Satán, ten piedad de mi larga miseria!

Tú que imprimes tu marca, ¡oh cómplice sutil!
En la frente del Creso vil e inmisericorde

¡Oh Satán, ten piedad de mi larga miseria!

Tú, que en el corazón de las putas enciendes
El culto por las llagas y el amor a los trapos

¡Oh Satán, ten piedad de mi larga miseria!

Báculo de exiliados, lámpara de inventores,
Confidente de ahorcados y de conspiradores,

¡Oh Satán, ten piedad de mi larga miseria!

Padre adoptivo de aquellos que, en su cólera,
Del paraíso terrestre arrojó Dios un día,

¡Oh Satán, ten piedad de mi larga miseria!

Oración

Gloria y loor a ti, Satán, en las alturas
Del cielo donde reinas y en las profundidades
Del infierno en que sueñas, vencido y silencioso,
Haz que mi alma, bajo el Árbol de la Ciencia,
Cerca de ti repose, cuando, sobre tu frente,
Como una Iglesia nueva sus ramajes se expandan. 
baudelaire 
Charles Baudelaire

Poeta, pobre poeta...


Poeta, pobre poeta, ¿eres tú 
quien escribe canciones a la luna? 
Hace ya mucho mis ojos se escarcharon 
sobre los naipes, el vino y el amor.
¡Oh, cómo trepa la luna por la ventana
con su luz hermosa que punza las pupilas…!
He apostado a la dama de pique
pero jugué con el as de corazón…

Serguéi Yesenin

No clamo, no lloro...


No clamo, no lloro ni me lamento,
todo pasará, como el humo de los manzanos blancos. 
Atrapado entre la vejez del oro, 
ya nunca más regresaré a la juventud.
Ya no volverás a latir como antes, 
tú, corazón tocado por el frío, 
ni te atraerá recorrer descalzo 
el país de los abedules de percal.
Y tú, espíritu vagabundo, 
cada vez con menos fuerza 
agitas la llama de los labios. 
¡Oh, mi perdida lozanía,
el ímpetu de la mirada y el torbellino de los sentidos!
Ya mis anhelos son más humildes.
Vida, ¿eres tú? ¿O he soñado contigo?
Cabalgué en el corcel rosado
cual sonoro amanecer de primavera.
En este mundo todos somos pasajeros. 
El cobre silencioso se vierte de los arces. 
Sé bienaventurado eternamente 
tú, que pudiste florecer y morir.

Serguéi Yesenin